Lucas Soares

lucas soares foto

 

falta poco
para que nazca mi hija

tengo los ojos insomnes
del conductor que mira
el camino de todos los días

no entiendo danés
las personas que tengo delante
sólo mueven los labios

para los vecinos de arriba soy
la santiagueña embarazada

 

 

cuando Thor vuelve a su casa
se duerme mirando el maniquí
que Kenia dejó parado frente a la cama
con una peluca Marilyn
y una corona
de flores enroscada

 

 

a Lerma  le gustaba repetir:
el que pone los signos
guía

 

 

la luz solar es una extravagancia
por la que los daneses
se arrancan los ojos

por mi ventana sólo veo pasar
pinos inclinados
y fragmentos
de días lluviosos

 

 

mientras hace la cama
en la que anoche se acostó
con Kenia por última vez
la memoria de Thor caracolea
por la cabeza pelada
del maniquí en declive

 

 

a Lerma le gustaba repetir:
el que pone el bolero
domina

 

 

 

fragmentos de La sorda y el pudor (Mansalva, 2016)

Ferreira Gullar

Ferreira Gullar FOTO

 

Ah, ser sólo presente

A pesar de que algunos de mis poemas hablen del pasado, vivir en el pasado o tenerlo presente cada día no me agrada. En verdad, todos somos lo que vivimos y, en cierto modo, el pasado constituye también nuestro presente, lo recordemos o no. Pero, precisamente porque somos lo que vivimos, traemos con nosotros recuerdos muchas veces dolorosos, que de repente emergen en el presente. Creo que a nadie le gusta eso, a excepción de los masoquistas.
Hablando con franqueza, confieso que sufrir no es mi vocación, aunque no siempre consiga escapar del sufrimiento. Si puedo, escapo. Creo incluso que la vocación del ser humano (¿de todo ser vivo?) es la felicidad.
Eso es lo que todos buscamos, en la comida que saboreamos, en lo que bebemos, en los momentos de amor, en el cariño, en la amistad y en la alegría de hacer al otro feliz. Sufrir, no. Sólo cuando es inevitable, y el recuerdo del pasado es casi siempre sufrimiento: o porque volvemos a sentir el dolor de otrora, o porque rememoramos la felicidad que hubo y se fue para siempre.
Por eso fue que, cierta mañana, al entrar en la sala, viniendo del dormitorio, me encontré con el sol matinal que la invadía y me sentí feliz como nunca. Ningún pasado, ningún recuerdo. Yo estaba ahí, entonces, un animal transparente sumergido en la luz matinal. Y escribí estos versos:

Ah, ser sólo presente,
esta mañana, esta sala.

Es una aspiración ciertamente imposible de realizar, pero la poesía es, entre otras cosas, vivir, con ayuda de la palabra, lo imposible, ya que aspirar apenas a lo posible no tiene gracia. Pues bien, hubo gente que leyó esos versos y no sólo los apreció sino que estuvieron de acuerdo con aquella aspiración irrealizable. Esa de que el pasado terminó.
Heme aquí caminando por la avenida Atlántica cuando viene a mi encuentro un señor de anteojos, barba y cabellos casi enteramente blancos.
-Gullar, mi querido, ¡cuántos años sin vernos! ¿Se acuerda de aquel día, en la redacción de Manchete, cuando  Adolfo Bloch casi le pega?
-Pegarme,eh? -dije por decir, ya que no sabía quién era ese sujeto que me había abordado de repente.Y él continuó:
-Usted había aparecido en televisión, sin afeitar y sin corbata, hablando en nombre de la revista, lo que puso a Adolfo furioso.
Y agregó:
-Pero creo que no me está reconociendo…Soy Hélio, el fotógrafo.
Sólo entonces me acordé de él. Habíamos sido amigos y no fui capaz de reconocerlo.
-Usted agarró un cenicero, iba a golpearlo a Adolfo en la cara y fui yo quien lo arrastró afuera de la redacción, ¿se acuerda?
La verdad, nunca tuve muy buena memoria. Cuando volví del exilio, una actriz famosa y linda, compañera en la lucha contra la dictadura, bajó del auto en medio de la calle, en Ipanema, para venir a abrazarme. Dos meses después estoy lanzando un libro y ella se para frente a mí para que se lo autografíe, y el nombre se me va de la mente. Entro en pánico. No podía preguntarle el nombre después de ese abrazo efusivo en plena calle.
La solución que encontré fue levantarme, salir de la librería, atravesar corriendo la calle, entrar en el bar de enfrente, preguntarle a Thereza el nombre de la actriz y volver. Me senté de nuevo, ella me miró sin entender nada. Escribo, entonces, en el libro:
“Para Norma Bengell…”
Con el correr de los años, la cosa se fue poniendo peor. Otro día arreglé con Claudia que iríamos al cine. Elegí la película, quedé para encontrarnos ahí mismo, llegué antes, compré las entradas (una entera y una con descuento, ya que soy viejo) pero, cuando empezó el film ella dijo contrariada: “¿Te volviste loco? ¡Esta película ya la vimos!” Y yo: “¡Me estás cargando!” “¿¡Yo, cargando!? ¡Sos vos el que está loco! ¡No hace ni un mes que vimos esta película!”
Realmente, después de unos minutos, constaté que ya la habíamos visto. Así está mi memoria: todo lo que veo, leo, oigo o hago inmediatamente lo olvido. No tengo más pasado. Aquello que escribí en el poema se convirtió en verdad: me volví solo presente, esta mañana, esta sala.

08.04.2012

Ferreira Gullar

Traducción de Mario Nosotti, supervisada por Reynaldo Jiménez.
El texto en el idioma original (Ah, ser somente o presente), fue publicado por primera vez en el periódico Folha de S.Paulo, posteriormente incluído en el libro A alquimia na quitanda –artes, bichos e barulhos nas melhores crónicas do poeta-, de Ferreira Gullar, editado en Brasil por Três Estrelas (www.editora3estrelas.com.br).

 

alquimia_quitanda 300

 

 

Diego Colomba

Diego Colomba foto

 

Confusión

 

A poco de andar por un camino que zizaguea entre
villorrios y caseríos en ruinas

el conductor de nuestro coche de alquiler pierde la
poca paciencia que le queda.

No culpo a ese hombre de espaldas flacas: si los lazos
afectivos no me unieran a la persona que viaja a mi lado

tampoco tendría reparos en pedirle (por el bien de
todos) que se calle

pero no es justamente el caso y poco me importa lo
que piense un extraño al volante

que ha cobrado el doble de la tarifa habitual aprovechando
nuestra urgencia.

Aunque entienda que no tiene porqué mostrarse
comprensivo con un hombre de voz acatarrada

que no ha dejado de anunciar una sola curva advertido
por los carteles de la banquina

como si estuviéramos por precipitarnos en la pendiente
más pronunciada de una montaña rusa

le pido que se limite a hacer el trabajo por el que está
sentado allí adelante.

Papá entiende que sus hijos se ocupan ahora de las
vicisitudes del camino

y se olvida por un rato de las señales de tránsito: con la
cabeza volcada hacia atrás mira a través del parabrisas

un cielo que se ha poblado de raras y hermosas nubes
que lo sumen en una especie de místico arrobo.

Si duda el efecto del alcohol y las pastillas que apuró
antes del viaje acuciado por la idea de despedirse para
siempre de su padre

un tema caro en él (a un padre no se lo elige, sic) nos consta

ha incidido en la factura poética de las imágenes que
papá recoge de un camino anodino.

Es verdad que nos resulta un poco cómico su evidente
estado de gracia y largamos de vez en cuando alguna
que otra risotada

pero tanto mi hermana como yo consideramos que
ahora se esta pasando francamente de la raya

obligándonos a bajar del coche que aguarda con el
motor encendido

cuando sale del baño de la estación de servicio y
camina con el paso apurado

como un niño que sabe que está haciendo una nueva
travesura

hacia el verde sucio del trigal que se levanta detrás del
parque de camiones

y mi hermana le pide a gritos que regrese

mientras un súbito viento caluroso desparrama tierra y
pájaros negros sobre nosotros.

 

 

Diego Colomba, El largo aliento (Alción editora, 2016)