ROXANA PÁEZ

Roxana Páez 2

LA COLECCIÓN DE PIEDRAS DE ROGER CAILLOIS EN LA BIENAL DE VENECIA

Junto con ellas, el cuento que él se contaba sobre ellas,
el de una escritura inscrita en ellas de una sintaxis misteriosa.

Ellos estaban celosos de la mía,
un guijarro de tiza dentro de una cajita,

como Caillois del secreto del frijol saltarín. No importa
lo que tenga dentro, sino su movimiento mágico que motiva
el ensueño decía Breton. Pero Caillois quería cortarlo como un chico
para descubrir el misterio de la inquietud de la vaina.

Y tenía razón, dentro vivía una larva que sacudía la semilla
cuando sentía calor. Con paciencia se puede llegar
a ver el gusano abandonando su casa.

El punch maravilloso de Breton no existía. Pero sí las investigaciones
líricas de Caillois-Caillou. Investigación y poesía van juntas para toda
experiencia sobre la tierra, incluso sobre y debajo de ella.
La red de los sueños es la misma red del conocimiento.

Y es mentira que todo en la naturaleza sea razón y necesidad.
Abundancia, juego, derroche y ebriedad y hasta deseo puro
de gustar y decorar como dice en La escritura de las piedras,
de su sintaxis críptica que completan los poetas.
Piedras que reflejan la importancia del cielo
o guardan agua como el ágata que Caillois quería descubrir
sabiendo que el agua guardada no era tal sino un recuerdo
imaginario para nadie.
Como una vida, se puede evaporar en un segundo después
del encierro de tanto tiempo por la más mínima fisura.
Sólo la inmensa presión la mantuvo líquida.
Por eso te fascina el cuarzo,
esa fuerza perdida del padre. Si hubiera sido
cristal de roca, no hubieras podido fugarte,
meteorito consumido por tu propia caída.
Pasajero decepcionado
encerrado
en el espacio abierto. Soy yo todavía
la intrusa estupefacta.

 

TERRON DE BARRO


La tempestad cubre el mundo y toda la realidad.
Se traga el auditorio e incluso a los que traman
espectáculos.
Pero Próspero tal vez no previó nada
y al libro de magia se lo llevó la corriente.

Qué asco la lujuria de lo grandioso.
Sólo podía hablar de pequeñas cosas.

Y sin embargo llegó tarde la noticia de la tormenta.
Y tuvo un miedo gigante.

Esa lluvia de cuatro años en sola una noche.

Después de la inundación
vino el recuento de lo perdido. Tu hijo está vivo.
Podés nomás ir a trabajar.
Hace siete horas se conectó al libro de las caras.

Esa de la señora flotando en una piscina de improviso
dentro mismo de su casa, no se la va a olvidar.

Ni a la madre que sacó a todos sus hijos de la casita,
uno en la espalda, otro bajo el brazo derecho, la tercera
bajo el izquierdo, el bebé sujeto por delante.
Se dio cuenta saliendo
a flote. El de pecho se perdió en la corriente
que ella nunca volverá a cruzar.

El negocio del amigo quedó cubierto,
las máquinas y las ropas resistentes, todas perdidas.
Es la ganancia del barro. El ya no duerme, desentierra,
esquiva los restos del temporal.

¿Un triste aniversario, día feriado, tu compañero de trabajo
bajo plátanos, tilos o naranjos pedaleaba cuando el agua
lo llevó a un paradero de limo?

No hay comienzo ni fin, pero hay repetición y gobernantes
que visitan el día después de la gran inundación
las veredas cubiertas de basura y colchones anegados.
Hasta las ranas y los escarabajos, las cucarachas milenarias
se habrán ahogado con las campanillas
barridas con una pluma de carancho sobre el Arroyo del Gato.
Ladran los perros guardianes por el fin de la propiedad.

Nadie sabe cuántos paraguayos
desaparecieron de su propia vida, invisibles
para siempre del resto,
como lo fueron antes.

La tempestad misma envuelta en cuero, vino en harapos
porque mucho antes el agua de La Plata la había castigado.

Un tomo blando que fue un don de un ser querido a otro,
ambos ya idos. Cada uno por su catástrofe a destiempo.

Mi padre le regaló la tempestad a mi madre.

Escuchá un poco más. La biblioteca fue un reino
enorme y hubiera sido pecado dudar
de la honradez de mi abuela.

Mi padre hizo llover
lágrimas y un nene provisorio nos sonrió
y salvó de la tormenta.

¿Cómo decir del agua que es dulce? ¿Cómo ganar
la orilla?

Esas lecciones me sacaron
buena parte de la frivolidad.
Ya que debí crecer
en el hueco de un tilo,
me acostumbré
a ser invisible.

Visibilidad, comunicación, mitos barrosos.
¡Monstruos y catástrofes,
muéstrense bien! Sin siquiera la gracia
de la cresta de una ola.
Hokusai se vuelve pincel cuando surfea.

Monstruitos, viendo todo no ven
cómo libera la reserva. Distraídos
por la repetición en el reflejo, no vieron
las piedritas ni el musgo ay
del pasaje, ni la savia ni la hormiga
en el hueco del tilo.

Una muela de leche guardada
en un alhajero se salvó.

¿Qué ves? La suela dura y chata
de una alpargata seca, colchones destripados,
restos de sillas y maderas podridas.
Los aparatos de la conexión
incomunicados para siempre y las huellas
biodegradables de los habitantes invisibles.

Casilla y cartón. Terrón de barro.

Terror del paradero inconcluso.
Todo está cambiando
de lugar. ¿Y sin embargo qué ves?

¡Enjambres!
No son abejas, ni moscardones. Ni las moscas
de la mierda de tan real
tan alegórica.

Son chicas y chicos en escuadrillas
aleatorias que organizan el desentierro,
del residuo del temporal.
Limpian el porvenir
frágil sin embargo.

Estás viendo a tu hijo! Delegado del barrio.
Pero tus hijos no son tus hijos, sino hijos e hijas
del amor y de las catástrofes
– y de la mutación.

Revoloteos luminosos entre el paco y el barro.
Campanillas fosforescentes salen de un tacho.
Se viene otra tormenta.
La oigo cantar en el viento. Daré una vuelta
para calmar la agitación.
Cric cric cric cric cric
Luciérnagas, grillos, ranas me alegrarán.

¿Cómo están ahora? ¿Quién era tu compañero? ¿Tenía cierta edad?
Si no querés, no me digas nada. Lo que pude leer y escuchar dejó
filtrar apenas un resto de limo secado sobre un diario de ayer.
Nadie puede ponerse en el lugar del otro.
Cómo pudo ser una corriente sin río, adónde iba.
En Mendoza es más fácil darse cuenta.
El deshielo carga el río y los zanjones rebalsan,
el agua « atormentada » se lleva todo. El terremoto
sacude y traga.
La gente convive con el suspenso como
en los alrededores de un volcán.

Pero La Plata fue privada de orillas y montañas.
A cambio, pájaros y cigarras.

« Hay mil anécdotas terribles que trato de filtrar, por la psicosis
que genera semejante desastre.
Esta noche se pronostica lluvia…imaginate lo que se siente.
Este compañero iba en bici la noche de la tragedia
y se lo llevó la corriente. Profunda tristeza. »

¿Cómo te diste cuenta?
¿Una gota cayó en una cuchara y te despertó ?
¿Acaso gritos en medio del sueño te llamaron
sin conocerte ?
-Lo supe al otro día,
cuando salí a la calle. La mía es
la mas alta del barrio.
Un poco mas allá los desagües estaban saturados,
las cloacas desbordaban. Mucho se dijo
sobre quién se dio cuenta, quién no.
Desagotaba su casa, se ponía a salvar
muebles cuando de pronto pensó
¿alguien estará en peligro?

La boca de tormenta, la gárgola
horizontal y callejera
¿vomitaba o tragaba?

Me acuerdo bien. La lluvia que tanto quise
en el desierto, en Tolosa no podía ser feliz.

¿Adónde fueron tu compañero en bici y las nenas
que raptó la corriente? Pudieron gritar
en castellano, en guaraní revueltas
en una sopa de barro
espesa como la pobreza? Imaginate,
era feriado. Si hubiera sido un día hábil, la
cantidad de gente por la calle.
No hay barrio que no haya sido afectado.

Hay barro.

Han desaparecido de una manera extraña.

Esas figuras, esos gestos,
sin el auxilio de la palabra
forman un lenguaje mudo.

Mirá, mirá directamente.
No hay moluscos en estos charcos.
Pero se van cubriendo de unas redes de araña
que sobrevuelan teros y benteveos.

Escuchá, parece el chasquido de una pala.

Después de destilar
su aniversario de guerra vuelve
el sol alegremente
y las partículas de los rayos
se amotinan en cada agujero.




BIDASSOA


La frecuentación de los baños y duchas públicos
es un indicador de la miseria del mundo dijeron
Dector y Dupuy.

Iban en merma. Incluso la década pasada
entraste dos veces en casa de gente que se los había
comprado para vivir dentro, cerca de la plaza,
una especie de enorme mansión
sin luz.

El hombre en overol azul con vivos rojos
escribe con tiza en un pizarrón diminuto
la hora de entrada. Puede quedarse veinte minutos
y si no molesta ni vocifera, cantar
bajo la ducha.

Aunque no tenga con qué jabonarse
ni secarse. Van ligadas las duchas al gimnasio
donde cantó Edith Piaf
y a la ex casa de obreros en el mismo barrio.
Son gratuitos desde el año 2000. Y en lugar de desaparecer
la frecuentación se triplicó.

El paseo de Dector y Dupuy se llama El sueño
Tumultuoso. Son casi las tres y el otoño
es bastante cálido todavía después de medianoche.

Se detienen sobre la boca enrejada por donde
salen vientos subterráneos como de una caja de Pandora.
Dector o tal vez Dupuy levanta vasos de plástico
entre la basura de la calle, los pone sobre la reja
para que floten, subidos por el aliento del metro.

Al atravesar la rue de Ménilmontant por el mismo
bulevar, nos muestran la tapa giratoria de las cloacas
que un trabajador cerró mal a sabiendas
para que no coincida más con la senda peatonal.
O fuimos los peatones

los que cruzamos tantas veces y
la hicimos girar? Leen las calles como poetas.
Escribir poesía significa ser gitano. Vamos
subiendo para escuchar.

La composición para un parque público de Hassan
Khan. Verdaderamente las plantas eran instalaciones
de jardineros artistas con esos plumines con desprendimientos
de diamantes o rocío junto a tumultos de arbustos
rojos y frenesíes verdes saliendo de la tierra como chorros.

Esos senderitos como avenidas dejados para las hormigas
y los sonidos encubiertos salidos de bafles entre las matas.
Las bolas ámbar y rojo de los faroles. Todo el parque
como un hermoso sueño donde una vez viniste a
tocar la guitarra.
…………….
Dupuy o tal vez Dector cuentan que en ese boliche
de la Luna un hombre decía
“Aquí sigue vivo
el espíritu de la Comuna.” Sigue. Cuando fuera del barrio
ha desparecido.

La última barricada fue la de la calle de Ramona
muy cerca. Y la próxima dónde será.
La Plaza de la República está sumergida en la niebla.

Sobre las rejas por donde se ventilan los subtes
unos viajeros disfrutan de la calefacción.

Acusados de nomadismo y rapiña, de acumular
basura, de no ir a la escuela y no dormir en casas
nadie, nadie, nadie o casi defiende su suerte
más bien, se argumenta por la decisión de eliminarlos
del mapa más próximo.

Qué vida, sí, escribió el maestro con tiza blanca
en el pizarrón verde, Dios ha muerto, Nietzsche
también. Y yo no me siento nada bien.



Roxana Páez: publicó Gran distracción animada (1994), Manuel Puig. Del pop a la extrañeza (1995), Las vegas del porvenir (1995), La indecisión (1999), Fogata de ramitas y huesos (2002), Lettera rarissima, antología bilingüe (Marsella, 2007), Madre Ciruelo (2007) y Serie de banda rumorosa (2011), El diario de la China. Donde el diablo perdió el poncho y la liebre y el zorro se dan las buenas noches (Sofía Cartonera, 2012) y el ensayo Poéticas del espacio argentino: Juan L. Ortiz / Francisco Madariaga (Mansalva 2013).Tradujo a Pierre Klossowski, Michel Serres, Cornelius Castoriadis, Marcel Duchamp y Georges Bataille.

 

El efecto de Fauna

tren

Voy a contar un episodio. Llegué a la estación Florida del ferrocarril Mitre y de casualidad enganché un tren. A los pocos minutos, me encontraba leyendo  al lado de una chica de auriculares flúo, el libro que había empezado la noche  anterior.  Se trataba de Fauna-Desplazamientos de Mario Levrero. Exactamente igual a como me había ocurrido  con La novela luminosa, el relato me tenía totalmente enganchado.  El humor, la cotidianeidad ensimismada y a la vez abierta, telepática de Levrero, eran mi horma perfecta en esos días. Básicamente, sentía que el efecto de lectura era benéfico,  que me reconciliaba con cierto proceso personal que se iba dando sólo –con una ínfima, humilde participación de mi parte-proceso  que a pesar de la constante fluctuación malestar-bienestar,  era de todos modos necesario. Traduciendo: la clara sensación  de que todo lo que me venía sucediendo desde hacía unos meses era –aunque a veces de modo doloroso, incomprensible- para mi propio bien. A medida que avanzaba el relato –y el tren supongo- crecía en mí la idea corporal de que somos estados pasajeros, flujos como se dice ahora, y todo está constantemente en cambio. A todo esto, tenía que llegar a la estación Belgrano a tiempo para ir a coordinar un grupo; ya me había pasado llegar sobre la hora y encontrarme  que otro había tomado mi lugar. La cosa es que seguía leyendo, con el mismo entusiasmo de alegría sexual que el narrador siente por Flora, y una frase me hacía reír y levantar la vista, darme cuenta que varios  pasajeros me miraban. Yo era consciente de mi risa y de mi enfrascamiento pero a la vez, en una especie de atención periférica, podía percibir todo lo que pasaba en el vagón.  Como si cierto júbilo emanado del relato me diera ojos y oídos extras.  Sin embargo, según pude constatar después, perdía rápidamente la noción del tiempo y del espacio, y allá afuera las estaciones pasaban. En eso, a unos seis metros de donde estaba sentado, una mujer morena se para ante la puerta, lista para bajar, y me sonríe. Un nene rubio de unos seis años iba de su mano. Reconocí al instante a mi ex mujer, de la que me separé hace casi veinte años. Me señalaba y entendí claramente por el movimiento de los labios que le decía al nene -“mirá, ése es el papá de las nenas”. Saludé con la mano y sonreí. El tren paró y la vi caminar por el andén en mi dirección. Seguí sonriente  y saludando como un tonto –a ella y al nenito- en un estado de gracia atribuible sólo a Fauna. De algún modo, me sentía extrañamente complacido de que me viera justo en ese trance. El tren volvió a arrancar y empecé a sumergirme de nuevo en la bruma del relato cuando, en un tiempo que no podría precisar, percibí con espanto un solar despejado, con vías adyacentes y galpones …”la puta, me pasé!” Estaba en la estación Lacroze; de golpe me acordé que mi ex mujer  otras veces  había coincidido conmigo en  ese horario, y que ambos nos bajamos en Belgrano . Resignado a llegar otra vez tarde al grupo, vi que venía el tren del otro lado y crucé el puente  lo más rápido que pude.  Llegué a la reunión justo, mi silla estaba intacta, nadie había ocupado mí lugar.

Después, le conté este suceso a mi padrino y me dijo que era un buen augurio, que para él estaba enamorado. Yo en ese entonces había iniciado una nueva relación. También vaticinó que empezaba una etapa de disfrute en mi vida y que más de una vez iba a seguir de largo, “a perderte con el colectivo”, insistió, “con el tren”, lo corregí.

En el viaje de vuelta a Florida seguí leyendo, pero esta vez me bajé en el lugar correcto. Mi casa está  a unas diez cuadras de la estación. Cometí la imbecilidad de hacerlas caminando y leyendo, en piloto automático como quién dice, con el riesgo que implica. Cuando llego a la puerta busco la llave y no la encuentro. Por segunda vez caigo del efecto de Fauna en mis desplazamientos: como estaba apurado  había ido a la estación en el auto; la llave de mi casa estaba ahí.

VALERIA MELCHIORRE

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Valeria Melchiorre nació en Buenos Aires, en 1970. En poesía publicó Los dictados de la moda (Textos intrusos, 2012); La cita, en el volumen Invocaciones. Cuatro poetas en la voz del mito, junto a Enrique Solinas, Marimé Arancet y Romina Freschi (Ruinas circulares, 2012) y El hombre que soy yo en un cuadro de Francis Bacon (Textos intrusos, 2013).