Una imaginación documental

Sergio Delgado

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sobre EL PARAÍSO (La sobrina, El paraíso, La estela), Sergio Delgado (EDUNER, 2023)

Como aquéllos retablos medievales compuestos por paneles que aun separados mantienen para el espectador una unidad, este nuevo libro de Sergio Delgado urde a lo largo de casi quinientas páginas tres historias que tienen en común la reconstrucción de un pasado más o menos remoto. La memoria es una urdimbre que a través de recuerdos personales, historias escuchadas, fotografías, objetos y lecturas enlaza la imaginación. Como si la materia narrativa fuese una de esas plantas que trepan las paredes asentándose en pequeñas tomas que un paciente jardinero les procura. La trama que se eleva y ramifica compone a la distancia un tapiz singular, único entre la infinidad de variantes posibles, que oculta o apenas deja ver aquél espacio en blanco que pervive al menos como anhelo, como fuera de campo en donde se vislumbra otro real. Trabajando elementos biográficos o afines a la crónica, la historiografía e incluso la especulación filosófica, Delgado narra morosamente tres historias que confunden lo personal y lo público, lo histórico y lo imaginativo, gesto con el que nos lleva a preguntarnos si no son, después de todo, componentes de una misma materia.

La vida de los distintos narradores está atada a la historia de sus zonas geográficas y sentimentales (Santa Fe, la Bretaña francesa, la inmigración europea, la vida y la cultura en los pueblos de provincia, la historia del progreso y la devastación); Sergio propone algo así como una imaginación documental, capaz de deleitarse en extensos meandros narrados con lucidez y precisión, no aptos para ansiosos ni para los que buscan la mera peripecia (que las hay, sí, y en abundancia), sino para quienes son capaces de esperar esa brisa que exhala la memoria, poesía de un recuerdo que la letra es capaz de reavivar.

Las historias se encuentran en papeles guardados, anotaciones sueltas y cuadernos, y pueden responder a distintos impulsos,  “cumplir con un deber familiar”, así como “tratar de darle forma a mi propio desconcierto”.

En el primer relato (La sobrina) se reconstruye la historia de un anodino crítico teatral que se dispone a cubrir una representación de Tío Vania en un encuentro provincial de teatro, y de una señorial casona objeto de transformaciones que reflejan también las de una ciudad.

El Paraíso anuda la trayectoria vital del narrador a la historia de su padre ordenada en “motivos”, como los de una obra musical: el trabajo, la enfermedad y el ocio. A su vez un paraíso centenario es el eje alrededor del cual se organizan relaciones personales y sucesos olvidados.  

En La estela se traman los recuerdos del paso por un colegio jesuita y una profesora que supo despertar la vocación del futuro escritor, con la leyenda del indio Mariano. A su vez la floración de los cerezos a un lado y otro del océano, (en septiembre en el Barrio Guadalupe, en Santa Fe, en marzo en el Parque de Siam, en Bretaña) que enmarcan el conmovedor aprendizaje escolar de un niño argentino en Francia, en un juego de espejos y de desemejanzas, ese ir y venir que el relato comprime en un puro presente: “anacrónico y sorprendente, como el florecimiento de los cerezos, vuelve el pasado”.

Con conciencia del tiempo en que vivimos, donde “todo se escribe, nada se lee; todo se conserva, nada se recuerda”, atravesado por las ya no tan “nuevas tecnologías” (fotos satelitales, webcam, internet ) que determinan nuestra percepción, el flujo narrativo pivotea en un constante diálogo entre el “aquí” y “allá”, del presente al pasado y viceversa, pero también de un hemisferio a otro: la tarde en Santa Fe y la noche en Bretaña, la mañana “allá, en Rincón y Colastiné” y “acá casi las doce”.  

Hacia el final, una AntiAutobiografía que concibe el relato de la propia vida como aquello que crece con nosotros y vamos a la vez reformulando, la búsqueda de eso que el tío crítico de La sobrina vislumbra en la obra de Chéjov: “Algo impreciso, que escapaba a una época y a una geografía determinada, que cada versión en todo caso rehacía, en variaciones incesantes”.

Mario Nosotti Revista Ñ 29/04/2023

Geografía de la fábula

Miguel Ángel Federik

sobre Geografía de la fábula. Obra poética. Miguel Ángel Federik

(EDUNER, 2021)

*

Se publica la poesía de Miguel Ángel Federik, poeta y ensayista casi secreto  de Villaguay cuya obra se hallaba dispersa y en su mayor parte inédita.

***

Miguel Ángel Federik nació en 1951 en Villaguay, su madre fue maestra en la colonia judía de Villa Clara, una  primera infancia de la que “solo recuerdo los chasquidos del idish, el italiano musical de mis abuelos, el castellano bárbaro y rural de una infancia con palmeras y caballos”.  Ajeno a los centros de legitimación poética, en la estela de sus grandes maestros, Carlos Mastronardi, Juan L. Ortiz y Francisco Madariaga, su poesía modela ese mundo de infancia “con sonidos guaraníes que se pronuncian como desde el fondo de la tierra, con cantos de pájaros”,  inscribiendo la fábula íntima sobre la geografía real. El río Gualeguay, los montes y cuchillas, la fauna de los  palmerales, colonos y criollos que cruzan sus oficios y sus mundos.

A principios de los años setenta, Federik  fue parte de la bohemia de artistas santafesinos que reunió a un significativo grupo de artistas plásticos (Artemio Alisio, sin ir más lejos, cuyas tintas ilustran el presente volumen) poetas y compositores populares. Meses antes del golpe de estado del 76 se vio obligado a volver a Villaguay en una especie de exilio interior que duró casi una década. Instalado definitivamente en su ciudad ejerció la abogacía, se casó, tuvo a sus hijos, reanudando de a poco su labor de escritor. Viajó largamente por diversos países de Europa y de Latinoamérica,  “viajes reales” que dejaron sus marcas en varios poemas.

“Tuve una Lettera 22 y soy un hombre común que vive entre gatos, pájaros y libros – cuenta en la reveladora semblanza autobiográfica – O mejor  dicho: entre más pájaros que ahora vienen a vivir en la ciudad porque están siendo devastados sus reinos naturales.”

Siguiendo una cronología inversa, esta hermosa edición de la Universidad de Entre Ríos (EDUNER) al cuidado de Sergio Delgado -autor del detallado y novelesco prólogo-,  se abre con Geografía de la fábula, conformado entre otros materiales por el libro inédito Elegía con caballos (escrito hacia 2017) y libros y plaquetas publicados o que se encontraban listos para su publicación, entre los que se encuentran, Niña del desierto y otros poemas (2010), Imaginario de Santa Ana (2004), De cuerpo impar (2001), Una liturgia para Némesis (1994), Fuegos de bien amar (1986), Los sepulcros vencidos (1974) y La estatura de la sed (1971), en una agrupación compuesta en buena  parte de material inédito.

Versos articulados con precisión de orfebre, que hilvanan pedrerías, iluminaciones más o menos barrocas, más o menos herméticas. Lenguaje del deslumbre de un paisaje que se hace cantando, un paisaje de luz pero también de sombras, de casas y caballos, de personaje reales y fantásticos, territorio vivido del que surgen no postales o cuadros sino asombros, vislumbres, superficies móviles. “Nado en la burbuja de las lenguas / con la insolencia de mis ignorancias bifrontes: / de este lado lo ya dicho, del otro lo innombrable”.

Federik maneja una vasta cultura (histórica, social, antropológica), y es esa erudición la que puebla su poesía de nombres, personajes y referencias de diversa índole, en poemas que manejan a veces un alto nivel simbólico sin dejar (y en este delicado equilibrio está uno de sus logros) de ser plenamente sensitivos,  abiertos, capaces de transmitir los ecos de una materialidad tan vivenciada como construida, que es también la elegía a un tiempo ido y una naturaleza devastada.

“Hablo del monte de él, de un cielo oculto entre follajes. / Hablo de las genéticas del silencio sonoro, / de la frontera en la que el ojo es cuerpo sin lenguaje / y el oído un valle de cordajes de músicas calladas.”

Mario Nosotti (Revista Ñ/30.10,2021)

Antes de cerrar los postigos

 

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poemas de Marilyn Contardi

 

 

No hay mucho tiempo

 

No hay mucho tiempo

para cortar los jazmines,

disponerlos en el vaso sobre la mesa.

No hay mucho tiempo

para almidonar las cortinas y

volver a colgarlas en las ventanas.

Drapeada de terciopelo, el agua

cada vez más oscura, tiembla.

Los duendes de la noche

cabalgan las primeras gotas de luz,

las campanadas se enredan en el

chirrido del portón que se cierra.

Una última mirada, Clemetina,

una última vez, antes de cerrar los postigos.

 

 

Una Lancia color acero

 

“La sacaba a pasear por aquí mismo

les digo…”

Traza el periplo en el aire

con su dedo grueso, tramado

de nervaduras negras, de mecánico.

 

“… una Lancia sport, color acero,

sólo que cuando anduvieron mal

las cosechas, el primo tuvo que venderla…”

 

Los otros saben que un auto de esos

jamás ha llegado al pueblo.

 

Lo más pudo haber sido

aquella blanca cupé Chevrolet

que una mañana vieron venir

por la calle de la iglesia

y desaparecer en una nube

de polvo, bajo los eucaliptus.

-Había por lo menos uno en cada casa

parado en el cordón de la vereda

con los ojos clavados

en los resplandores de níquel.-

Pero una Lancia Lambda 1929

en las manos del primo de Garbarino,

algo imposible de suponer.

 

Sin embargo nadie habla

y Garbarino aprovecha para afirmarse,

echa una bocanada de humo

que los borra a todos,

cruza una pierna que de tan fina

se le enrolla alrededor del pantalón

y dice:

“Después de todos ninguno de

ustedes había nacido entonces”

 

Y en el espacio de silencio

que le otorgan, ahora sí, Garbarino

sin siquiera cerrar los ojos

presiente la Lancia.

 

La esplendorosa visión de la máquina

lo transporta a esa zona en que los otros,

las casa, los autos y carros que pasan

son apenas reconocibles, como trazas

de dedos desprolijos sobre el papel,

y por donde él pasa pitando un cigarrillo

para apaciguar el desorden del pecho

con el volante dócil entre las manos

mientras el ronroneo leve, armonioso,

casi licuescente de la Lancia

le acaricia sus oídos como si le hablara.

 

Contardi foto

Marilyn Contardi

 

 

Patos silvestres

 

Dónde descenderán los patos

que atraviesan con sus finos cuellos

los campos del aire?

 

Qué estela retendrán sus ojos

del verde vuelo por

la playa de sombras?

 

Será la suya una memoria

viva que remonta el pasado

y ahora por el cielo

son, también, sus antepasados?

 

Qué desvío, qué imán

los extasía,

los atrae,

y en el delirio

los aleja?

 

Suben, negras siluetas de laca,

van alto, tan alto que ven

antes que nadie

encenderse la estrella.

 

de El estrecho límite (1992)

 

 

Al leer «Génesis» de Mario Nosotti *

 

Ma non é basta, Mario

c’est la descente

aux enfers que empieza

 

de la bolsa de basura

irán a la quema,

semillas de mandarina

certeramente eyectadas

sobre el plato,

diminutas pupilas

servidoras fieles

de la evolución implacable

 

allí

unos pies deformes, dedos

grandes como mandarinas,

yemas sensibilísimas de bordadora

las palparán, bajo la tierra

muelle, porosa

 

yacerán, átomo con átomo,

con pelos de todo pelo

bigotes de señora, rulos

de caballeros, ensueños

de edades desaparecidas,

excrementos de todo origen

el aro de pelo perdido

la llave, el cuchillo

el clavo, el disturbio

de ser lo que es

arrojado de una vez

al olvido

 

hasta que todo

empiece a disgregarse,

tal vez no lejos de mis

propios huesos y los tuyos

blancos como damas de noche

en el silencio de la tierra

-al fin racimos y flores

de encantos y desencuentros-

semillas de mandarina

cuerpos yacentes,

el tiempo que suceda

estará hecho también

de estas pequeñas cosas

 

y después de todo

habremos pasado tantas

horas bajo el sol,

qué hacer, qué decir

ante la inminencia

de la catástrofe?

o nada

o felizmente que:

 

<las flores del romero

niña Isabel

hoy son flores azules

mañana serán miel>.

 

*Me comí una mandarina / Las semillas brotaron de mi boca / Desde el labio pulposo se lanzaron al plato / Ese fue el fin del árbol y del fruto / De ahí, a la basura, / y basta. («Génesis», Parto mular, M.N.)

 

Marilyn Contardi: poeta y cineasta, nació Zenón Peryra, Santa Fe,  y hoy reside en Colastiné, localidad de esta provincia. A finales de los setenta y principios de los ochenta vivió en Francia. Estudió en el Instituto de cine de la Universidad Nacional del Litoral y actualmente es docente del Taller de Cine de UNL. Realizó más de veinte films documentales, entre los cuales se destacan: Zenón Pereyra, un pueblo de la colonización; su segunda parte Cielos azules; Homenaje a Juan L. Ortiz; Bienal; Qué es el cine y Momentos musicales. Publicó cuatro libros de poesía: Los espacios del tiempo (Caracas, 1979); El estrecho límite (Santa Fe, 1992); Los patios (Santa Fe, 2000) y Cerca del paraíso (Córdoba, 2011). En 2018 la Editorial de la Universidad Nacional de Entre Ríos publicó su obra poética reunida,  En constante inconstancia, a la cual pertenecen los poemas presentados.

 

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Criollo cósmico

A propósito de la esperada edición que reúne la obra de Francisco Madariaga, Música Rara se hace eco del que es probablemente el acontecimiento poético del año que termina.

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F.Madariaga, 1977.



Que sos grande, mi cuñao…

Hace años que les leo a los pibes de los talleres los palmerales de Francisco Madariaga como si les ofreciera una misa en voz alta. Su voz lo era, y la voz que sale cuando leo sus poemas, la voz de sus poemas, amado Madariaga de rojo y negro en los tembladerales de oro que me dejan sin aliento, oh criollo del vino rojo y lento, del anverso de tu propia retórica, criollo del universo que pensabas en castellano y sentías en la lengua honda de tus poemas que se escribieron con el sonido del agua de los esteros y con el gorgoteo de los gauchos a caballo y a cuchillo, y con las mujercitas «inditas, criollitas, mulatitas, purificadoras y encantadoras de jinetes y de caballos…» que me dictan las palabras para decir, para decir que fuiste este poeta milagroso, Madariaga, el más correntino, el más argentino y sudamericano y terrestre de entre todos los poetas que conocí.

Aquel Asaltante veraniego que me subiera a la grupa de un alazán a los dieciséis, y que me mantuviera atenta a sus versos desde entonces paseándome como el gentilhombre que era por los bajos de un rocanrol. Porque acaso, cuando una dice «oro en los tembladerales de oro», qué otra cosa siente más que el riff de una guitarra cayendo a las aguas y subiendo al cielo celeste una y otra vez… Qué otra cosa más que la voz ciega y lúcida de la poesía que no quiere nada más que sus versos, ninguna explicación, ningún dar cuenta de nada, Madariaga, como vos querías…

Con su obra completa en mi computadora, con sus entrevistas enturbiándome el corazón por la lucidez de su pensamiento, como si lo escuchara hablar frente a mí, me siento ante la pantalla a decir el poeta grande que sos, mi cuñao… Te tuve en la mesa de mi casa una vez, y con la segunda botella de tinto empezaste a contarme la belleza de una aparecida por los esteros de Iberá, estabas con tu mujer en mi casa y te vi crecer con esa sombra y esa luz que tenía tu cara, esa hermosura de macho correntino que se fijó para siempre en mí.

En la adolescencia entraron tus versos y nunca más se fueron, no, fueron creciendo en las olas de la poesía argentina y te colocaron en la cima para mí. Cuando me preguntan por un grande, Madariaga, les digo. Empecé hablando de vos y ahora te hablo a vos, porque un poeta de tu talla nunca muere y siempre se está tomando un mate con una. Mi maestro, aunque sé que no querrías que te nombrara así, mi maestro digo, y que la poesía lo refrende.

Diana Bellessi


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Esplendor

sobre Contradegüellos, edición crítica de la obra de Francisco Madariaga (EDUNER, dos tomos, más un cd con registros de lecturas).

Mario Nosotti
Los Inrockuptibles (diciembre, 2016).

“En América lo que hay que hacer es restregar la cara, el ánima y la sangre en los rastreos comarcales, donde se anida y espera la herramienta que hace explotar la imagen más moderna”, dice Francisco Madariaga en uno de los textos que estaban hasta ahora inéditos. Con apenas 14 días de vida, el poeta viaja con sus padres a Estancia Caimán, un paraje salvaje del norte de Corrientes que lo marcará para siempre. Su poesía rastrea esa infancia entre esteros, lagunas y palmerales, para transfigurarla  en canto que expande los designios de ese “hechizo natal”. Las voces primitivas  de los gauchos, de los desheredados y del imaginario guaraní se engarzan en la visión alucinada de un espacio alejado de cualquier pintoresquismo. Con un lenguaje nuevo, que se asume moderno y antipopular -“pero cercano a vuestros vestidos miserables”-, la voz de Madariaga es la del chamán que erige en la palabra las fuerzas absorbidas de un entorno que pone en relación dos escenarios: las llanuras esterales de corrientes y la costa del este uruguayo.
Estas fulguraciones en cadena, una cinética que acumula y devuelve espejeos, tensa el soporte de una mirada, como dice Eduardo Espina, devenida visión, donde el sujeto enunciador siempre está en vías de transformarse en otra cosa. Un discurso que hilando disrupciones puntea además una autobiografía cuyas marcas titilan en lo que se sustrae, en la sobrenaturaleza de un diamante cuidadosamente facetado.
La aparición de la obra completa de Francisco Madariaga nos devuelve el esplendor de sus libros, hoy prácticamente inhallables, que a partir de la década del cincuenta renovaron la poesía argentina. El cruce entre la tradición del siglo de oro y el surrealismo, el barroco americano y el simbolismo, las voces guaraníes y criollas, no alcanza para dar cuenta del que es sin duda uno de los registros más irreductibles de nuestra lírica.
Bajo el título de Contradegüellos, la esmerada edición de EDUNER reúne todos sus libros, textos dispersos e inéditos, en dos tomos: El tren casi fluvial , que incluye los diez primeros libros más el autobiográfico, “Sólo contra Dios no hay veneno”, y Criollo del universo, que comprende cuatro libros aparecidos en apenas un año –entre 1997 y 1998-, ambos enriquecidos con fotografías, dactilogramas, y los aportes de Diana Bellesi, Arturo Carrera, Silvia Guerra, Eduardo Espina, Reynaldo Jiménez, Silvio Mattoni y Liliana Ponce. Roxana Páez, que hace años viene trabajando la obra de Madariaga – Poéticas del espacio argentino es en ese sentido un texto insoslayable- fue la encargada de llevar adelante el proyecto (incluyendo la reunión de materiales, introducción, notas y ensayos).
La experiencia de leer a Francisco Madariaga es la de abrirse paso ante un deslumbre que poco a poco nos dobla sobre la hoja; hace falta detenerse y volver a tomar aire para poder seguir. En la  condensación, y en esa intensidad sin pausa, se plasma la imaginería que, presente desde el primer libro (El pequeño patíbulo, 1954), irá desarrollando en el resto de su obra: “Peso entero del saco de perfume de la gracia, / estoy entre la espada del paisaje y el / ladrillo caliente del olvido, / viajando con un ardor de joya y sangre”.

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Corrientes, 1967.

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Corrientes, 1967.

 

Música Rara agradece a EDUNER y a Paola Calabretta la posibilidad de difundir los textos y fotografías de esta entrada.

Crónicas del paisaje sensible

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sobre En la naturaleza. Marie Colmont.Traducción Juan L. Ortiz. EDUNER , Universidad Nacional de Entre Ríos (128 páginas). Edición al cuidado de Sergio Delgado

 

Cuando en 1942 Juan L Ortiz se instala definitivamente en Paraná, comienza a colaborar asiduamente en diversos medios gráficos, entre ellos, y a instancias de su amigo el poeta Amaro Villanueva, con  El Diario, de dicha ciudad. Allí aparecen a lo largo del año 1945, en una columna titulada En la naturaleza, los textos de Marie Colmont, escritora francesa prácticamente desconocida que Ortiz traduce especialmente bajo el seudónimo de Alfredo Díaz*. Como indica Sergio Delgado –prologuista y compilador del libro- Ortiz seguía de cerca las publicaciones de la  izquierda francesa, preocupado ante el avance del nazismo y el fascismo en Europa, y leía estos artículos cuando aún vivía en Gualeguay. Los textos de Colmont se habían publicado en Vendredi, semanario de izquierda próximo al Front Populaire entre 1936 y 1938. Ese último año coincide además con la aparición de El ángel inclinado, tercer libro de Ortiz, donde en el poema «Un palacio de cristal» la referencia a Colmont se hace explícita, lo que supone el inicio de un extenso diálogo.

“Poner en valor la experiencia recogida en el contacto íntimo con las cosas y los aspectos más celosos de la tierra y de los cielos”: lo que Ortiz dice sobre el trabajo de Colmont en una nota introductoria bien podría aplicarse a su poesía.

Esta especie de alma gemela que encuentra al otro lado del océano también alienta una íntima y tenaz cruzada, una intención política en sintonía con el momento histórico que le toca vivir; “ayudar a sentir y observar la naturaleza con mayor delicadeza y atención” es un deseo que, en este caso, tiene alcances impensados.

La floresta, los pantanos, los bosques y sus criaturas, excursiones al río, noches en que se olvida la tienda para dormir bajo las estrellas, el día derivando en la canoa: crónicas del intercambio entre una individualidad socializada y un mundo vasto y sutil, que se abre solo al precio de una atención paciente, de una entrega sostenida. Desde la panorámica de los paisajes de la  Auvernia o la Isla de Francia a la microscopía de los granos, los tallos retorcidos, o las telas de araña en las concavidades de los muros.

Pero esta comunión gozosa con los seres y las cosas de la tierra muy pronto es perturbada por la conciencia de la orfandad y la miseria en que viven las clases postergadas. Si bien en esa época se consolidan en Francia políticas de leyes laborales como la reducción del tiempo de trabajo, el descanso dominical y las vacaciones pagas,  la injusticia social y la amenaza imparable de la guerra se cuelan en casi todos los textos del libro.  Las crónicas arengan a dejar las ciudades y a aprender de la naturaleza como parte esencial de la formación de las personas si se pretende una sociedad capaz de desafiar a la degradación que avanza a gran escala. La escritora se mete con cuestiones que en semejante marco pueden parecer nimias: normativas municipales acerca de la desnudez total o parcial en los bosques y florestas de Francia, los amores “naturales” y sus consecuencias, el problema del turismo masivo y sus costos ecológicos, o la tensión entre el derecho a estar solos y el compromiso social.

El estilo de Colmont es de una ductilidad asombrosa; lo sutil y lo lírico se mezclan en su prosa ágil, llena de vivacidad y un fino humor no exento de malicia. Feminismo, ecologismo, asociaciones civiles, educación de los jóvenes, todo aparece urdido en un ardiente deseo de resistir y orientar: “hay un aprendizaje de la libertad por hacer si se quiere usarla”.

* Las traducciones pertenecen al período de escritura de  El álamo y el viento, publicado en 1947.

 

Marie Colmont nació en París en 1895 y su verdadero nombre era Germaine Moréal de Brévans. Huérfana a los 10 años, militante socialista, prácticamente desconocida, incluso en su país, a no ser por sus trabajos para niños. Murió de tuberculosis a los 43 años de edad, el 6 de diciembre de 1938, cuando estaba escribiendo estos artículos.

 

Ver también De la granja al hospicio. Marie Colmont.

 

Marie Colmont

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De la granja al hospicio

 

Cuando se veía a esta vieja andar con su paso corto y ligero en su casa embaldosada, nadie pensaba que su lugar estuviera en el hospicio. Todo era limpio a su alrededor: la vieja estufa irregular de Flandes lucía en todas sus abolladuras; bajo la campana de la chimenea el volante de encaje permanecía tan fresco como las cortinas de las ventanas. Mientras que sus dos mozos labraban la tierra, a los ochenta años ella hacía de granjera como lo había hecho toda su vida: la sopa, la comida para las aves, los quesillos de cuajada, los grandes cubos de agua a la ligera sobre la baldosa roja, los remiendos, las zurciduras, las coladas y todo lo demás que no se puede decir uno detrás de otro.

En esa granja Pais-de-Calais había entrado a los treinta años; más de un medio siglo después era el alma de la granja. Un medio siglo de fatiga bajo todos los soles y todos los cierzos, con todo lo que hay de vida y de muerte, de alegría y de desgracia en cincuenta años humanos, ¿no es bastante para ligaros a los muros poblados de recuerdos y de presencias desvanecidas?

Algunas veces la anciana debía de ir a la ventana y mirar directamente a la gran llanura ahogada de agua escurridiza con aquí y allá un fantasma agitando sus brazos negros en la bruma. Mucha gente hubiera dicho que ese no era un lindo paisaje; ¿pero qué queréis?, ella lo amaba: era SU paisaje, familiar a sus viejos ojos, familiar como su soledad, como el rechinamiento de la cadena del pozo, como la fatiga de sus riñones. Con todo eso, y a pesar de los recuerdos y las presencias desvanecidas, se construye una especie de dicha a la medida de un corazón de ochenta años.

***

Se ha ido a destruir esa dicha con quince gendarmes armados de tercerolas, con bota y casco. Ella no estaba en su casa en esa granja; esta tenía un propietario y una propietaria y había un proceso. Después de cincuenta años de uso, por algunos francos de alquiler, sin duda, se había disputado; y de fallos apelados y de debates demorados se llegaba a esta solución, última: el ujier, la expulsión LEGAL.

Antes, cerca de La Fléche, por una historia parecida, una historia de cien francos y tanto, una granja ardió y tres seres rodaron en la muerte. Pero los mozos del Nord tienen la sangre más tranquila. Cuando el ujier fuerza la puerta con una barra de hierro recogida en el patio encuentra a los tres infelices sentados detrás, las manos caídas, muy pálidos. En su desesperación, sin embargo, la vieja tuvo un sobresalto: – Toma tu fusil –le grita a uno de los hijos- y mátalos.

No ocurrió nada. No se oyó más que sollozos, más que protestas desesperadas. Con gestos torpes, que no traicionaban ningún orgullo por lo que hacían los gendarmes, sacaron los muebles, los acomodaron en largos carros de ruedas bajas que transportaron tantas cosechas y que partieron esta vez bajo la lluvia -¿a dónde?- con un hombre de pie en cada uno de ellos, un hombre taciturno, el látigo en el puño, el rostro excavado por esas arrugas y esos gestos que son los llantos de los campesinos…

 

***

A la vieja se la pone en un carruaje y se la lleva al hospicio. Entró allí con los ojos desconfiados y huraños de las urracas cuando se las encierra en una jaula. Las otras viejecitas, acostumbradas a su vida de reclusas, no miraron con amabilidad al extraño personaje, ese pájaro caído en su bandada parlera, que se mordía los labios seguramente al recuerdo del gran silencio de sus campos, del libre viento de las llanuras que todavía ayer sacudía sus faldas. Ella, que encontraba los días demasiado cortos para tanto trabajo, deberá aprender a no hacer nada a lo largo de los días, a no ser esas pequeñas faenas serviles en que se apresura para captarse la amistad de las hermanas. De sopa espesa de legumbres y de crema que ella sabía hacer tan bien para llenar el estómago de los dos mocetones molidos de trabajo, pasará al flaco caldo de los hospitales que sabe a pan agrio y a agua grasienta. Se le atormentará; las viejecitas se vuelven malas; le roban la azúcar y escupen en su sopa. Tendrá cóleras, rápidamente ahogadas en lágrimas: a los ochenta años, ¿cómo sublevarse en verdad?

Se habituará…o bien morirá…a esta edad, me diréis, un poco más temprano, un poco más tarde…Pero entre morir en paz y morir en la desesperación hay una lúgubre diferencia.

 

Marie Colmont, 27 de mayo de 1938

Traducción Juan L. Ortiz

Perteneciente a En la naturaleza. Marie Colmont. (EDUNER, 2015)

Ver también Crónicas del paisaje sensible (sobre Marie Colmont)

 

 

 

 

 

 

 

 

Ortiz revisitado

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Algunos libros recientes permiten retomar  el costado político y militante del poeta entrerriano, que lo llevó a China y a la URSS.

 Poco a poco, la encomiable tarea de algunos críticos especializados, está redescubriendo aspectos apenas conocidos, diluidos en el tiempo, de la obra y la figura de Juan L Ortiz. Es el caso del joven investigador Agustín Alzari, que en 2012 publicó Estas primeras tardes y otros poemas para la revolución (Editorial Serapis) y a fines del 2014 La internacional entrerriana (Editorial Municipal de Rosario). Trabajos como este –al que podrían sumarse, entre otros, la edición crítica de El Junco y la corriente de Francisco Bitar (Eduner)- tienden a sacudir esa figura un poco estática que en los últimos años amenaza empobrecer la lectura de la obra orticiana: el mito del poeta contemplativo aislado en su provincia, el asceta de las largas boquillas y los gatos. Las lecturas históricas lo habían arrinconado en el doble “poeta del paisaje”  y “poeta social” (una tensión que atraviesa sus libros sin resolverse nunca), pero  como advirtió Juan J. Saer, las verdaderas obras se resisten al juego de las caracterizaciones, siguen siendo de algún modo secretas.

Alzari se pregunta por qué entre los crecientes estudios sobre la obra de Ortiz no hubo siquiera uno que indicara que  fue en la sociabilidad del Partido Comunista Argentino  donde la misma  encontró el terreno fértil para su despegue, y donde sus poemas fueron publicados antes que en ningún otro lado y con asiduidad. Muy pronto advertirá que la respuesta se encuentra en la obra misma de Juan L, “una de las resoluciones más sutiles –y menos conocidas- que ha tenido la literatura argentina del siglo XX en referencia a la siempre tensa relación entre literatura y revolución”

En Ortiz, los aspectos biográficos ingresan al poema de modo solapado, lo que a menudo hace difícil detectarlos. Militancia y política aparecen en la formulación reiterada del anhelo de justicia social o aludiendo sucesos históricos concretos, mediante la diseminación de marcas que la frase descarga y borronea en su apertura constante. Ya en 1967 el crítico Carlos R.Giordano escribía: “La clave de su eficacia podría residir en la sorpresa que produce el descubrimiento (inevitable) de que esa evanescente  y armoniosa poesía impresionista ha deslizado también un mensaje de lucha y esperanza”. 

La historia

Cuando en octubre de 1917 estalla la revolución Rusa, en un pequeño pueblo de Entre Ríos, un joven decidido a ser poeta acusa resonancia de esos hechos: “Y vino Febrero del diecisiete, y vino Octubre del diecisiete (…) / y yo un poco, como en pantuflas, había corrido las cortinas sobre el mundo”. Como dice Bitar, no se imagina Ortiz que cuarenta años más tarde viajaría a China y a la Unión Soviética, integrando una delegación financiada por el Partido Comunista , entre los que se encontraban Bernardo Kordon, Juan José Sebrelli, Carlos Astrada, Andrés Rivera y Raúl Gonzalez Tuñon.

La idea del Ortiz retirado y bucólico se viene abajo apenas se  conocen más detalles de su itinerario: desde su juventud estuvo ligado a la izquierda, militó por la causa comunista y hasta el fin de su vida añoró el cambio social como hito imprescindible para hacer realidad el anhelo de una poesía “hecha por todos”.  Según cuenta en una entrevista que le hizo Juana Bignozzi, su despertar político aconteció en 1912, cuando a los  16 años de edad puso su “pluma” y su “encendida oratoria” en apoyo de una de las puebladas transcurridas en el marco del llamado Grito de Alcorta. “Esa participación del pueblo, ese descubrimiento antioligárquico me interesó mucho”. En 1914 viaja a Buenos Aires y a través de su amiga Salvadora Onrubia, gualeya como él, no tarda en vincularse con la flor y nata del anarquismo criollo. Tres años más tarde regresa a  Gualeguay, donde los radicales le consiguen un trabajo en el Registro Civil. Por esta  época descubre la poesía simbolista, -en especial los simbolistas belgas, que adhieren al mensaje libertario  de los anarquistas- lo que propicia una búsqueda formal que permita coexistir intereses en apariencia antagónicos (la experiencia contemplativa y el drama social).  Luego de los primeros poemas de poesía combativa y militante publicados  en diarios radicales o anarquistas como La Protesta, hacia 1914, Ortiz pasa casi quince años sin dar a conocer prácticamente nada, pero escribiendo mucho y experimentando. Recién en  1930 aparecen en la revista Claridad, de Buenos Aires, tres poemas que ya revelan su personalísima formulación estética,  dos de los cuales – “Se extasía sobre las arenas” y “Los ángeles Bailan entre la hierba”- pasarán años más tarde a formar El agua y la Noche, su primer libro, entrando así en el libro mayor que será  En el aura del sauce.

El poeta comunista

En 1935, intelectuales de izquierda y orgánicos del PCA fundan en Buenos Aires la Asociación de Intelectuales, Artistas y Periodistas. La asociación fue fundamental a la hora de vincular y dar a conocer a toda una camada de escritores y artistas del interior hasta entonces relegada. Juan L Ortiz militó en la filial de Gualeguay de la AIAPE, y en su órgano de difusión, la revista Nueva Gaceta, publicó poemas, relatos y traducciones; finalmente es bajo el sello de la AIAPE en el que en 1940 se edita su cuarto libro, La rama hacia el este. Son hitos como este los que Alzari rescata para poder dar cuenta hasta qué punto Juan L. fue leído en primer término –al contrario que ahora- bajo el signo de lo político. Cuando en 1943 Álvaro Yunque publica el libro Poetas sociales de la Argentina (1810-1943),  agrupándolos en categorías tales como “Poetas idealistas”, “Poetas anarquistas” o “Poetas de diversa inquietud”, los poemas de Ortiz aparecen en el grupo “Poetas Comunistas”, junto a nombres como los de Tuñón, Portogalo y Guerrero.

A principios de la década del treinta, Ortiz y Ema Barrandeguy crean, junto a otros comunistas gualeyos,  la Agrupación Claridad. Allí se reúnen para leer  a Marx, organizar eventos de índole cultural y partidaria, además de escribir una columna semanal en un espacio que les cede el diario radical Justicia.  En La internacional Entrerriana, Alzari se sumerge en archivos y diarios polvorientos para restituir una historia enterrada. El libro narra en clave detectivesca sucesos que causaron revuelo en Gualeguay: la cruzada que emprende el padre Quinodoz, por ese entonces párroco de la cuidad, contra los supuestos agentes de la internacional y su lucha para evitar que Ortiz y Mastronardi logren la dirección de la Biblioteca Fomento. La pesquisa arroja hallazgos increíbles, como ese del diario La voz de Entre Ríos, en el que el mismísimo José María Rosa (uno de los padres del revisionismo histórico argentino) denuncia las actividades  del “Centro Claridad” con nombres y apellidos.

Ortiz soportó la persecución de los conservadores de Gualeguay sin aspavientos y hasta con cierto humor, pero tuvo que aislarse cada vez más hasta mudarse a Paraná con su familia en 1942. Un año más tarde la AIAPE fue clausurada por la Revolución del 43, y el PCA debió pasar a la clandestinidad.

Nota: Otros libros que en los últimos años abordaron diferentes facetas del trabajo de Ortiz son: Poemas Chinostraducidos por Juan L. Ortiz, de Guadalupe Wernicke (Abeja reina, 2012)  y Poéticas del espacio argentino: Juan L. Ortiz y Francisco Madariaga, de Roxana Páez (Mansalva, 2013).

Mario Nosotti

Revista Ñ (16/05/2015)

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/mito-poeta-contemplativo_0_1358264186.html