la pintura y su prole

sobre Anch´io sono pittore!, Arturo Carrera (Mansalva, Colección Campo real, 2019)

por Mario Nosotti

Un niño de cuatro años dibuja una carta para su madre. Como sospecha que ella está en el cielo y no la recibirá, la quema, piensa que el humo llevará la materia a su destinataria. Esta anécdota, en la que ronda el tema de la ausencia y la presencia, lo visible y lo invisible, es la respuesta que da Arturo Carrera cuando le preguntan por qué empezó a escribir. Se trata de una invocación, el deseo de obtener una presencia. La madre del poeta, una “pintora ingenua”autora de unos pocos cuadros, muere cuando su hijo tiene apenas dos años, dejando sus pinturas, – una pocas marinas, manteles y almohadones con paisajes y pavos reales – pinceles y utensillos.

Agrupados en secciones como “Autorretratos”, “Retratos de niños” o “Paisajes clandestinos”, Yo también soy pintor!, es la autobiografía del que mira pinturas, del que habla con cuadros, y a la vez de un pintor (Anch´io sono pittore!), del que pinta, no importa si con palabras o pinceles, con sueños o con evocaciones,  porque el pintor y el poeta son ante todo los desrealizadores de la naturaleza, aquella que recrean a través de sus ritos, materiales y técnicas, formas de dar la espalda “a lo real”.

A través de  fragmentos de entrevistas, de poemas, películas o sueños, es posible adentrarse  en los cuadros, caminar en los surcos y las simetrías de obras tan disímiles y interpelantes como las de Marcia Schvartz, Fabián Marcaccio, Eduardo Stupía, Alfredo Prior, Guillermo Kuitca, Pablo Siquier, Enrique Aguirrezabala y Juan José Cambre.

La tangente entre imagen y escritura, entre amistad e iniciación, atraviesa los textos de este libro. “Intento elucidar en disímiles notas, mi afecto acaso ignorante hacia la pintura, durante la infancia y después entre mis amigos artistas.”

Relatos en pinturas y cuadros en los textos, poesía como posesión (como tractatus)  de una cara, un objeto, cargados de vestigios, de capas del proceso que la renovación constante hace brillar.

Concebir por ejemplo a los autorretratos como fuga de una improbable semejanza, un misterio, aquello que conmovió al poeta John Ashbery en el espejo convexo del Parmigianino, “ese atisbo de complejidad que él va desenrollando como quien devana un capullo de seda”.

Así van las  camitas de Kuitca, las líneas y los rulos de Stupía o los cuencos de Cambre, series diferenciales en la cuales “mirar equivale a acelerar el flujo de toda reflexión”.

Muchos de los acercamientos de Carrera a los artistas elegidos se traman a través de anécdotas personales – “Me angustian estas caritas de tiza mojada” dice Alejandra Pizarnik al conocer los retratos de niños de Alfredo Prior en 1972, dos noches antes de suicidarse-  y siguen con detalles técnicos que las despliegan. O a veces al revés, o entremezclados. Y cuando el “curador” bucea esas estéticas, lo hace por intuiciones, iridiscencias poéticas, derivas e intertextos que son como paseos en un bosque nocturno. Esta forma de ensayo se propone como desgeografía (o deseografía) del género, el hilo murmurado del que hilvana miniaturas, fragmentos y detalles , filósofos que ayudan a entender la pintura, y pintores que escriben poemas sobre el lienzo que “el pintante” recorre.

Repleta de intuiciones, de simetrías, de lanzamientos y propiedades portátiles, las formas de llegada de Carrera a sus objetos son siempre inesperados, rastreando una constelación de tópicos y autores a los que revisita con mínimos desvíos, provocando la constante aparición de zonas nuevas, de capas de registro acumuladas.

En un clima de atención flotante, el barroco-carrera se despliega en fragmentos como este, perteneciente a la entrada sobre Marcia Schvatrz: “Hay miradas fósiles. Hay obscenidad en el sentido más puro de esa palabra: todo está fuera de su lugar y de su tiempo. Los chongos desnudos cantan un ritornelo de milonga con la expresión enaltecida del ocio quejumbroso; son amantes de pelo renegrido que se afeitan mirándose en el filo de la navaja; el hilo rojo de unas bárbaras muchachas que menstrúan soñando en la claridad vertiginosa del río.”

revista Ñ (01/06/2019)

Lucas Soares

lucas soares foto

 

falta poco
para que nazca mi hija

tengo los ojos insomnes
del conductor que mira
el camino de todos los días

no entiendo danés
las personas que tengo delante
sólo mueven los labios

para los vecinos de arriba soy
la santiagueña embarazada

 

 

cuando Thor vuelve a su casa
se duerme mirando el maniquí
que Kenia dejó parado frente a la cama
con una peluca Marilyn
y una corona
de flores enroscada

 

 

a Lerma  le gustaba repetir:
el que pone los signos
guía

 

 

la luz solar es una extravagancia
por la que los daneses
se arrancan los ojos

por mi ventana sólo veo pasar
pinos inclinados
y fragmentos
de días lluviosos

 

 

mientras hace la cama
en la que anoche se acostó
con Kenia por última vez
la memoria de Thor caracolea
por la cabeza pelada
del maniquí en declive

 

 

a Lerma le gustaba repetir:
el que pone el bolero
domina

 

 

 

fragmentos de La sorda y el pudor (Mansalva, 2016)

Francisco Garamona

Garamona FOTO

 

Un gabinete móvil

 

El colectivo avanza por la ruta
iluminando todo lo negro del camino,
árboles ladeados que crecen
con sus troncos negros,
las palmeras que el viento agita
con un ritmo tropical.
Voy por las rutas de la provincia de Corrientes
y viajo para Entre Ríos, el lugar donde nacieron
tantos poetas queridos, como Juanele,
Mastronardi, El Zela y Daniel Durand.
Quiero decirle algo a la chica que viaja a mi lado
pero me callo, miro por las ventanillas
el paisaje negro, lleno de vegetación
y escucho el grito de un mono
que me da su adiós.
Si bien ciertas cuestiones
que ahora sería tedioso enumerar
precipitaron este viaje,
no tengo resentimiento, ni odio, y sí gratitud:
adivino tras la línea de unos primeros ranchos
a unos gauchos que se cuentan historias
increíbles alrededor de los restos de un asado.
Veo una placa de insectos sucesivos
aplastados contra los vidrios, a una
mariposa negra con dos calaveras en las alas
y una minúscula cabeza de ojos muertos.
Un enano de anteojos espejados camina por el pasillo
con un paquete de papas fritas bajo el brazo,
pega un salto para llegar hasta su asiento
y después se pone a comer las papas ruidosamente
mientras lee un diario deportivo.
Pasamos por una estación de servicio,
hay putas paradas en la ruta
que hacen señas a los autos.
Veo palos borrachos, el cartel de una gomería,
y el salón de un comedor con miles de bichos
que revolotean alrededor de los tubos fluorescentes.
Naranja, verde, amarillo, azul, plateado:
los colores que se recortan
contra lo negro del aire.
Arriba está la luna
cabeceando hasta el amanecer
como los mendigos que deambulan por la noche,
esperando el día para poder dormir,
y cuidándose del ataque
de otros mendigos más violentos
que los roban o directamente se los cogen.
La noche es una sanción para todos.
La chica que va sentada a mi lado se durmió
y yo al ver cómo movía los párpados
empecé a imaginar lo que estaría soñando.
Va a Santa Fe para ver a su padre
que está internado y bastante mal.
Me contó que viene bajando desde el norte de Brasil
y como no le alcanza la plata para un avión
todavía tiene un largo trecho por delante.
Yo que viajo por aburrimiento me siento un poco frívolo
y no quiero preguntarle nada. Pienso en su padre,
en el mío y en los de mis amigos
y me acuerdo de Fabián y de su hermana que
tenían un padre muy anciano
que cuidaba una gran casa de campo
donde había un molino al que Fabián
le tiraba en las aspas con un rifle de aire comprimido.
Los padres eran como máquinas que salían
de adentro de un granero cubiertas de paja
que no se sabía bien que utilidad tenían;
o como esa locomotora de fuselaje negro
que divisé desde la ruta mientras se alejaba
por una curva de la vías para aparecer
más adelante bajo los tinglados de un galpón
con su única luz parpadeante,
que hacía signos. Los padres eran
iguales a esos obreros que intentaban desmontar
El gran vidrio de Duchamp bañado en lágrimas
mientras se internaban en el misterio.
Pero, ¿existían los padres para nosotros,
esa noche? ¿El enano que un rato antes trituraba
con sus mandíbulas puñados de papas fritas
tendría hijos? Yo pensaba que sí.
Y mientras lo observaba íbamos pasando
por los primeros palmares cubiertos de yaguaretés,
muy cerca del aura rosada del Paraguay
formando una cadena que se hundía
entre las fuerzas de la “i” final del agua
para llegar al nacimiento de otros ríos.
Había una tumba entre las hojas,
con una cruz de palo atada con alambre.
Pude verla un segundo y después la olvidé.
Todo viaje es siempre hacia el pasado.
Lo saben los murciélagos que vuelan contra el viento
haciendo chasquear sus alas.
Me duermo mirando la luz de las estrellas,
cada una tan cerca de la otra que parecen
las casas de una provincia vistas desde un helicóptero.
En Entre Ríos me esperaban mis amigos
con sus novias y me habían prometido
encontrar una chica para mí.
Eran todos soldados de la nueva poesía.
Y después de que cerraran los últimos bares
iríamos andando por las calles vacías
hasta el río cruzando el Parque Urquiza
y al nadar miraríamos el cielo
para ver crecer los pinos de la luna.

de Neón sobre las nubes (Universidad Nacional del Litoral, 2012)

Ortiz revisitado

mito-poeta-contemplativ0 FOTO

Algunos libros recientes permiten retomar  el costado político y militante del poeta entrerriano, que lo llevó a China y a la URSS.

 Poco a poco, la encomiable tarea de algunos críticos especializados, está redescubriendo aspectos apenas conocidos, diluidos en el tiempo, de la obra y la figura de Juan L Ortiz. Es el caso del joven investigador Agustín Alzari, que en 2012 publicó Estas primeras tardes y otros poemas para la revolución (Editorial Serapis) y a fines del 2014 La internacional entrerriana (Editorial Municipal de Rosario). Trabajos como este –al que podrían sumarse, entre otros, la edición crítica de El Junco y la corriente de Francisco Bitar (Eduner)- tienden a sacudir esa figura un poco estática que en los últimos años amenaza empobrecer la lectura de la obra orticiana: el mito del poeta contemplativo aislado en su provincia, el asceta de las largas boquillas y los gatos. Las lecturas históricas lo habían arrinconado en el doble “poeta del paisaje”  y “poeta social” (una tensión que atraviesa sus libros sin resolverse nunca), pero  como advirtió Juan J. Saer, las verdaderas obras se resisten al juego de las caracterizaciones, siguen siendo de algún modo secretas.

Alzari se pregunta por qué entre los crecientes estudios sobre la obra de Ortiz no hubo siquiera uno que indicara que  fue en la sociabilidad del Partido Comunista Argentino  donde la misma  encontró el terreno fértil para su despegue, y donde sus poemas fueron publicados antes que en ningún otro lado y con asiduidad. Muy pronto advertirá que la respuesta se encuentra en la obra misma de Juan L, “una de las resoluciones más sutiles –y menos conocidas- que ha tenido la literatura argentina del siglo XX en referencia a la siempre tensa relación entre literatura y revolución”

En Ortiz, los aspectos biográficos ingresan al poema de modo solapado, lo que a menudo hace difícil detectarlos. Militancia y política aparecen en la formulación reiterada del anhelo de justicia social o aludiendo sucesos históricos concretos, mediante la diseminación de marcas que la frase descarga y borronea en su apertura constante. Ya en 1967 el crítico Carlos R.Giordano escribía: “La clave de su eficacia podría residir en la sorpresa que produce el descubrimiento (inevitable) de que esa evanescente  y armoniosa poesía impresionista ha deslizado también un mensaje de lucha y esperanza”. 

La historia

Cuando en octubre de 1917 estalla la revolución Rusa, en un pequeño pueblo de Entre Ríos, un joven decidido a ser poeta acusa resonancia de esos hechos: “Y vino Febrero del diecisiete, y vino Octubre del diecisiete (…) / y yo un poco, como en pantuflas, había corrido las cortinas sobre el mundo”. Como dice Bitar, no se imagina Ortiz que cuarenta años más tarde viajaría a China y a la Unión Soviética, integrando una delegación financiada por el Partido Comunista , entre los que se encontraban Bernardo Kordon, Juan José Sebrelli, Carlos Astrada, Andrés Rivera y Raúl Gonzalez Tuñon.

La idea del Ortiz retirado y bucólico se viene abajo apenas se  conocen más detalles de su itinerario: desde su juventud estuvo ligado a la izquierda, militó por la causa comunista y hasta el fin de su vida añoró el cambio social como hito imprescindible para hacer realidad el anhelo de una poesía “hecha por todos”.  Según cuenta en una entrevista que le hizo Juana Bignozzi, su despertar político aconteció en 1912, cuando a los  16 años de edad puso su “pluma” y su “encendida oratoria” en apoyo de una de las puebladas transcurridas en el marco del llamado Grito de Alcorta. “Esa participación del pueblo, ese descubrimiento antioligárquico me interesó mucho”. En 1914 viaja a Buenos Aires y a través de su amiga Salvadora Onrubia, gualeya como él, no tarda en vincularse con la flor y nata del anarquismo criollo. Tres años más tarde regresa a  Gualeguay, donde los radicales le consiguen un trabajo en el Registro Civil. Por esta  época descubre la poesía simbolista, -en especial los simbolistas belgas, que adhieren al mensaje libertario  de los anarquistas- lo que propicia una búsqueda formal que permita coexistir intereses en apariencia antagónicos (la experiencia contemplativa y el drama social).  Luego de los primeros poemas de poesía combativa y militante publicados  en diarios radicales o anarquistas como La Protesta, hacia 1914, Ortiz pasa casi quince años sin dar a conocer prácticamente nada, pero escribiendo mucho y experimentando. Recién en  1930 aparecen en la revista Claridad, de Buenos Aires, tres poemas que ya revelan su personalísima formulación estética,  dos de los cuales – “Se extasía sobre las arenas” y “Los ángeles Bailan entre la hierba”- pasarán años más tarde a formar El agua y la Noche, su primer libro, entrando así en el libro mayor que será  En el aura del sauce.

El poeta comunista

En 1935, intelectuales de izquierda y orgánicos del PCA fundan en Buenos Aires la Asociación de Intelectuales, Artistas y Periodistas. La asociación fue fundamental a la hora de vincular y dar a conocer a toda una camada de escritores y artistas del interior hasta entonces relegada. Juan L Ortiz militó en la filial de Gualeguay de la AIAPE, y en su órgano de difusión, la revista Nueva Gaceta, publicó poemas, relatos y traducciones; finalmente es bajo el sello de la AIAPE en el que en 1940 se edita su cuarto libro, La rama hacia el este. Son hitos como este los que Alzari rescata para poder dar cuenta hasta qué punto Juan L. fue leído en primer término –al contrario que ahora- bajo el signo de lo político. Cuando en 1943 Álvaro Yunque publica el libro Poetas sociales de la Argentina (1810-1943),  agrupándolos en categorías tales como “Poetas idealistas”, “Poetas anarquistas” o “Poetas de diversa inquietud”, los poemas de Ortiz aparecen en el grupo “Poetas Comunistas”, junto a nombres como los de Tuñón, Portogalo y Guerrero.

A principios de la década del treinta, Ortiz y Ema Barrandeguy crean, junto a otros comunistas gualeyos,  la Agrupación Claridad. Allí se reúnen para leer  a Marx, organizar eventos de índole cultural y partidaria, además de escribir una columna semanal en un espacio que les cede el diario radical Justicia.  En La internacional Entrerriana, Alzari se sumerge en archivos y diarios polvorientos para restituir una historia enterrada. El libro narra en clave detectivesca sucesos que causaron revuelo en Gualeguay: la cruzada que emprende el padre Quinodoz, por ese entonces párroco de la cuidad, contra los supuestos agentes de la internacional y su lucha para evitar que Ortiz y Mastronardi logren la dirección de la Biblioteca Fomento. La pesquisa arroja hallazgos increíbles, como ese del diario La voz de Entre Ríos, en el que el mismísimo José María Rosa (uno de los padres del revisionismo histórico argentino) denuncia las actividades  del “Centro Claridad” con nombres y apellidos.

Ortiz soportó la persecución de los conservadores de Gualeguay sin aspavientos y hasta con cierto humor, pero tuvo que aislarse cada vez más hasta mudarse a Paraná con su familia en 1942. Un año más tarde la AIAPE fue clausurada por la Revolución del 43, y el PCA debió pasar a la clandestinidad.

Nota: Otros libros que en los últimos años abordaron diferentes facetas del trabajo de Ortiz son: Poemas Chinostraducidos por Juan L. Ortiz, de Guadalupe Wernicke (Abeja reina, 2012)  y Poéticas del espacio argentino: Juan L. Ortiz y Francisco Madariaga, de Roxana Páez (Mansalva, 2013).

Mario Nosotti

Revista Ñ (16/05/2015)

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/mito-poeta-contemplativo_0_1358264186.html

MI LIBRO ENTERRADO Mauro Libertella Mansalva (2013)

Mi libro enterrado Mauro Libertella

El gen literario

Por Mario Nosotti

La muerte de un padre no solo es el momento del ajuste de cuentas o de la redención, es quizás, llegada cierta edad, una oportunidad única para constituir el propio territorio. Siempre será mi padre, se podría decir, pero a partir de ahora, yo dejo de ser hijo. Aquí nos separamos. Su muerte es como el último empujón.
Pero, ¿cómo lidiar con un legado, cómo constituirse a partir de un sustrato que mezcla prescripciones, dotes, y lo que nunca hubo, lo que ya nunca habrá? Mi libro enterrado, el debut literario de Mauro Libertella, se interna en esa tierra ambigua, a ratos dolorosa, abierta a epifanías que son la transfiguración de ese dolor.
El caso es el de un padre que es a la vez un escritor de culto –Héctor Libertella, fallecido en 2006- cuya obra gravita en el canon excéntrico de nuestras letras, y el hijo que creció a la sombra del árbol de su literatura, y que en algún momento se propone escribir.
En la página diecinueve Mauro cita un párrafo de La arquitectura del fantasma, novela autobiográfica de Héctor editada poco después de su muerte. El gesto no es menor: en su primer libro – también autobiográfico- el hijo da cabida a la escritura del padre, y selecciona un párrafo donde este justamente habla de sus inicios como escritor. Este juego de cajas chinas, de imbricación de una escritura en otra – como las fotos del padre en las que el hijo se busca- son el juego mediante el cual se construye el escritor. Apropiarse de un nombre y una herencia, también como una forma de neutralizarlos. “Desde su muerte, entonces, el apellido Libertella vuelve a cero. Yo tendré que encontrar el modo de inventarle un nuevo origen, un relato”.
El libro comienza la tarde en que Héctor Libertella muere en el departamento al que hacía unos años se había retirado a escribir. El enigma de aquélla reclusión, de su alcoholismo, la elección más o menos consciente de dejarse morir quedan intactas. El narrador no pide explicaciones. Separación, mudanzas, el paso por Alcohólicos Anónimos, el deterioro físico, las visitas del hijo al hospital y luego al departamento son incisos del veloz –o lento, según cómo se mire- camino hacia el final. Dentro de esa debacle que va eclipsando todo, hay idas y venidas a tiempos más felices, buscados con ahínco por el hijo: las charlas con su padre “signadas por el humor y los juegos retóricos”, la lectura de un cuento de Borges que sella el vínculo de ambos con la literatura, entre otros.
Desde el arranque, lo que resalta en la escritura de Mauro Libertella es su claridad y su precisión sintáctica; eso, y el tratamiento sobrio, contenido, de un material de alto voltaje emocional. Un libro valiente, donde la pose irónica o maldita –tan bien pagadas en la literatura- quedan a un lado para exhibir esa desolación y esa belleza que tan solo a partir ciertas experiencias y de mucho talento pueden volverse literatura.

En Los Inrockuptibles (Septiembre 2013)