TEORÍA DEL ORIGEN

Sobre Primeras luces, Carlos Battilana (Ampersand, Colección Lectores, 2024)

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¿Para qué sirve leer? La pregunta, aplicada a la literatura, tiene como respuesta distintos argumentos. Battilana desconfía de los discursos institucionales del tipo “los beneficios de la lectura en la sociedad”. Leer sucede sin para qué. La lectura es un refugio y un espacio de liberación en una sociedad atada a la rutina y los acosos del capital.

Para el niño que creció en una ciudad fronteriza del litoral, lugar de confluencias en donde las imágenes de la naturaleza y de la cultura conviven, las letras eran más bien “pájaros raros, plantas exóticas, insectos desconocidos”, fisonomías curiosas más que elementos capaces de articular sentido. Paso de Los libres (“esa especie de ínsula al borde del río Uruguay”) fue la caja de resonancias de otras lenguas y el lugar de un rito profano, el carnaval, que como la lectura era capaz de suspender el tiempo.  

Un día el niño tiene su primera alucinación auditiva, “veía versos y los escuchaba”, estaban en el libro de lectura de la escuela, Primeras luces, y eran de Baldomero Fernández Moreno. Sin saberlo, podía experimentar la música como acto comunicativo, y décadas después supo que detrás de esa aparente simpleza había un artificio, un acto constructivo.

Primeras luces narra con maestría las escenas fundantes que alumbraron la infancia y adolescencia de un lector. Las revistas deportivas, las crónicas de relatores fútbol y boxeo, las series de televisión, “un saber soberano, juzgado como improductivo”, fueron el sustrato que nutrió el frondoso prontuario de lector: “Imaginar un origen no es algo pernicioso ni irreal. Puede darle sentido a un destino”.

Durante un veraneo en la costa argentina la lectura de un libro de Julio Verne, Dos años de vacaciones, le abre un universo, “una inmensa posibilidad”. Aislado de los otros, se sumerge en el impulso del viaje, en el descubrimiento y la posibilidad de evasión. Muchos consideran a Verne una lectura “de juventud” de cuyos libros podrían saltearse páginas enteras. Battilana hace constar la crítica brillante y  demoledora que le hace César Aira: “no hay muchos lectores serios que lean a Julio Verne. En general, a Verne no se lo lee sino que se lo ha leído”. De todos modos y hasta el día de hoy, Battilana vuelve cada verano a Verne. Sin querer justificarse ni rebatir las críticas, reivindica su propio fervor. Verne excede para él el tópico del autor cuya imaginación técnica se adelantó a su época, es más, su anacronismo le resulta placentero, “No me sorprende tanto lo que imaginó en pos del futuro sino lo que el futuro hizo con su imaginación”.

Battilana repasa su lenta y singular asimilación literaria, la mudanza a Buenos Aires, el primer taller al que asiste durante la dictadura, el descubrimiento de la constelación de poetas que conformarán su genealogía.  

El encuentro con el autor crucial sucede en una pieza de hospital, poco antes de una operación ligada a las dificultades respiratorias. En la sala vacía, mientras oscurece, saca del bolso un libro, la poesía reunida de César Vallejo. Lee el poema “Ágape” de Los heraldos negros, y el efecto esel equivalente a una percepción magnética, un acto de transfiguración. “En el interior del idioma castellano, había un idioma inexplorado”, dice Battilana, “una lengua extranjera trabajosamente extraída de la lengua materna”, como un excavador, un minero que “explora lo desechos lingüísticos”.

En un poema propio, perteneciente a Un western del frío (2015), recuerda ese “relámpago” a los 18 años: “feliz en mi cama / en la soledad del hospital, / al día siguiente me pondrían anestesia general, / pero yo ya había leído a Vallejo / por si acaso.”

Battilana alcanza en este breve tratado –que dialoga con su poesía y su ensayo El empleo del tiempo– una destreza narrativa que enlaza el pensamiento y la intuición, pero que es sobre todo la reivindicación de un fervor, el placer liso y llano de leer. “No existe la muerte mientras leemos: somos niños, adolescentes en estado de éxtasis. Buscamos el tiempo pleno.”

Mario Nosotti (revista Ñ 9/03/2024)

TABLERO AL MAR

La joven promesa, Agustín Alzari (Bajo La Luna, 2023)

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Comienzos de la década del 50. El arquitecto Severo Colautti, cuyo trabajo en la reconstrucción de la Italia de posguerra le ha otorgado renombre internacional, es contratado por el gobierno argentino para una misión secreta. Viajará en barco hacia el destino exótico que es también una oportunidad de renovarse, dejar atrás los golpes de la guerra y los traumas que lo acosan. Hace tiempo que trabaja en proyectos estatales de gran envergadura (escuelas, hospitales, barrios para trabajadores), y su audacia y visión en diseños de altura le han granjeado el apodo de “mago de las montañas”.

Aislado en su camarote, concentrado en el nuevo proyecto, vive su propia aventura que se mide en escalas milimétricas, en cálculos de suelos y oscilaciones térmicas, regímenes de lluvias, vientos, el “diálogo matérico” que ejecuta en el plano matemático y también de la intuición. Un océano, un cubículo, un encargo del que solo posee la información imprescindible, lo separan de los avatares del mundo exterior.  Pero dentro del navío, entre los  pasajeros de la primera clase a los que trata infructuosamente de evitar, encontrará otro núcleo del disturbio.

La idea de la novela de barco, casi de gabinete que impulsa este nuevo libro de Agustín Alzari, abreva en una tradición exótica  y a la vez en un imaginario familiar, una suerte de paisaje de cultura. Colautti viaja a un lugar idealizado, que le despierta curiosidad y lo desafía, y es ese corrimiento lo que vuelve a esta novela rara y familiar al mismo tiempo.

Aunque salga lo menos posible del camarote su fama lo precede: en un almuerzo compartido en el elegante salón comedor una mujer lo reconoce. Pronto se enteran otros e incluso al capitán, que pasará a hostigarlo para que le diseñe la casa donde sueña retirarse una vez jubilado. Colautti deberá echar mano de todos sus recursos y carácter para sortear los conflictos que le presenta esa pequeña sociabilidad.

El barco es una cápsula que le permite a Alzari abordar esta historia alrededor del proceso creativo, un oasis vinculado a la quietud y el aislamiento, a la febril, gozosa y absorbente actividad imaginativa. ¿Cómo piensa un arquitecto genial? ¿Cómo evoluciona en él una idea?  El ritual creativo, sus manías, sus ritmos, sus avances y titubeos, las raíces profundas en que se hunden los pasos del proceso. Pero también, y quizás aquí radica la tensión y el divertimento, cómo eso altera o es alterado por la vida cotidiana.

Mientras tanto aparecen ramalazos de una vida anterior (la historia familiar, la infancia, el amor trunco, las pérdidas) que demuestran que nunca estamos solos, que tanto los recuerdos como la vida diaria infiltran, compiten y transforman el trabajo intelectual. Colautti se pregunta en un momento dado qué se entenderá por aventura dentro de algunas décadas, y eso cifra de algún modo todo el relato.

Cuando el lector cree ya firmemente estar leyendo una novela de ultramar, y que Severo nunca pondrá un pie en tierra, entramos en la segunda parte del relato. Nuestro protagonista desembarca en una Buenos Aires que atisba apenas desde la ventana del hotel, como la escala previa al destino secreto al que pronto será conducido. Una vez allí, el viento, las piedras, el suelo y los cursos de agua resignifican el contrapunto entre la idea y su concreción, revelan la potencia transformadora de lo tangible. La multiplicación de inconvenientes, el manejo de los tiempos, la relación con los trabajadores, transforman a Colautti incluso físicamente, mostrando hasta qué punto una práctica y un entorno nos convierten en otros.

La escritura ligera, inteligente, fluida de Agustín Alzari –que ya había demostrado su destreza en una novela de tono muy distinto, La solución, publicada en 2014-  adopta el movimiento del barco y las ideas de Severo; con momentos jocosos y duros a la vez, su espíritu se cierne en lo que en un momento expresa uno de los personajes: “Todo lo humano era finalmente trabajoso, arduo, problemático, y allí residía su poder y su límite”.

Mario Nosotti (Revista Ñ 10/02/2024)

La nube es una flor que arrancó sus raíces

poemas de Fabián Herrero  

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Abre sus ramas, sus cabellos
de colores. La araucaria amanece
      cantando.
                 
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     Días soleados de primavera, 
el paraíso está listo
     para salir.

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      En su mundo 
de ojos abiertos, una nube pasa
      flotando.

*

      Hermosa nube
sobre mi cabeza. Hoy seré
      tu sombra.

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     La reconozco. Llego
a mi casa. Mi madre en el jardín, altísima
     la araucaria, la casa
no es la misma de antes. 
  
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     La nube es una flor
que arrancó
     sus raíces.

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    ¿También somos hermosos?
En nosotros la noche, camina envuelta
     en aroma a jazmín recién cortado.

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     En el camino que dejó la lluvia,
hundo mis zapatillas, saltan
     las ranas.

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      Dueña
de una paz
     suprema, siempre 
encuentra 
     la nube 
los modos de decirnos
      cómo somos.

*
  
     Como una rana, debajo
 del puente, el agua
       salta, es viento.

*

       Rapidísimo
 baja un pájaro y picotea
       el río. 
Así suenan palabras queridas. 

*

      En silencio el poeta lee.
En la habitación la luna crece 
      escondida.

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Fabián Herrero: Santa Fe, 1965. Profesor de Historia (UNL), Doctor en Historia (UBA), Investigador del Conicet. Profesor titular (UADER, sede Paraná). Publicó como historiador más de diez libros. También «Selección poética Santa Fe al norte» junto a Alicia Acosta y Roberto Aguirre Molina. En la década de 1980 formó pare de los talleres de Hugo Gola y también los dirigidos por Edgardo Russo y Juan Manuel Inchauspe. Ha publicado 13 libros de poesía, entre otros: Quién no le tiró una piedrita al mundo, Poemas 1988-2018 (Alción, 2020), La luna tiembla en mi cuerpo de agua (Barnacle, 2021) y Días como perros (Barnacle, 2022)

UN TEATRO DE SOMBRAS

Liliana Lukin

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sobre El Museo de la Infancia, Liliana Lukin (Espacio Hudson, 2023)

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“Pues este es mi proyecto: filmar una mano con mi otra mano: entrar en el horror. Me parece extraordinario, me da la impresión de ser un animal. Peor aún: soy un animal que no conozco.” Algo de esta cita de Agnés Varda que abre una de las secciones del nuevo libro de Liliana Lukin, algo de ese movimiento, podría leerse como un símil de lo que hace la autora: mirarse a sí misma como si fuese algo extraño, un animal, como una mano mira a la otra. Escudriñar no con los ojos, sino con la memoria de una mente portátil; trabajo de edición, de compaginación de imágenes, de palabras que surgen de un espacio sin fondo: “con la mano, es como pelar un durazno / con la mano: la piel se rompe, húmeda,  / jirones que voy sacando y amontono / unos sobre otros…”

En esa observación donde la identidad se anega  nos asomamos a algo que nos aterroriza, pero a la vez se nos devuelve algo de lo propio, una fruta exquisita, llena de surcos, “el corazón de mi desdicha”. Somos lo que se ve cuando el acercamiento es tal que permite el desenfoque, entonces lo mimético se extraña,  para que surja  otra trama, alguna trama, una trama descubriendo una historia, hilándola en nuestro presente.

Volátil, inestable, como esos sedimentos que maceran en un agua sacudida de pronto por los pies y las risas, la memoria retiene en su cedazo algo de lo que hubo, como un eco doblado, transformado: “hubo felicidades de cuerpos ajenos, hubo crimen y silencios para flotar en la transparencia”.

Alguien insiste en mirar el  olvido, “lugar para excavar”, tierra en la que la poeta ausculta sedimentos, detritus, retazos de una historia: padres, madres, “la cinta sin fin del amor / y del no amor”. Y sin embargo, “aunque mire más hondo aún, no lograré ver ni la mitad de lo vivido”. Consiente del desafío, de que “La pérdida siempre está hambrienta” (otra cita, en este caso de Pascal Quignard) la memoria de Lukin es también una danza de contrarios: no uno u otro, sino uno y otro, algo que nunca es puro.  Custodiada en pequeños cuadernos, dibujos infantiles,  fotos, palabras recordadas, es como un yacimiento de hallazgos esparcidos en la infinita negrura, la claridad infinita: “Destapo la caja de fotos como si fuera Pandora, con deseo y con miedo / miro superpuesta la vida que tuve”, “Un largo collar de pequeñas penas y dificultades”.

Hay en la obra de Lukin una voz vulnerable que es capaz de auscultar las fuerzas negativas, las pérdidas, lo efímero, los mandatos ocultos. En su poesía el daño y la belleza suelen  estar cerca, también la soledad y la aparición, ética de la flor que crece al borde del barranco (Montale), en ese filo heroico subsiste como una llamarada: “proliferar en mí misma, y en el pequeño / universo que hace lugar a mi insistencia”.

Invocar un pasado, recrearlo en lo escrito, nos permite también el ajuste de cuentas, por ejemplo con la madre, (“A cierta edad, casi todas las poetas / tienen una madre que escriben”): “… me arranco / si puedo el veneno/ de su flechas/ de su fingida inocencia”

Hace falta regodearse en la ausencia, en la desolación, sostener el fantasma con altura, dialogar mano a mano con él hasta que “ya es suficiente”.  En Lukin siempre está el impulso de regeneración, de enhebrar un discurso en que la vida sea propicia; ese es el camino en espiral que sus poemas transitan: “Algo susurra, soy mejor / que mis propios recuerdos de mí”.

Este libro, que aún en un registro diferente dialoga con otros de la autora, incluye sus dibujos escolares que actúan como espejos invertidos de una figuración. Si hay en la vasta obra de Lukin un sentido creado en la descomposición del lenguaje, cierta prosodia hirusta en este poemario se suaviza, se hace más llana sin perder su vigor.

El museo de la infancia, la infancia como teatro de sombras, como esas vocecitas que murmuran desde lejanos paisajes pintados en cartón. En el hilo capaz de resistir a la disolución esta voz nos propone encarnar  la “presencia de lo ausente”, aquello que vivimos y que supimos cierto como cuerpo, como un tono de voz.

Mario Nosotti, Revista Ñ (15/07/2023)

Destacado

Un tábano y una gota de sangre

Alejandro Crotto

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sobre Quiero, Alejandro Crotto (Audisea, 2023)

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¿Cómo comienza una historia? El pasado y el futuro se pliegan, algo viejo y nuevísimo acontecen. “Algo se abrió, primero. / Entonces acá estoy, mi cara muda, / como el que va empapándose / de una lluvia invisible.” Todo comienza con un mínimo gesto, algo más que un esfuerzo producto de la voluntad, un verbo y un deseo brotando desde adentro: Quiero. Entonces el mundo visible e invisible se despliegan, la realidad se agrega a medida que avanzamos, como capas que suman dimensiones, como páginas de un libro, miramos ese río, esas hormigas, los álamos, las piedras, las estrellas, y somos algo más entre las cosas, “el corazón que nace si me quito”.

En los poemas de Alejandro Crotto los hechos son situados, todo pasa a la vez frente al que habla y frente al lector, en el mismo momento y con igual nitidez: “Vi un tábano. Fue así: / había mucho sol y yo estaba en la orilla”. Versos que se revelan como puro presente, como una flor se abre en la elocuencia de palabras desnudas, sin ropajes. “Una gota de sangre cae en un vaso de agua / y mientras va de a poco abriéndose / caen una, dos, tres gotas más.” Las cosas son mientras duran, mientras suenan, mientras se hace la pregunta que produce el asombro. Mediante escenas simples, inmediatas, que tienen sin embrago la profundidad de una constante apertura, el sujeto poético se habla a sí mismo como si fuese su propia criatura, como el propio Creador que lo agitara: “recorrélo caminando”, “llenáte de sol”. Poemas como haikus, torrecitas de piedras apiladas en un raro equilibrio; al llegar al cima algo cruje y esplende, se acelera y eleva como una ofrenda al cielo.

El trabajo de Crotto con ciertas formas fijas, el juego con la métrica, con las rimas y el ritmo, son parte de una experimentación ligada a lo intuitivo donde la normativa se desestabiliza. El poema se abre paso como el agua de un arroyo que rebota en las piedras, es esa musicalidad y ese repiqueteo el que crea el sentido, que mezcla sensación e imagen en una conmoción apenas contenida. Consciente de ser solo un medio, como una caña que permite escuchar el esplendor del viento, esa mirada humilde y conmovida se labra en la sintaxis despojada, la variación de pocos elementos.

Plegarias, ceremonias tan íntimas como elementales, rituales seculares: “armamos una pila con ramitas y hojas / y pusimos al sapo muerto encima // Mientras crecía el fuego / cantamos para él una canción”. Los juegos fónicos y las repeticiones, la atención a lo dado, obran la sensación de cosas afirmándose en su ser. Todo esto se traduce en la renuncia al control, a una voluntad de intelección que busque traducir y acaparar lo que acontece: “Quiero escuchar sin entender mil veces”.

Muchos de los poemas de este quinto libro de Crotto (los anteriores son, Abejas, 2009, Chesterton, 2013, Once personas, 2015, Francisco –un monólogo dramático-, 2017) se abren a zonas nuevas o poco exploradas en su poética anterior: gérmenes narrativos donde la libertad imaginativa echa mano a la fábula, lo fantástico, (por ejemplo en “Cuatro visiones frías”), a un enrarecimiento que lo aparta de lo referencial. A su vez, varios poemas se presentan como micro relatos que reavivan ciertos tópicos de la tradición mística: el ser hablado, el quemarse en el amor al Creador, el saber que Él me habita “como un tesoro que crece si lo gasto”. Como un animal que avanza agazapado en la maleza, hay un llamado ciego que crece con su entorno, que no puede narrarse de otra forma, como hace imaginar el título de otro de los poemas: “UN JAGUAR EN LAS RIMAS DE VARIACIÓN VOCÁLICA”.

En la poesía de Crotto siempre se pone en juego la dialéctica entre lo que muere y la regeneración, el poder ser lavado, redimido a través del contacto con los seres y las cosas que son una expresión, un atributo de algo que los trasciende: “Ahora el agua me lava todo el cansancio.  // A todo mi cansancio se lo lleva la corriente”.

Mario Nosotti, revista Ñ (1/07/2023)

Una imaginación documental

Sergio Delgado

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sobre EL PARAÍSO (La sobrina, El paraíso, La estela), Sergio Delgado (EDUNER, 2023)

Como aquéllos retablos medievales compuestos por paneles que aun separados mantienen para el espectador una unidad, este nuevo libro de Sergio Delgado urde a lo largo de casi quinientas páginas tres historias que tienen en común la reconstrucción de un pasado más o menos remoto. La memoria es una urdimbre que a través de recuerdos personales, historias escuchadas, fotografías, objetos y lecturas enlaza la imaginación. Como si la materia narrativa fuese una de esas plantas que trepan las paredes asentándose en pequeñas tomas que un paciente jardinero les procura. La trama que se eleva y ramifica compone a la distancia un tapiz singular, único entre la infinidad de variantes posibles, que oculta o apenas deja ver aquél espacio en blanco que pervive al menos como anhelo, como fuera de campo en donde se vislumbra otro real. Trabajando elementos biográficos o afines a la crónica, la historiografía e incluso la especulación filosófica, Delgado narra morosamente tres historias que confunden lo personal y lo público, lo histórico y lo imaginativo, gesto con el que nos lleva a preguntarnos si no son, después de todo, componentes de una misma materia.

La vida de los distintos narradores está atada a la historia de sus zonas geográficas y sentimentales (Santa Fe, la Bretaña francesa, la inmigración europea, la vida y la cultura en los pueblos de provincia, la historia del progreso y la devastación); Sergio propone algo así como una imaginación documental, capaz de deleitarse en extensos meandros narrados con lucidez y precisión, no aptos para ansiosos ni para los que buscan la mera peripecia (que las hay, sí, y en abundancia), sino para quienes son capaces de esperar esa brisa que exhala la memoria, poesía de un recuerdo que la letra es capaz de reavivar.

Las historias se encuentran en papeles guardados, anotaciones sueltas y cuadernos, y pueden responder a distintos impulsos,  “cumplir con un deber familiar”, así como “tratar de darle forma a mi propio desconcierto”.

En el primer relato (La sobrina) se reconstruye la historia de un anodino crítico teatral que se dispone a cubrir una representación de Tío Vania en un encuentro provincial de teatro, y de una señorial casona objeto de transformaciones que reflejan también las de una ciudad.

El Paraíso anuda la trayectoria vital del narrador a la historia de su padre ordenada en “motivos”, como los de una obra musical: el trabajo, la enfermedad y el ocio. A su vez un paraíso centenario es el eje alrededor del cual se organizan relaciones personales y sucesos olvidados.  

En La estela se traman los recuerdos del paso por un colegio jesuita y una profesora que supo despertar la vocación del futuro escritor, con la leyenda del indio Mariano. A su vez la floración de los cerezos a un lado y otro del océano, (en septiembre en el Barrio Guadalupe, en Santa Fe, en marzo en el Parque de Siam, en Bretaña) que enmarcan el conmovedor aprendizaje escolar de un niño argentino en Francia, en un juego de espejos y de desemejanzas, ese ir y venir que el relato comprime en un puro presente: “anacrónico y sorprendente, como el florecimiento de los cerezos, vuelve el pasado”.

Con conciencia del tiempo en que vivimos, donde “todo se escribe, nada se lee; todo se conserva, nada se recuerda”, atravesado por las ya no tan “nuevas tecnologías” (fotos satelitales, webcam, internet ) que determinan nuestra percepción, el flujo narrativo pivotea en un constante diálogo entre el “aquí” y “allá”, del presente al pasado y viceversa, pero también de un hemisferio a otro: la tarde en Santa Fe y la noche en Bretaña, la mañana “allá, en Rincón y Colastiné” y “acá casi las doce”.  

Hacia el final, una AntiAutobiografía que concibe el relato de la propia vida como aquello que crece con nosotros y vamos a la vez reformulando, la búsqueda de eso que el tío crítico de La sobrina vislumbra en la obra de Chéjov: “Algo impreciso, que escapaba a una época y a una geografía determinada, que cada versión en todo caso rehacía, en variaciones incesantes”.

Mario Nosotti Revista Ñ 29/04/2023

VERSOS INCLEMENTES Y PARAÍSOS DE ARENA

sobre LAS COSAS QUE DIGO SON CIERTAS. Poesía Completa 1949-2000, Blanca Varela (Gog & Magog / Caleta Olivia)

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“Una desesperación auténtica no se consigue de la noche a la mañana. Hay quienes necesitan toda una vida para obtenerla”, dice Blanca Varela en El orden de las cosas, uno de los poemas de su segundo libro. Voraz, agazapada, visceral, a veces melancólica y  oscura, la inclemencia de sus versos extraen de la cantera del lenguaje la sensorialidad de lo real, “la carne convertida en paisaje” de una voz que se abre en vertientes subterráneas, paraísos de arena.

Integrante de la llamada “Generación del 50″ junto con poetas como Javier Sologuren, Jorge E. Eielson y Sebastián Salazar Bondy, Blanca Varela es una de las voces más significativas de la poesía peruana del siglo XX, con puntos de contacto con cierta tradición surrealista como la de César Moro y Emilio Adolfo Westphalen.

Nacida en Lima en 1926, estudió en la Universidad de San Marcos, en donde conoció a quien sería su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo. Bajo la guía de Octavio Paz -que la pone en contacto con el circuito artístico y literario del momento- llega a París en 1949 donde traba amistad con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. En su larga residencia en la capital francesa conocerá al poeta Henri Michaux, y a los artistas Giacometti, Léger, Tamayo y Carlos Martínez Rivas, entre otros. Luego de un viaje a Florencia y algunos años de estadía en Washington – donde vive de hacer traducciones y eventuales trabajos periodísticos- regresa a Lima en 1962.

Su primer libro, «Ese puerto existe», que suma a resonancias vallejianas a una matriz enteramente personal aparece en 1959 con un prólogo de Octavio Paz. Poesía del contraste y el vértigo, de la luz y la sombra, los poemas de Varela guardan algo escondido que un momento dado se expulsa como un resorte oscuro; un amargor solar donde lo exuberante y lo carnal se expresan con extraña exactitud. Desde el comienzo hay una voz potente, casi sin rostro, planeando por las calles de Lima, la infancia en Puerto Supe, por los acantilados y las tiendas, una voz que no es del corazón sino de la garganta. La poesía de Blanca Varela nos convoca, de lo inhóspito hace una especie de refugio, de lugar donde la soledad vive y se enciende. Nubes, insectos, piedras, asomos a la profunda noche o al desbarrancadero de la claridad. Si hay algo así como la precisión imaginativa, si esto no es un oxímoron, si en el encuentro de sustancias ajenas hay una imantación que trasciende cualquier arbitrariedad, eso consigue la poesía profunda y recortada, desesperada y breve de Varela. Todo se crea en un abrir y cerrar de ojos que deja en el lector un rastro contundente, como una frase escrita en la arena mojada, que puede ser borrada al instante siguiente porque esta poesía huye ante el menor atisbo de eternidad.  

Las cosas que digo son ciertas reúne por primera vez en nuestro país sus libros de poesía, escritos  entre 1949 y el 2000 entre los que se encuentran Luz de día, Canto villano, Del orden de las cosas y Concierto animal. Traducida a varias lenguas, ganadora  de los premios García Lorca y Reina Sofía entre otros, Blanca Varela no acostumbraba a dar entrevistas y sus apariciones en público fueron más bien escasas y discretas. “Para mí la poesía es respiración y silencio. Esto último es muy importante porque en ese silencio debe haber cosas que tienen que quedar en el alma del lector”, dice en una entrevista. En 1996 su hijo fallece en un accidente aéreo cerca de Arequipa. Blanca Varela muere en Lima en 2009 a la edad de 82 años.

“El dolor es una maravillosa cerradura”, “convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo” dice el poema Ejercicios materiales; ese tono de afirmación sin altisonancias, de manifiesto sin réplicas ni exigencias que María Negroni advierte en uno de sus versos, da cuenta de la profunda búsqueda, la oscuridad vital que impulsa esta poesía: “Puedes contarme cualquier cosa / creer no es importante/ lo que importa es que el aire mueva tus labios”.

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Mario Nosotti. Revista Ñ (22/04/2023)

LOS ESPÍRITUS HABLARON POR MI BOCA

Poemas de CARLOS J. ALDAZÁBAL

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Tierra (Honath)

Aquí vivía el anta, y vivía la avispa,

vivía el árbol grande y el arbusto pequeño,

vivían los quirquinchos, el jaguar y los pájaros.

Y vivía la gente.

Aquí corrió la miel, corrió el agua y la sangre,

aquí brotaba el pasto, el chaguar y otros verdes,

aquí cantó el silencio, el crespín, la torcaza.

Y cantaba la gente.

Vivían y cantaban. Andaban y reían.

Era poca la pena y eran buenos los días.

Soñaban y nacían, comían, caminaban,

juntaban muchos frutos, pescaban muchos peces,

sabían que las vueltas que tienen los caminos

son huellas del futuro que marcan lo que ha sido,

lo que es, como siempre, lo que nace y que muere,

las formas de la tierra, las formas de la gente.

Esta tierra era hermosa.

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Monte (Tayhi)

En el horizonte divisé un resplandor.

Pudo ser el amanecer o la tarde, pero no era nada de eso.

Se trataba del límite del monte,

y en esa playa que daba al río

el límite era una chispa que salpicaba la oscuridad.

Porque en la noche el espíritu del monte dice

“Visionario sereno, te entrego estas imágenes”,

y su decir es una explicación de algún misterio,

y ese misterio es parte de su espíritu,

cerrazón donde los monos se aparean,

donde el puma caza, y la lampalagua hace la digestión.

En el monte las luciérnagas se sonrojan y se ocultan,

discretas ante la levedad de la corzuela.

Y en el monte las lechuzas desenrollan

la sabiduría de la oscuridad,

de lo que no se comprende pero se presiente.

“Visionario sereno, te entrego estas imágenes”.

Y un pavor llenó mi alma. Y los espíritus hablaron por mi boca.

Y temblé y tuve odio, y tuve hambre y pena,

y me arrastraba moribundo por mi propia premonición.

Yo era el monte, y entraba en mi agonía,

desahuciado, hundido, terriblemente solo,

abandonado en la soledad de lo que muere.

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Espíritu peligroso (Tokhan)

¿Cuántas veces peleamos?

¿Cuántas veces, vencido, vi derrumbarse el techo

mientras las manchas se diluían en mis ojos

y la ceguera paralizaba mi entendimiento

y los árboles morían en un chasquido inexplicable?

¿Y cuántas veces logré expulsarte, espíritu peligroso,

serpiente de mil nombres, acechante veneno para el talón desprevenido?

Yo agradezco la batalla, y escupo para ver en los ojos del mensajero,

el mismo que dijo con voz de gorrión:

“Viene el día, y con él el momento de la prueba”,

o “Viene el anochecer, y en su regazo el insomnio de la duda”.

Una vez fue un colibrí lo que aleteó en mis ojos,

mensajero de fragilidad inaudita, de fortaleza meteórica,

y con cada aleteo el peligro aminoraba

y se fortalecía la victoria del astuto.

“¿Por qué duelen las pruebas?”, pregunté al mensajero,

antes de que vos, espíritu peligroso, volvieras traicionero a emboscarme.

Porque tus golpes tienen dureza de algarrobo

y engañan el corazón como la aloja.

Porque tus golpes son remolinos,

viento despeinando la certeza de la bondad del hombre.

Porque tus golpes arrinconan, como la hormiga que destroza al pichón caído,

como el agua desbordada que carcome la madera, pudriéndola de a poco.

Pero aquí estoy, espíritu peligroso, intacto y desafiante,

sobreviviendo a todos tus embates en el aletear de un gorrión, de un colibrí.

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Pasionaria (Samokitaj)

Nubecita que llovés en mis ojos,

ventisca que escupís el arenal para que vea,

así te encuentro, mensajera del furor

y me desarmo en gorjeos,

como si un pajarito te cantara.

Después viene el enojo,

el hombro levantado de la ternura

que me hace desbaratar la previsión,                          

y luego del enojo, pastizal comido por el fuego,

la delgada inocencia de una boca que dice:

“Cantorcito desalmado que me hacés de tu séquito,

yo te enciendo en la ventisca arenosa

para que me veás y logrés encontrarte,

esforzado rastreador, vos que no sabés de tu presa

más que el sonido de las ranas, el sonido de la tormenta,

esa que viene, agua de río, para hacerte escarmentar”.

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El dueño del pescado (Woch´otey)

El pescado vino a decirme:

“No tendrás los ojos abiertos

hasta que mi dueño hable en mí”,

y comprendí el designio del espíritu que habla en el pescado,

y fui llamado por mi nombre a orillas de ese río.

Antes de ser yo era una burbuja que salía de las branquias,

aceite sobre el barro de la profundidad,

cadáver de animal que lleva la corriente.

Antes de ser yo, era la turbiedad del río.

Así encontré mi nombre:

sagacidad pulida en lo profundo,

extendida en la red, puesta en la lanza,

arrojada en el destello a la promesa.

Y fui yo en el banquete del nombre devorado,

y el dueño del pescado habló por mi cadáver

alimentando la tierra con el resplandor de mis escamas.

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Paraje (El Suri Porfiado 2022) de Carlos J. Aldazábal tiene una dimensión celebratoria que de apoco desagua en la tristeza de un mundo que parece irremediablemente perdido. Poesía antropológica dice la contratapa, pero creo que se trata simplemente de poesía, una que nos religa a la energía deslumbrante y terrorífica de la naturaleza y las cosmovisiones que la sustentan, arrasadas ambas día a día sin el menor escrúpulo. Es el tipo de poesía que nos ayuda a ver, a volver a escuchar en un mismo sonido lo que hubo, y lo que todavía resiste.

Como en Nadie enduela su voz como plegaria (2003), referido al genocidio padecido por los selknam de Tierra del Fuego, los poemas de este libro se nutren del profundo, maravilloso universo del pueblo Wichí, los parajes del Chaco salteño, el saqueo de su hábitat, las violencia que sufren las mujeres. El libro obtuvo el primer premio del FNA 2021.

Mario Nosotti

REGLAS PARA LA ALQUIMIA DEL VERBO

sobre El método del discurso, Fabián O. Iriarte (Tren Instantáneo, 2022)

El método del discurso, de Fabián Iriarte, podría tener como subtítulo “el libro de  las asociaciones”, o bien “de las metamorfosis”,  aquellas que el lenguaje opera en las palabras y las cosas. Nada es en este libro caprichoso ni aleatorio, como no lo es tampoco en la imaginación, que responde a lógicas sutiles, muchas veces cercanas a algo más parecido al magnetismo o la intuición. Descartes escribió su famosas Reglas en las que aconsejaba reducir gradualmente las proposiciones complicadas y oscuras a otras más simples para después, partiendo de la intuición de estas últimas, “elevarnos por los mismos grados al conocimiento de todas las demás”.  (Regla V, R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu)

De algún modo Fabián Iriarte invierte la proposición cartesiana. Es el lenguaje el que dejado en libertad busca lo que le co-responde. Solo hace falta mano y oído, hace falta saltar la represión del sentido común para que él mismo (el sentido común) nos muestre su belleza, su disidencia, hasta llegar a ser esa “cosa con plumas” con la que Emily Dickinson, recluida en su habitación de Amherst, creyó identificar a la esperanza.

El método del discurso  se compone de cincuenta discursos que rompen con las divisiones genéricas; son poemas en prosa, microensayos, fábulas dadaístas, relatos breves, digresiones borgeanas, saberes al servicio de la sorpresa (y la gracia).

“Mucha gente se preocupó por encontrar soluciones a la pérdida y el desconcierto. Se idearon regulaciones, normas e instrucciones para que el espíritu sepa qué hacer”. Esas “Reglas para la dirección del espíritu” que Descartes buscó con ahínco, tienen en el libro de Iriarte una singular apropiación. El espíritu se mueve, y se mueve según correspondencias, según las resonancias que crea su complejo instrumento asociativo. No se trata ya del discurso como serie perceptiva  para erigir un método de conocimiento, sino uno que sea capaz de generar sus propias reglas, reglas que difícilmente puedan fijarse, ya que justamente lo que hace la poesía es recrearlas a cada paso, usarlas como escalón o plataforma para saltar más lejos, para ir más allá.

Mezclando erudición, autobiografía, registros varios, pero sobre todo hilvanando magistralmente las perlas del collar significante, mostrando que las palabras, los objetos e ideas pueden desdoblarse y volverse a plegar cual origamis, creando especies nuevas, criaturas nunca vistas – aunque geométricamente irrecusables, completamente lógicas- esta colección de breves parlamentos asume naturalmente la idea de lectura como acto de la inteligencia, de reivindicación imaginativa, de ampliación del campo de batalla.  

Mario Nosotti

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El método del discurso / 6 poemas de Fabián O. Iriarte

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DISCURSO SOBRE LAS TRANSFORMACIONES DEL AGUA

El agua sale de un pequeño agujero en la punta del pene. Por la misma abertura sale el semen, que alguien llamó “la semilla de la vida”. Las semillas necesitan agua para germinar. El agua cae encima de anchos campos, en forma de lluvia. Dicen algunos mitólogos que la lluvia es la orina de Dios. Dios hace pis. Dios llueve; llovizna, chubasco, garúa, precipitación.

La orina también es “lluvia dorada”. El pis convertido en oro. Algunos desean beber la lluvia de oro. Oro y orina son dos palabras. Hay una semejanza entre ambas. El dios Zeus entró a Dánae convertido en lluvia de oro. Finas gotas doradas que dibujan una cortina en el paisaje. Como las rayas de oro que iluminan las pinturas renacentistas. Filigrana diminuta. Algunos se equivocan y dicen “orín”. El orín es el oro de la oxidación. Es la representación del pasado.

Nuestros cuerpos nunca están en el pasado. Somos 80% de agua y el agua fluye constantemente de nosotros: sudor, lágrimas y orina. El agua fluye y huye. El llanto es la orina de los ojos. Lloramos y hacemos pis. Transpiramos bajo el oro del sol. El cuerpo expulsa agua y recibe agua sin cesar: bebemos agua, hacemos agua. En inglés, “hacer agua” significa orinar. Los barcos también hacen agua cuando se hunden. Se hunden y se funden con el agua. A veces los barcos orinan negro; otras veces, dorado. El petróleo es el oro negro que se derrama sobre un amplísimo cuerpo de agua: el mar. El mar es la orina del planeta terrestre.

Nunca nos bañamos en el mismo mar. En el mismo río. Heráclito mismo bebía agua y orinaba. Yo lloro cuando me siento triste. Un 80% de mi cuerpo se derrama. Todo cambia, todo se transforma. El agua es agua, río, mar, océano. Es orina y transpiración, lágrimas y perlas. El discurso, también, fluye como el agua.

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DISCURSO SOBRE ISABELLE HUPERT

Esta actriz francesa hace una mueca asaz ambigua, que he detectado en varias películas. Me encanta su actuación, me encantan los personajes que interpreta. Comparto esta fascinación con un amigo.

En cuanto a mí, el número dos parece ejercer una atracción inexplicable. Por ejemplo: distingo dos clases de instintos. Uno está en nosotros en cuanto hombres y es puramente intelectual. El otro está en nosotros en cuanto animales. El alma siempre piensa, piensa siempre.

La razón por la cual creo que el alma piensa siempre es la misma que me hace creer que la luz luce siempre. Aunque no haya ojos que la miren. Cuando voy al cinematógrafo, las luces se apagan. Aparece la actriz francesa. La luz luce siempre. ¿Ves?

Busco los signos que usamos para demostrar nuestras pasiones. Todas las noches tenemos mil pensamientos.

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DISCURSO SOBRE LA EBRIEDAD

Según la teoría lingüística (y didáctica) de Descartes, “Cuando se aprende un idioma se agregan las letras o la pronunciación de ciertas palabras, que son cosas materiales, a sus significaciones, que son pensamientos”. De esta manera, concluye el pensador, “cuando uno oye después de nuevo las mismas palabras, concibe las mismas cosas; y cuando uno concibe las mismas cosas, vuelve a recordar las mismas palabras”.

Toma una cosa por doble, como a menudo sucede a los ebrios. Gran ejemplo del esprit de géométrie, opuesto al esprit de finesse, en perfecta simetría.

Las palabras se conciben. Las mujeres y los hombres conciben niños. La virgen concibió, dicen en Irlanda, un niño divino y lo parió a través de su oreja izquierda. Otra señora fue llovida con esperma de oro, finos hilos que cayeron como gotas en su vientre. “No, no estoy ebria, Brett Butler”, “No, no estoy ebria, Brett Butler”, decía una bombera borracha que veía doble y negaba doble. Mantengamos un poco de gracia bajo el fuego.

Por ejemplo: “el agua fluye y huye”, “huye y fluye el agua”, “la orientación es siempre importante”, “importante siempre es la orientación”, “cambia el principio de los textos sagrados”, “de los textos sagrados el principio cambia”, “el alma siempre piensa”, “piensa siempre el alma”. Y así sucesivamente, hasta que la resaca del lenguaje se calme.

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DISCURSO SOBRE LA PALOMA VOLADORA

Decimos que “volamos con la imaginación”. La poeta Emily Dickinson, que vivía solitaria y recluida en una habitación del primer piso de la mansión familiar, en Amherst, Massachusetts, y que se cosía sus propios vestidos de sarga blanca, creyó que la esperanza era una “cosa con plumas”. Un pensador francés del siglo XVII escribió una serie de “reglas para la dirección del espíritu”, ya que para esa época el espíritu había perdido su camino y no sabía adónde ir.

Mucha gente está preocupada, casi desde la prehistoria. Mucha gente “se preocupó”, como decimos en otro sentido, por encontrar soluciones a la pérdida y el desconcierto. Se idearon regulaciones, normas e instrucciones (no son sinónimos) para que el espíritu sepa qué hacer.

De las actas urológicas, sabemos de Friedrich von Knauss, relojero y mecánico de Francisco I, emperador de Prusia, que impresionó a los cortesanos y al monarca, en 1760, con un autómata escritor. El espíritu se había liberado de la esclavitud de la mano. O del pato de Vaucanson, uno de los más ingeniosos inventos de la Antigüedad; pero no es necesario que nos detengamos en eso.

Arquitas de Tarento construyó una paloma de madera que se sostenía por medio de contrapesos, se movía mediante la presión del aire y rotaba por sí sola gracias a un surtidor de agua o vapor.

Urracas de madera, catapultas automáticas, órganos que emiten los sonidos del agua, clepsidras con impulsos del tiempo, la “máquina del fuego”, aspas de molino en ebullición, príapos que arrojan chorros de perfume, monos que piden limosna, gatos cazarratas, las máquinas yantras del príncipe hindú, compuertas musicales, el Gallo de Estrasburgo, el papamoscas de la catedral de Burgos, el león mecánico de Da Vinci, el hombre de hierro de Alberto Magno, la rueda perpetua de Villard d’Honnecourt, la cabeza parlante de Roger Bacon (la lista es infinita), personas que no pueden dejar de hablar. Entonces, ¿adónde va el espíritu?

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DISCURSO SOBRE LAS LAGUNAS EN EL MANUSCRITO

A menudo se hallan agujeros en la mente. Quizás había una piedra que se extrajo, como lo prueban las antiguas pinturas flamencas. Otras veces son agujeros de memoria, que la felicidad—si es súbita, incompleta, levemente lila—puede restañar. Otras veces, por fin, hay lacunae en los manuscritos. En las profundidades de la laguna, el agua está mezclada con el lodo y los desechos deshechos de miles de flores, pasto, barro, animales muertos o heridos.

Hablando de la ficción y la verdad, del poder y la nada, Descartes se sintió impelido a guardar el secreto, poniendo el mensaje en código. El receptor debe proceder a descodificarlo a fin de entender lo ininteligible o lo abstruso. Por instancia, en su correspondencia de marzo de 1638: “No me parece que sea una [efe i ce ce i o con tilde ene], sino una [ve e ere de a de] que nadie debe [ene e ge a ere] que no hay [ene a de a] que esté más enteramente en nuestro [pe o de e ere] que nuestros pensamientos”. El miedo genera grandes impulsos. Queremos que nos comprendan, pero no en demasía.

En la persuasión, no queda una razón que no pueda impulsarnos de nuevo a la duda. A veces es imposible discernir mensajes verdaderos de los que sólo tienen de tales la figura.

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DISCURSO SOBRE EL MÉTODO DE LA LOCURA

Se depositan semillas de verdad en los seres humanos, piensan unos. Otros dicen que son innatas a nuestros espíritus: mentibus nostris ingenitae.

Hablando con el príncipe de Dinamarca, que hacía juegos de palabras con aviesas intenciones, el patriarca Polonius pensó para sí (imaginen que se aparta de su interlocutor, va a un costado del escenario, se acaricia la barbilla y dice en voz con unos tonos más bajos, como es de costumbre en el artificio del aparte): “Though this be madness, yet there is method in’t”. La locura tiene método. Sí, señor. Por ejemplo: video meliora proboque, veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor. He ahí un camino para llegar al desastre. Todos necesitamos la fórmula que nos lleve al desastre.

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Fabián O Iriarte. Laprida, Buenos Aires, 1963. Reside en Mar del Plata. Doctor en Humanidades (University of Texas at Dallas, 1999), enseña literatura comparada en la Universidad Nacional de Mar del Plata. Algunos de sus libros de poesía son Devoción poe azar (Bajo la luna, 2010), Las confesiones (Huesos de Jibia, 2012), Litmus test (UNJ, 2013), El punto suspensivo (Letra Sudaca, 2014), Sópola temprer (Baltasara, 2017), Al comienzo era solo un murmullo (EUDEM/UNL, 2017), Pocas probabilidades de lluvia (El jardín de las delicias, 2021). Los poemas aquí publicados pertenecen a El método del discurso (Tren instantáneo, 2022).

Formas de leer a Proust

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sobre Formas de leer a Proust. Una introducción a En busca del tiempo perdido, Walter Romero (Cuadernos Malba)

“Me has dicho a menudo que la extensión de las frases de Proust te extenúan. Pero espera a que regrese y te leeré esas interminables frases en voz alta: ¡cómo, inmediatamente, todo se organiza!”, escribe André Gide en un pasaje de sus Cartas a Ángela.

En efecto, como la catedral gótica con la que habitualmente se compara su obra, con sus arcos y arbotantes, sus ábsides y naves que contienen imágenes y figuras, la frase arborescente de Proust -de cuya construcción dan cuenta los verdaderos “collages” de sus originales, donde el autor pegaba papelitos para extender y ramificar su escritura- construye poco a poco esa proeza literaria cuya monumentalidad es, paradójicamente, imposible fijar.  El juego laberíntico de la Recherche, sus cambios de perspectiva, detalles y coloraturas, hacen de este libro de libros algo en constante transcurrir, algo que se actualiza con cada lectura.

Rachazado por varios editores  -entre ellos el mismo Gide, que trabajaba en la Nouvelle Revue Francaise  y que más tarde confesará en una carta que ese rechazo  “será para siempre el más grave error de la NRF”- el primer tomo de la saga, Por el camino de Swann,  es finalmente publicado en 1913 en la pequeña editorial Grasset  “a cuenta del autor”.  

Como dice Walter Romero – que entre 2016 y 2018 dictó en el Malba las clases que este libro compila- “Proust sea acaso una de las más grandes experiencias que uno puede tener como lector”. Y esto no solo por plasmar cabalmente esa idea de la literatura como un “arte del tiempo”, sino por sus derivas, el novedoso y complejo tratamiento de la materia biográfica y la relación sutil y a la vez directa, emocional, que establece con el lector.  Es la complejidad y envergadura de una obra como esta la que hacía deseable la guía de una especie de Virgilio que –como Romero- nos lleve de la mano a recorrer  su espiral de memoria.

La obra de Proust aparece en un momento de cambios y convulsiones, antes de la primera guerra mundial, en el Paris de las vanguardias artísticas, y describe la vida de la clase ociosa de la aristocracia noble y los rentistas. A diferencia de la literatura realista (Balzac), su forma de componer los escenarios y las situaciones, la mirada singular sobre la aristocracia y los “nuevos ricos”, reconfigura  todo lo que vendrá después. Como señala Romero, más allá del trasfondo filosófico sobre la memoria y el paso del tiempo,  la Recherche es  una obra eminentemente cómica, una crítica despiadada a esa mundanidad que se extiende de los años 1890 a 1910.

Tomando como base los trabajos de los diversos biógrafos, críticos y ensayistas que abrevaron en la obra de Proust, (Harold Bloom, Merlau-Ponty,  Genette, Adorno, Blanchot,  Rancière), este libro erudito y a la vez ameno, se hace eco de esa  especie de “proustificación” que a partir de la biografía escrita por Painter en 1970 consiste en leer en forma cruzada la vida y la obra del autor. Barthes es uno de los que celebra esa especie de  “marcelismo” que encuentra en la biografía una especie de doble de la novela. Romero se pregunta entonces quién es el que enuncia en verdad en la Recherche, y arriesga entre otras cosas que más que tratarse del relato de una vida se trata del relato de un “deseo de escribir”. La forma de trasponer  personas reales a la ficción constituye en el caso de  Proust  “uno de los procesos más deslumbrante de vampirización que la literatura haya producido”.

Walter Romero

Al largo de sus diferentes capítulos,  Formas de leer a Proust  exhuma uno por uno los siete tomos de En busca del tiempo perdido, abordando tramas, coyuntura social e histórica, personajes, nombres  y procedimientos; dando cuenta además de cuestiones como la influencia de Gérard de Nerval y Saint-Simon o los dos acontecimientos  que atraviesan todo el ciclo proustiano: el affaire Dreyfus y la Primera Guerra mundial.

Si la lectura era para Proust “tiempo encerrado”, que podía volverse en ocasiones más real que la realidad misma, estas clases son capaces de encender el deseo de internarse en la experiencia de una obra inagotable.

Mario Nosotti (Revista Ñ 3/09/2022)