Libros recientes (1° parte)

Termina este terrible 2020 y van llegando libros al correo de Música Rara. A continuación, iniciamos un breve repaso por las publicaciones recibidas.

De qué se trata el otoño en mi ventana, Celina Feuerstein (Modesto rimba , 2020)

“Una doble luz cruza en haz este libro espacioso y claro, la que irradia la memoria como forma abierta del tiempo y la que libera cada poema en tanto cuerpo encantado del lenguaje.” Sonia Scarabelli

…..

si recuerdo es porque también olvidé
por ejemplo tu voz
padre
viene de la sombra
y tu risa madre
liviana como una hoja
se desprende y baja
del árbol
me hace cosquillas

vienen
risas y voces
a decirme que ya es tiempo
de encontrarnos
y celebrar

*

*

queridos míos
díganme de qué se trata
el otoño en mi ventana
las hojas amarillas que vuelan
la llovizna leve
y el calor pesado que retorna del verano
y sí
es del tiempo que les pregunto
las estaciones se suceden y los años
se hunden filosos
en mi cuerpo
y estoy acá tan viva
los recuerdos laten y
los respiro
mamá papá
queridos hijos
me recuesto
ustedes me alojan y me cobijan
son el techo y el piso y yo rodando
sin saber hacia dónde
ni hasta cuándo
por eso a veces paro y les pregunto
sobre todo de noche
y qué maravilla no saber
qué alivio
que se callen
que no respondan

*

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Poeta serial, Patricia Jawerbaum (Modesto Rimba, 2020)

“Abigarrado, habitado, animado, el mundo de la poeta serial es uno en el que todo está despierto.” Lula Mari

……

Otra vez el cabestrillo del ceibo abrió
No hay duda del esplendor cómplice
Que en su color compite con el cardo
Y la loca peluca de troll
Puso púrpura contra la pantalla celeste cielo
Que amante en la luz, alta al tallo
Violácea pelambre me quiere tanto
Que desata al viento insiste en darme
Lecciones de canto.

Mientras, el ceibo invaginado en rojo
Va desplegando su febril cerrojo

¡Qué silencio infla la gracia
Del cachete que aprieta la promesa!

No se abre, no se cansa: sus labios
Esconden a ultranza, en trincheras de avispas
Lecciones de danza.

*

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El cuerpo del silencio, María Agustina Pardini (Buenos Aires Poetry, 2020)

Mujeres ausentes

Si pudieras ver caer
las gotas del alero
escucharías la voz
de mujeres ausentes.

Negaron sus deseos
para fundirse en la oscuridad.
Sus cuerpos no las olvidaron.
Como cardos erguidos
frente al peso del caucho
y el negro de humo
sobrevivieron a la primavera.

Junto al rocío de la mañana
flotan en el llano
sus lágrimas de silencio.

*

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Los extraestatales, José Retik (Borde Perdido, 2020)

“Las apuestas tradicionales por el realismo dan por eficaz la relación de espejo entre la palabra y el mundo (lo que supone un mundo cierto, inmóvil y capturado); las apuestas por el realizmo delirante trabajan esta hipótesis y le agregan dosis de hipérbole y extenuacuón. José Retik prueba una vía innovadora: acepta el mundo como destrucción proliferante y arma a gusto sus combinaciones, en maquetas bizarras de una gracia infinita.” Daniel Güebel

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Ibídem

Según consta en uno de los tomos de la Revue Neurologique de Perpignan, el Dr. Maurice Foudré alucinó —durante un episodio de fiebre de origen desconocido— la existencia de un pueblo sin localización geográfica. Guardaba reposo en su residencia de Antist, acompañado únicamente por el personal doméstico.

Respecto de la alucinación, si es que así puede llamársela, no es del todo seguro que haya sido efecto de la pirexia. Cualquiera fuese la causa, los pobladores de Ibídem —nombre con el que se autodenominó el pueblo— no necesitaban de ningún neurólogo afiebrado para existir. Asumían con orgullo su condición de máquinas o, para decirlo de manera más precisa, de autómatas de madera. Los primeros que aparecieron en la historia (no en ésta sino en la de la humanidad) se remontan al antiguo Egipto, donde las estatuas de algunos dioses emitían fuego por los ojos. Algo más tarde, Juanelo Turriano, el gran ingeniero del siglo XVI inventó

múltiples mecanismos y muñecos con movimientos de guerreros, danzarines o animales. Hasta el propio Leonardo da Vinci diseñó dos autómatas durante el Renacimiento.

Pero, al Dr. Foudré le bastó con un cuadro de fiebre para crear —de manera involuntaria— un pueblo entero de autómatas.

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Los pebeteros exóticos, José A. Ferraté, (Ediciones Blanco  Móvil, 2020, con prólogo de Laura Crespi y Eduardo Ainbinder)

José Arsenio Ferraté Acosta nace en concepción del Uruguay, Entre Ríos, el 18 de septiembre de 1900 y muere en Buenos Aires en 1980. (…) Periodista, poeta y gran lector. Los pebeteros exóticos fue su único libro de poemas. Con una ilustración de su hijo Hector en la tapa, se publicó en una edición de autor que él mismo compiló en 1943, y del que en la actualidad circulan unos pocos ejemplares.

Presentamos aquí, junto a mi madre Kika Ferraté, una selección de sus poemas. En ellos predominan los recursos rítmicos y métricos propios del modernismo, puestos a disposición de visiones exóticas signadas por viajes a lugares extraños; ciudades conocidas o imaginadas. Laura Crespi (fragmento del prólogo del libro)

***

Los pebeteros exóticos

I

Tengo tres pebeteros. El uno es de la china.
Se lo adquirí a un marino venido de Bombay
el que entre frases, hipos y ensueños de morfina
me confesó que había robádolo en Shanghai.

Pequeñito. Sus formas son raras y grotescas.
Tiene pintado un buda de fuerte bermejón
y en sus fondos celestes, en líneas arabescas
se dibujan las fauces de un tétrico dragón.

Es mayor el segundo y es más caro… Contiene
su fondo requemado vestigios de otro ayer…
(El vendedor me dijo: “Señor, lo menos tiene
Tres siglos de existencia…” Todo pudiera ser)

Arábigo su origen. Su dueño, ¿Quién lo sabe?
¿Fue su dueño algún moro cetrino y soñador?
No sé. Más un perfume suavísimo en él cabe
tal cual cabe en un pecho de a gotas el dolor…

Cómo encontré el tercero no lo recuerdo hoy día,
pero vivió en Egipto su gloria espiritual,
en un meditativo glosar de epifanía
bajo la luz ardiente del clima tropical.

Con oro de las rocas labráronlo a la egipcia
las manos de un artista temblantes de emoción
(El pebetero tiene la gracia y la delicia
de una mano amorosa puesta en el corazón.)

Poesía, Hip Hop, alienación y conciencia de clase.

¿Hacer poesía, alienarse o testimoniar una nueva conciencia de clase?

por Damián Reis

Géneros urbanos

Cuando uno quiere comenzar a pensar la música de género urbano, se topa con una construcción sintáctica simplificadora. La idea de género relacionada con lo urbano suena extraña. ¿Por qué no decir simplemente hip hop, reggaetón o trap?  

Después de recuperarse de esa nomenclatura de origen industrial, uno empieza a buscarle la relación con el urbanismo. Y si el urbanismo, entre otras cosas, se ocupa de la investigación de la vida en las ciudades, la expresión no parece tan desafortunada.

El género urbano, a diferencia del rock -mucho más imaginativo por un lado, más retórico por otro- nace para hablar de la vida en las ciudades, y de todo aquello que no enorgullece a las ciudades, que los discursos públicos de las ciudades dejan de lado. 

Y si el reggaetón parece haber falsificado el testimonio de la vida en las ciudades, pues la vida en las ciudades rara vez consiste en gozar de lujos y placeres; habría que acotar que la creación de un producto industrial -la música de género urbano- es también la domesticación de una revolución cultural. La industria cultural se parece mucho a la conversión forzada de un animal salvaje en un animal doméstico. Puede convertir la nitroglicerina en miel o en algo más espeso.

El origen del hip hop coincide con un período de disciplinamiento, adoctrinamiento y regulación del ocio, en las democracias occidentales. Unos años antes, un heraldo negro de los tiempos por venir, Pier Paolo Pasolini, escribía frenéticos artículos denunciando la alienación vital producida por la cultura consumista. La llamaba mutación antropológica irreversible. Decía que los dominados iban a ser dominados por medio de la alienación del goce. Que esto ridiculizaba los intentos de dominación anterior. Que todos abrazarían el conformismo y la obediencia. 

Sin embargo, la cultura del hip hop nació en la contradicción interna de los dominados que no podían gozar, porque las discotecas no los aceptaban; cuando la privatización de la fiesta y el nacimiento de la cultura disco, se mezclaba con crueles planificaciones urbanísticas. 

La construcción de la autopista que conectaría barrios de casas del norte y centro de Manhattan pasando por el sur del Bronx, implicó la conversión de un barrio obrero a lumpen, por la caída del precio de los alquileres, luego de que los tradicionales comercios se alejaran, y los propietarios se vieran en serias dificultades para retener a sus inquilinos; teniendo que ser subvencionados por el ayuntamiento, a cambio de alquilar a los sectores más marginados de la ayuda social. Los incendios provocados para cobrar el seguro ante la insegura situación de los alquileres, sumado a las demoliciones planificadas, le darían la efigie de campo de guerra con la que se asocia el Bronx de los años 70. La nueva cultura nació entre ruinas de edificios, hogares disfuncionales y pandillas.

Y si el blues nació en los lamentos de los que no tenían derecho a quejarse e intervino la guitarra para que las cuerdas gimieran y se alterasen; la cultura del hip hop, en cambio, nació en las reuniones y fiestas callejeras de los que no tenían derecho a divertirse, en contraposición a la cultura racista y clasista de las discotecas de Manhattan. No nació como un movimiento de protesta, sino como una reapropiación de la fiesta pública, interviniendo y resignificando  espacios y vinilos.

También hubo un viaje a África en busca de raíces y separaciones muy violentas de las raíces; pues la historia evidenciaría que los rappers terminarían identificados con todos los valores de la cultura hegemónica, reforzándolos. 

Este artículo no va a tratar en extenso la historia de esta expresión popular, asociada al grafiti, a las rimas, a la denuncia, al baile, a la delincuencia y a las fiestas; sino intentar comenzar a indagar de dónde proviene la significativa importancia que tiene en la cultura actual.  Y porque en Latinoamérica ha crecido en forma tan vertiginosa. Y porque los pibes y las pibas de las nuevas generaciones sienten que algo les habla por primera vez en forma clara. Y ya que estamos: de dónde proviene el desprecio del oído tan poco crítico de muchos músicos y melómanos profesionales.

Si el rock anglosajón se nutrió de toda la historia de Occidente, de todas las artes, de todas las vanguardias y de toda la poesía universal, para generar la expresión más acabada de mixtura entre las artes de la segunda mitad del siglo XX; el rock británico también fue una expresión de la Inglaterra laborista, del Estado de Bienestar y de la cultura universal promovida por las escuelas de artes entre las clases sociales más bajas. El legado de William Morris terminó indirectamente formando músicos con cultura universal y plena conciencia artística. Y músicos que no querían brillar solos, que querían formar bandas con conceptos artísticos complejos. No se trató de un milagro. Detrás están las luchas sociales del siglo XIX y las mayores aspiraciones de Blake, Ruskin y Co. 

El hip hop, en cambio, nace directamente en las calles del Bronx y en la crisis económica, entre la demolición continua de casas incendiadas, y paralelo a la gentrificación de New York y a la derechización de los espacios urbanos. Fuera de los ideales de una cultura universal, pero con vasos comunicantes entre disciplinas artísticas, que forman una cultura idealista que reemplaza la cultura universal. Y la reemplaza muy rápido.

Así nació la propuesta de Africa Bambaataa inspirado en una visión idealista del pueblo Zulú. Luego de un viaje a África y su percepción de algunas comunidades visitadas, reemplazó la diplomacia entre pandillas por una concepción genérica del espacio público y de la cultura.

Concepción que no bebió de los libros de la tradición occidental, sino del espíritu conversacional de la cultura norteamericana, y de coyunturas específicas en contextos específicos. 

Pero rimar sobre beats como herramienta social de denuncia y acción, marcó un nuevo momento, no sólo en la historia de la música, sino también en la consideración pública de la poesía.

Y a medida que avanzó el hip hop, también avanzó la individualidad del artista y el abandono de la concepción de banda. La concepción de artista productor autor, sin ninguna preocupación por la cohesión de grupo a largo plazo, terminó iniciando una nueva época. Finalmente el artista solitario en las nubes, la construcción de una marca, la disolución del nombre, las rivalidades banales, la ostentación del triunfo comercial. Y especialmente el reemplazo de las luchas civiles por la jactancia personal del éxito económico.

En cuanto a lo musical, ¿qué podemos decir? De la violenta reacción de los músicos profesionales del siglo XIX a los experimentos de Arnold Schönberg, de la defensa de Schönberg y las vanguardias -paralela a la crítica a la alienación del jazz- en los estudios crítico musicales de Adorno…

Pero también del desprecio de Sinatra por el rock & roll. Del rock al pop, y de todas las canciones populares de larga tradición, al surgimiento del rap, el reggaetón y el trap, dos cosas podemos deducir: 

Una: la música – y especialmente la armonía en función del ritmo- tiende a simplificarse, y la palabra –y especialmente su espíritu de denuncia, jactancia e inmediatez, por generalizados déficits de atención- a crecer en importancia. 

Dos: Nadie tiene la última palabra sobre lo que es o debe ser música. Y el tema de la sencillez o dificultad, suele ser relativo a un momento histórico determinado. En especial leyendo los comentarios de Adorno sobre el jazz, hoy música culta y de difícil ejecución: “La original rebeldía se ha convertido en conformismo de segundo grado, y la forma de reacción del jazz se ha sedimentado de tal modo que toda una juventud oye ya primariamente en síncopas, sin percibir apenas el originario conflicto entre esas síncopas y el metro fundamental. Pero todo eso no cambia nada en la absoluta monotonía que nos plantea el enigma de cómo millones de hombres siguen sin cansarse de tan monótono estímulo.”

Que uno de los pensadores y musicólogos más lúcidos del siglo XX, no vislumbrara la importancia del jazz como expresión genuina y artística y la redujera a una expresión de divertimento, alienación y conformismo; muestra hasta qué punto estamos destinados a errar en nuestros juicios sobre el arte de las nuevas generaciones. Si le diéramos la razón a Adorno -y hay que decir que sus argumentos son impecables y nada malintencionados- toda la música popular sería una estafa. Repetición de patrones rítmicos en sociedades industriales, donde el ocio se encuentra reglamentado, reproduciendo los ritmos del trabajo fuera de la fábrica. Cuando nuestra experiencia nos indica que la música popular no se reduce a ese destino.

El POEMA

Vivimos en tiempos de adjetivación de la poesía. O mejor dicho de la poesía como adjetivo: de lo poético.  Y del reemplazo sustantivo del poeta por el cantautor. La gente no lee poesía, pero admira lo poético. Los cimientos de la trayectoria artística de un cantautor casi siempre se fundamentan en la calidad poética de sus canciones. La gente tiene sus poetas y suelen ser cantautores. En cuanto a la poesía como actividad reducida a la escritura, es marginal, pésimamente remunerada y peor considerada. Los poetas tienen que ser mantenidos por alguna institución o capital privado. No pueden vender su obra porque la demanda es insuficiente. La poesía no es mercancía. Lo poético sí.

Todos conocen el nombre de algún cineasta o músico actual. Pero a veces parecería que sólo los poetas y los críticos -y los cantautores y los cineastas, por cierto- leyeran poesía actual o más o menos cercana en el tiempo. Para el resto del mundo, poesía es algo que sucedió hace mucho tiempo. La poesía como arte propio se difumina o se vuelve monólogo de pequeñas ediciones. 

Probablemente se lo debamos a Bob Dylan, y ya podemos encontrar el carácter accesorio de la poesía en la Rolling Thunder Revue, con el papel secundario -incluso censurado por cuestiones de extensión- de los poemas de Allen Ginsberg en la gira. Quizás por eso la figura de Jim Morrison reemplazó la figura del poeta romántico, en un momento donde los poetas ya habían renunciado a la identificación espiritual con la noción de poeta, para volverse artistas muy conscientes de la limitación y el carácter prosaico -sí, prosaico, al menos para el mundo- de su trabajo. 

El halo espiritual pasó del poeta al músico, y los poetas tuvieron que entrar a las universidades a dar clases de literatura, porque la poesía comenzaba a dejar de venderse. Un ejemplo paradigmático es el de Joseph Brodsky: condenado a cinco años de trabajos forzados en la Unión Soviética por parasitismo social, después de cumplir un año de su condena logra exiliarse a Europa y asentarse en Estados Unidos, donde se vuelve profesor de literatura. Sigue escribiendo poesía y gana el Premio Nobel. Pertenece a la misma generación de Jim Morrison. Todo el mundo sabe que Morrison era un poeta. ¿Cuántos conocen a Brodsky?

Dicho esto hay que precisar que a mucha gente le gusta la poesía, pero cuando van a leer poesía más o menos actual no la entienden. Porque una cosa es escuchar las letras de Dylan o de Cohen, y otra cosa es encarar Autorretrato en un espejo convexo. Una cosa es escuchar a Spinetta o al Indio, y otra leer Cadáveres. El poema no tiene lugar público en nuestra sociedad. Quizás esto se termine de legitimar con el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. La primera vez que se premia a un escritor sin libros importantes. Tanto Tarántula como sus diarios no son el motivo del premio. Y todo está muy bien, nos encantan las canciones de Dylan, pero aquí intentamos pensar el lugar de la poesía diferenciando la actividad de la noción. Todos tienen una noción de lo poético y de su importancia, que termina invisibilizando al poema.

 Y es difícil juzgar si esto se debe a una poesía muy académica, a una vulgarización del lenguaje generalizada, o a que la poesía silenciosa de la modernidad -la poesía que se lee en privado- puede estar desapareciendo; en tiempos donde la denuncia y el enfrentamiento deben ser tan constantes como las diferentes técnicas de evasión ante la derechización del espacio público, contradictoria a discursos hegemónicos sobre la libertad, opresores y provocadores para un vasto sector de la sociedad al que poco le interesan los experimentos artísticos solitarios y arriesgados; sino que valora principalmente todo aquello que contribuya a sus blandas o firmes retóricas de afirmación personal. 

Y así la poesía siguió un camino similar al del arte contemporáneo, pero con menor suerte y mayor dignidad en cuanto a sus reducidos canales de supervivencia: la beca y la academia. Y sin tener que favorecer especulaciones privadas, ni necesitar de complejos aparatos críticos para legitimarse, se alejó igualmente de la gente. Especialmente de lo que la gente entiende por “poético”. 

EL MC

El nacimiento de la cultura hip hop marcó un nuevo tiempo y nuevos interrogantes. El MC, una de las figuras más importantes de nuestra cultura -demonizado o ninguneado por los medios de comunicación- hoy ocupa el lugar no sólo del cantautor, sino del poeta y del escritor maldito para las generaciones del siglo XXI. Maldito porque el rap no deja pasar las consabidas buenas intenciones. Suele ser honesto, claro y lúdico. Retoma los aspectos más efectistas del artista maldito, mezclándose convulsivamente con retóricas generales de autosuperación personal y logro, ajenas a toda tradición poética.

Por otra parte su fuerza se encuentra en relación estrecha con el movimiento punk. Entre la expresión de los marginados blancos de la Era Thatcher y los marginados afros y latinos de la Era Reagan, hay una comunidad de experiencia, una relación subterránea más intensa, que la que se pueda dar con ningún otro discurso proveniente de la música anterior. Por eso referentes de los Clash, los Sex Pistols o Blondie tuvieron relaciones cercanas con los referentes del primer hip hop; así como los rappers posteriores asumieron algo de actitud punk, distanciándose del clima festivo habitual. E incluso bandas punk o de hard rock se transformaron y fueron conocidas como bandas de rap.

Rock, poesía y hip hop

Si hay algo que la cultura punk comparte con la cultura hip hop, es que ambos movimientos creían en la autogestión desde abajo. En el En el Do it yourself. Con los medios que haya a nuestra disposición nos expresamos. Y en forma sincera y rebelde.

Sin embargo el No Future se reemplaza en el Bronx por: tienes que conquistar tu futuro personal. De ahí que su identificación con el marginado, el boxeador, el deportista y el blues men son parte importante de su convicción. Pues el hip hop, a diferencia del punk, reivindica el talento personal, más que la urgencia o la necesidad de expresión social. El hip hop quiere conquistar el mundo y lo hace.

Y por eso el nacimiento de la cultura hip hop, del rap y de las batallas de gallos, parece un nuevo hito en la preocupación por las palabras. Si el rock y la música popular entendieron todo lo referente a la importancia del lenguaje poético, también se mantuvieron alejados de la preocupación formal sobre los ritmos y las semánticas que conformaron la poesía universal, como arsenales técnicos. Se puede decir que el rock hizo una fusión involuntaria entre la tradición poética y la línea melódica dominante, sin una preocupación directa por la estructura formal de los versos o su eficacia. 

 El rap, en cambio, se encuentra con un interés muy marcado en estructuras formales y métricas, fusionándolas con discursos que no provienen tanto de la poesía o de la canción popular, como de las luchas sociales, de la urgencia del testimonio más marginal, o de la autorreferencialidad a uno mismo o a la historia de la cultura hip hop. 

No tiene una voluntad de diálogo con el mundo, busca adeptos y se regocija con su propia historia. Por eso requiere no sólo de estructuras métricas y conocimiento de figuras retóricas, sino también de oratoria, concentrada en los golpes finales, con un efectismo ajeno al rock y a la música popular. Por estar ligado a las vanguardias, el rock tiene una voluntad de confrontación más directa, menos rebelde y más crítica. No busca la oratoria, no quiere conquistar por medio de la palabra. Experimenta con la palabra, allí donde el rap debe ser necesariamente eficaz. Vencer y conquistar.

Por otra parte pienso en el remate de “How Does It Feel?” de Like a Rolling Stone, como ejemplo de la mesura del rock. El rock no busca aplastar al otro, sino confrontarlo consigo mismo; pero aquí sería bueno recordar que la poesía ha querido aplastar al otro cientos de veces, incluso antes de la sátira romana. La poesía ha sido seria y rigurosa con la palabra. Casi no expresa bellos sentimientos, sino una experiencia de sentido profundo tras una apariencia formal bella. La sátira aplastante siempre es una opción de sentido profundo.

La relación de la poesía con la música es muy anterior a la industria cultural, pero en el siglo XX la construcción de una canción se traslada definitivamente de las estructuras métricas a la línea melódica: se invierte totalmente la figura del trovador de la lírica provenzal que usaba una mandolina u otro instrumento para acompañar sus estructuras rítmicas. La línea melódica manda en la canción popular del siglo XX. Muchas veces se escribe para una melodía de voz. La música no sigue el ritmo del poema, por lo que es difícil que una canción tenga una estructura rítmica que luego se sostenga en el papel; lo que no pasa con los trovadores o los minnesängers, donde el instrumento se acoplaba al ritmo del poema y los poemas -por tanto- se sostienen solos y pueden ser leídos en la forma rítmica en que fueron compuestos. Lo que no puede hacerse con la mayoría de las canciones industriales, que requieren de versos forzados, descuidados o torpes. No hay modo de comparar la vitalidad de Auden o de Eliot, con una canción del repertorio americano o un tema de los Beatles pasado al papel. La estructura del poema parece tan perfecta como la de una canción. La estructura y el ritmo de la letra de una buena canción suelen ser mediocres. 

Y el rap mueve la balanza sin llegar a equilibrarla. No recuerdo otra música popular de los últimos cien años que tenga una preocupación tan marcada por la parte formal del trabajo literario. Los artistas freestyler se familiarizan con la métrica y los versos pareados, las rimas consonantes, asonantes, etc.; mientras incorporan un nuevo lenguaje para ampliar su arsenal técnico.

Quizás la diferencia esencial entre la poesía y el rap, estrictamente en el aspecto formal, es que el rap absolutiza la rima, pues sí o sí hay que rimar y hay que rimar como sea, preferentemente en forma consonántica. Cuando la rima en la mayor parte de la historia de la poesía está subordinada a la métrica, a la acentuación y al conteo de sílabas y requiere de mucha más variación en el sonido y mucha mayor consonancia -por decirlo de algún modo- en el sentido. Esto hace que la rima del rap a veces no parezca muy natural y parezca forzada como un golpe. Sin desmerecer su ingenio o su audacia, parece una rima que no profundiza en la escena o el sentido. Que es sorpresiva y efectista.

Por otra parte el rap es posterior a la consolidación del verso libre. Por lo que en los aspectos formales, un rapero hoy tiene más preocupaciones por encajar sus palabras en estructuras determinadas, que el común de los poetas. 

Sin embargo la relación del hip hop con la poesía no es tan intensa como la relación de los rockeros con los beatniks o los poetas malditos. Hay que esperar a la obra de Tupac Shakur para que la cultura literaria y poética universal entre a formar parte del background de los artistas del hip hop. Y en ningún momento alcanza el predominio que tiene en el rock. 

Tupac Shakur

Incluso en la obra de su mayor referente poético, Gill Scott Heron, sus poemas parecen tener muy poco que ver con las búsquedas poéticas contemporáneas, requieren de una excesiva referencia al presente y a nombres asociados al presente, y tienen inequívocamente un talante de arenga, de incitación a la acción, de denuncia de la superficialidad y crueldad del mundo, que se encuentra años luz del lenguaje de Ginsberg o Dylan, enmarcado en una tradición poética de observación, reflexión y lirismo, que parece blanda a la hora de hablar de algunos mundos, en comparación con la crudeza del lenguaje del hip hop.  

Como escribió Langston Hughes: “El tema básico más auténtico de los negros no es el amor, las rosas, el claro de luna, ni la muerte o la desesperación en abstracto, sino la raza y el color (y los problemas emotivos que estas características implican) en un país que trata a sus ciudadanos de color, poetas comprendidos, como parias”.

No es que el amor, las rosas y el claro de luna fueran el tema de la cultura beatnik, pero su lenguaje estaba forjado en toda la tradición occidental, y el lenguaje de esa tradición podía sonar excesivamente retórico para testimoniar lo que sucedía en el Bronx. 

 rompe con todos los matices líricos de la contracultura americana, y se entronca con los relatos rítmicos de los narradores de historia de Africa Occidental, en lo que respecta al protagonismo de datos del presente muy puntuales. Puede que de ahí nazca ese espíritu de cronista exacto e implacable, que caracterizará a las letras del rap.

El rock anglosajón nunca ha dejado de ser culto, porque nació en los ideales de cultura universal de la Inglaterra laborista y porque fue la música por excelencia de la contracultura, que no es otra cosa que una cultura no hegemónica , pero de aspiraciones universales y genealogía universal. 

En tanto que el hip hop nació en los ideales de liberación del gueto, y representó una contracultura que no aspiraba a la universalidad, sino a la representación de los no representados en la cultura hegemónica.

¿Qué podían esperar entonces de la poesía romántica del siglo XIX para su causa? ¿De que les servía Eliot o Joyce o Pound o Proust o Nietzche o Sartre?  Ni siquiera los beatniks. Pero entendían bien el punk, los Black Panthers y todos los héroes de los derechos civiles. 

 Y obedecieron a la lógica del gueto, naciendo con las aspiraciones del gueto a una vida normal. Ningún No Future. Quizás sólo quisieran ser reconocidos y aceptados.

Alienación y Consumo

Desde la extraña y amarga cosecha de Strange Fruit  cantado por Billie Holiday a partir de los años 40, hasta las composiciones redentoras de Arrested Development, se cumplió un primer ciclo de visibilización de la cultura afroamericana; primero innombrable, como frutos sangrantes, con linchamientos en pleno siglo XX; luego aislada en los guetos de las grandes ciudades y finalmente, queriendo integrarse a la sociedad -sin resentimientos- en los versos de People Everyday.

Pero los afroamericanos no serían gente común más que en Hollywood. Por eso Public Enemy no lo olvidaba, se radicalizaba y desconfiaba de las buenas intenciones. Por eso llegó la confrontación, con N.W.A. Por eso su coincidencia con el apaleamiento de Rodney King y los disturbios en los Angeles en 1992, el mismo año de lanzamiento de People Everyday, un tema que hoy casi no se recuerda, que habla de buenos y malos negros. 

Prevaleció el black power. Porque el negro no quiere de ningún modo ser blanco, es decir, gente corriente. Eran descendientes de esclavos y sabían lo que era el sufrimiento. Eran duros y querían demostrarlo. Conquistar cimas.

De ahí en adelante, se van a identificar con símbolos de dureza: cuerpos trabajados, potencia física y sexual, violencia, armas; pero también mansiones y autos deportivos, fajos de billetes, cadenas de oro, ropa de primera marca, estudios de producción y empresas. Todos los símbolos de status asociados al capital estarán detrás de la imagen triunfadora de artistas y productores.

Pero a medida que van siendo más reconocidos, más se van perdiendo en disputas domésticas cada vez más extrañas y trágicas, hasta llegar a los asesinatos de la disputa Este-Oeste. El hip hop nació en el Bronx, pero su destino lo alcanzó en las mansiones de California. Nació con  Zulú Nation, pero culminó con negros peleando contra negros. Quizo tranquilizar las peleas entre las pandillas, pero terminó dividiendo a los artistas como ninguna otra música popular lo ha hecho. 

Y del mismo modo que el rock renunció a cualquier identificación con símbolos de status consolidados, e inventó su moda en pequeñas tiendas, en diseñadores independientes y arriesgados; para el hip hop la marca será importantísima, y la jactancia sobre el consumo suntuario fundamental. La moda no será sólo una expresión personal, sino una indicación de status, poder y dinero.

 Y detrás de todo ese proceso se puede detectar una preocupación por la eficacia en lo que se quiere conseguir, que a veces parece superior a la preocupación sobre lo que se busca decir o lo que se quiere expresar. Esa mezcla de denuncia social, jactancia personal, apología de la violencia y también de la memoria, sexualidad explícita, rivalidad inmediata con otro artista, estilo caro y ostentoso, es la música con mayor potencia de comunicación en nuestros días. Pero es también un subproducto de la reacción conservadora en las democracias occidentales, de los discursos de la meritocracia y del individualismo feroz a partir de Reagan.

La alienación comienza cuando un discurso que hablaba en plural, termina hablando en singular, con una autorreferencialidad excesiva a logros y disputas personales, como un empresario rememorando lo exitoso de su carrera, lo bien que vence a sus competidores y los lujos que se puede dar. Reemplaza progresivamente el discurso del gueto por una exaltación de la subjetividad capitalista a límites insospechados. Los discursos del Gangsta Rap consolidado no son la reivindicación de la violencia y las pandillas.  Si sólo fueran la reivindicación de la vida gangsteril no hubieran tenido éxito, porque los valores asociados a las organizaciones criminales -la lealtad o la obediencia- no venden discos. El Gangsta Rap parece más bien una excusa para festejar la sociedad de consumo, la injusticia y la desigualdad. Cuando el gangsta habla de negro auténtico insinúa la ley del más fuerte o del mayor capital, no la del que defiende el colectivo. Invierte el discurso de los Black Panthers. Sella el triunfo de la subjetividad capitalista sobre el colectivo afroamericano.

Su éxito consiste en que reivindica el éxito económico como forma suprema de vida, más allá del amor, la libertad, la justicia o cualquier otro valor. Refuerzan el discurso hegemónico. Le sirve a las marcas. Consolida el desprecio al pobre, implícito en los discursos políticos contemporáneos. De ahí la condescendencia secreta del establishment con estos discursos. En el fondo le agrada y lo necesita. 

Pues el Gangsta Rap es la música neoliberal por excelencia, es el discurso anarcocapitalista en forma de poesía e imagen. El gangster no es el gangster real, sino la representación ideal del: todo lo me lo debo a mí mismo. El discurso de la individualidad sobre la lucha de los derechos civiles. El reemplazo del abrazo fraterno por la rivalidad por ofensas personales o dinero. Eso es lo que vende millones de discos. Lo que tanto gusta.

Quizás un discurso inconsciente, pues la contradicción que hay entre los discursos de adoración al consumo suntuario o jactancia de éxito personal, y los discursos sobre la injusticia social, no entra dentro de los radares de los rappers. Ni ironía ni autocrítica sincera. Ni planteos ni dudas.

 La angustia, la duda y la crítica al sistema de la cultura rock es reemplazada por llana obediencia, gestualidad rebelde y ostentación de mercancías.

Querían principalmente hacer dinero. Y hacen dinero. Los discursos se reducen a todo está bien porque yo salí del Bronx o de Compton y llegué hasta acá por mis propios medios. Creo que no hay ningún otro discurso en ninguna otra disciplina artística que reproduzca en forma tan exacta la subjetividad neoliberal. Puedes llegar a ser quien quieras. La sociedad los mima y los deja actuar porque sus discursos coinciden con los discursos dominantes 

Creo que eso puede comenzar a explicar parte de la enorme fascinación que generan esas letras de hombres que se jactan de ser dominantes y peligrosos para las generaciones del siglo XXI. Coinciden con el deber. Son discursos obedientes. Bendicen el capitalismo.

¿Conciencia de Clase?

Para el pensamiento liberal, el concepto de clase es una construcción teórica impuesta violentamente a la evidencia empírica. Un intelectual que creé en las fuerzas liberadoras del capitalismo no concibe la conciencia de clase. Pues la clase es una abstracción que no denota nada real. 

Para el marxismo leninista, la conciencia de clase requiere de un adoctrinamiento -y un grupo de iluminados- que ilustre al resto sobre lo que deben pensar acerca de su propia situación. No hay conciencia de clase sin adoctrinamiento.

Aquí pasaremos de los dos discursos. Nos afincaremos en la doble crítica que inicia Thompson a toda idea de clase basada en la dominación, como a la mala y espantosa fe de los liberales. 

Querer negar la cultura surgida de las relaciones sociales de producción, como una cultura autónoma, en relación y en formación constante -pero a la vez lejos de cualquier estereotipo de clase consciente- suele ser la tentación del intelectual burgués. Pero si la clase no es estructura o cosa, sino proceso semiconsciente de lucha, no siempre bien orientado, pero con cierta autonomía, y cierta conciencia de su lucha, frente a valores dominantes; no es posible olvidarla porque todo el tiempo nos deja inequívocos rastros de su existencia en sus producciones sociales y culturales.

Thompson describió la sociedad inglesa en el siglo XVIII, como “lucha de clases sin clase”, relaciones sociales sobre agente faltos de conciencia de clase, precondición para la formación de la clase obrera en el siglo XIX.  Las formaciones de clase preceden a la conciencia de clase.

Digamos que el reemplazo del capitalismo productivo por el financiero es el gran acontecimiento de los últimos 50 años. Los capitalistas ya no quieren ser empresarios, sino inversores. Empresarios sin empresa: businessman. Que le huyen al mercado, y mientras cantan loas en público para promover la flexibilización laboral, transan en privado para controlar los mercados. Pues el común de los capitalistas ya no quiere competir, ni tampoco quiere un Estado Benefactor. Hablan en nombre del mercado, pero en verdad no les interesa el mercado. Quieren hacer guita y punto. 

La consecuencia de eso es el crecimiento del desempleo, la desigualdad y la violencia en la mayor parte de Occidente. Y el nacimiento de una clase paria de trabajadores en la relocalización de las industrias. Y una clase marginal de desempleados dedicados a actividades ilegales en los países más desiguales, principalmente en América Latina.

Donde se puede pensar que los valores de estas culturas generadas por la reacción conservadora contra los Estados de Bienestar, parecen haber encontrado su voz particular en la música de género urbano: en el hip hop, en el reggaetón y en el trap, más que en ninguna otra expresión artística.

Sobran motivos. Primero, se accede a la producción musical con menos dinero que un trío, un cuarteto o un quinteto de música popular. Donde antes se necesitaba una guitarra, una batería, unos equipos de sonido y un grupo cohesionado; las músicas de género urbano nacen con un individuo entonando rimas sobre ritmos. Y esto no es tan costoso como lo primero. Llega más rápido que ninguna otra música a los productores. Y permite que haya más productores. 

Por eso los sectores más desfavorecidos de América Latina nunca se identificaron totalmente con el rock. Pues el rock latinoamericano proviene en su inmensa mayoría de clases medias y altas. Los que lo hacen y lo escuchan provienen de sectores más acomodados, que los que lo hacen y lo escuchan en Inglaterra o EEUU.

En cambio la música de género urbano proviene de una clase en formación, que valora ante todo la autenticidad. Que relaciona la autenticidad con la vida dura. No quien dice la frase más auténtica, sino quien proviene del barrio más peligroso -o quien dice lo más zarpado- suele ser la medida de autenticidad. E incluso de logro personal. Soy honesto y valioso porque salí de tal barrio y vos no. Esta especie de Ad hominem invertido es parte de la cultura hip hop desde sus comienzos. Y no sólo se reproduce, sino que incluso se falsea, pues es el modo más rápido de hacerse un nombre. Pero también es la reacción más o menos alienada y violenta de los desplazados del mundo del trabajo, por las disposiciones del capitalismo financiero.

La importancia del trabajo para la sociedad -a pesar de toda su retórica- se encuentra en crisis. El mundo del trabajo parece dividirse entre profesionales, hombres de negocios, comerciantes, desempleados y sindicatos. La conciencia de clase deja lugar a una sectorización marcada. Los valores de la solidaridad, la cohesión de grupo, el trabajo y el conocimiento de las condiciones del trabajo, tienden a esfumarse del debate general o a falsearse, a medida que crece la especulación financiera, paralela a esa inyección del discurso meritocrático que termina calando muy hondo.

La música urbana no es la excepción a esta regla. Las experiencias lumpenes de trabajo creativo parecen dominadas por la subjetividad neoliberal y los discursos de la meritocracia, como cualquier hombre de clase media orgulloso y confiado en sus poderes (o en los de su familia); pero también juegan un papel importante las culturas de resistencia colectiva y solidaridad que se forman como reacción ante la fatalidad de la vida criminal. 

Por eso la expansión de la música de género urbano en América Latina, también coincide con el mayor poder político de las iglesias de confesión no católica. Al mismo tiempo que se establece una música basada en la ostentación vacía y vana, también se reacciona por medio de la religión y del arte, estableciendo valores precapitalistas o incluso capitalistas -éticas protestantes- para intentar resistir la violencia de un mundo donde el capital no tiene una relación directa con el trabajo, donde mandan las finanzas y la violencia. La necesidad de lo espiritual puede servir para hacer grandes negocios, pero no deja de ser algo real.

A medida que la violencia se apodera de las ciudades, la música se convierte en la principal forma de contención. Y en una forma de trabajo legal. Y en la principal expresión de lo que no puede expresarse. La capacidad de decir cosas en un rap parece mucho mayor que en una canción pop. La expansión mundial del hip hop repite en distintos escenarios la historia del Bronx. Es música aspiracional por excelencia. Se pusieron a rapear principalmente dónde se destruyeron los Estados de Bienestar, generando los nombres temidos de las cartografías ciudadanas; pues la marginación -y el deseo de salir de ella- suele estar en los orígenes de toda música popular.

Por eso también la exaltación a la violencia, al culto a las armas, a la sexualidad machista de los discursos del hip hop ya triunfante en los Estados Unidos; se fue transformando y suavizando a medida que los verdaderos testigos de las víctimas de la violencia de las barriadas de los países más calientes del Caribe, no iban a querer festejar tan fácilmente lo que había matado a sus amigos. 

La delincuencia no era ese juego cool y estético de Snoop Dogg en las mansiones de California, sino real, pobre, trágica, organizada. Y triste y en demasía y creciente e injusta. Por otra parte en los países latinos -y especialmente en los países del Caribe- los valores de la familia y de la amistad son mucho más sólidos que en Estados Unidos. De ahí que Calle 13, Canserbero o Nach representen la reacción a Death Row, a la West Coast y a toda su escala de valores. Y cierta nostalgia del espíritu poético del rock, cierta preocupación por la palabra fuera de la eficacia del punchline, cierta tensión algo afectada hacia la parresía. 

Antes de entender las desigualdades de las personas me compre un Masseratti usado que ahora no funciona, y acto seguido lo comienza a destruir con un bastón de beisbol. El video de Adentro, su happening de destrucción del consumo suntuario, probablemente sea la primera expresión consciente de la alienación del rap. El Masseratti incendiado de Residente, antes de ser destruído, se ha llenado de armas, relojes y cadenas de oro que fueron arrojando por una ventanilla abierta -en cámara lenta- distintas personas. Y es de algún modo la respuesta de la experiencia de violencia latinoamericana a los mensajes alienantes y superficiales del Gangsta Rap y a la fetichización de la figura del sicario. No sé qué tan sincera -ni que tan personal- sea la letra de la canción, pero conceptualmente funciona como ofensa genérica, pues lo que ofende y provoca esa reacción es la falsa conciencia proveniente del Gangsta. Me pregunto si este tema no coincide con la explosión del trap en España y Latinoamérica. Ampliaremos.

fuente: Revista AUTODIDACTAS N° 3 (Agosto 2019).

Escrita, dirigida y editada por Juan Manuel Iribarren (todas las notas aparecen firmadas con seudónimos suyos).

¿Dónde estamos?

El siglo XXI carece de preguntas trascendentes. La mayor parte de la gente vive sabiendo lo que tiene que hacer, o al menos cree saberlo, y en última instancia, en todo caso, actúa con cierta seguridad sobre su destino, considerándose bendecido, elegido, tal vez maldito. Las preguntas genéricas son reemplazadas por preguntas individuales, y estas se responden con ejercicios retóricos o exhibicionismos, a veces algo fuera de control. ¿Cómo consigo esto que quiero? parece ser la pregunta guía. ¿Cómo puedo ser feliz? es otra gran interrogación. Ante todo resolver problemas técnicos de funcionamiento. Por qué debería ser feliz o por qué quiero tal cosa, son las preguntas que hay que evitar.
El deseo como producto ideológico, más que como instinto u afirmación vital. Necesitamos guiones que nos permitan funcionar bien, lejos de cualquier exceso y sin faltas. Y en el caso de tener capital, nuestras respuestas pueden ser sencillas, los guiones fáciles de seguir. Y si no nos queda más remedio que funcionar mal, el imperativo de demostrar que funcionamos bien: fotos alegres, un consumo suntuario, un atardecer. Algo que nos oculte detrás de las fantasías que impulsan redes sociales tranquilizadoras. Las expresiones incontroladas de buenos y malos deseos, la apelación a emociones generales y las ostentaciones compulsivas, no dejan de traslucir una persistente y anormal inquietud por la normalidad, fortaleciendo un rasgo neurótico habitual en la sociedad capitalista: la loca sospecha del goce del otro. Querer ser normales y felices.
Las preguntas genéricas sobre el estado de la humanidad no nos conciernen, es jurisdicción de las ciencias sociales y de datos que no podemos tener en nuestra cabeza. Resolvamos nuestra vida, no pretendamos resolver los problemas del mundo, es el sentido común aprobado en estos tiempos. Pero veámoslo con detenimiento, ¿qué significa este inconsciente exceso de individualismo? ¿En qué tiempo estamos?
Si la posmodernidad es el fin de los grandes relatos –“no pretendamos resolver los problemas del mundo”- su contraparte no parece ser otra que la entronización de los pequeños relatos; porque el fin de los grandes relatos es el fin del dominio del sujeto genérico -la humanidad como sujeto fundamental- reemplazada por el individuo como sujeto fundamental. El objetivo sigue siendo el mismo: alejarse un poco de la realidad.
El relato de la ciencia, de la religión o del marxismo no tiene por qué ser más fantástico que el relato sobre el progreso personal, la libertad y la autodeterminación de las personas. Todos estos relatos pueden ser mentirosos, cínicos e imprudentes, pero en lo que respecta al último relato -el relato de nuestro tiempo- de la libertad individual, necesita de un sujeto ideal que sólo puede construirse por conductas alienadas. Un tiempo individualista implica necesariamente un tiempo de rebaño. Y así como el relato de la ciencia se volvió contra el espíritu científico, el relato de la religión anuló la experiencia religiosa, y el relato de la revolución generó sistemas contrarrevolucionarios; el relato de la libertad individual parece
generar la sociedad con menos libertad de pensamiento y menos libertad de acción que se pueda recordar, al ser condicionada por estudiados guiones que pretenden garantizar esa “libertad” como producto ideológico –como percepción falsa de sí mismo- más que como auténtica experiencia. Es notorio que las personas exitosas siempre hablan de libertad, cuando
su adicción al éxito y a los guiones impuestos, implica un profundo desprecio por la libertad, y todo lo que ésta tiene de incertidumbre, de camino incierto, de riesgo supremo. Para miles de peregrinos, la Meca es el guion. La frialdad del corazón dijo el poeta. La conducta exitosa
previa. Nada que ver con la libertad.
Es el éxito quien confirma la libertad. Y si tienes éxito, es porque fuiste lo suficientemente libre o vives en una sociedad libre. Confirmación de tu libertad y de tu valor, como en un cuento de hadas. Te lo mereces, metafísica pura y dura, justicia trascendente. Aclaremos un par de cosas:
la reacción conservadora al laborismo impulsada por Margaret Thatcher fue la que favoreció y promocionó la percepción generalizada de los pequeños relatos de los triunfadores, para romper la solidaridad de clase. Desde los 80 para aquí se vuelve norma en Occidente relacionar el mérito con la libertad, alejándolo de sus profundas raíces en la voluntad divina y
la predestinación; pero manteniéndolo dentro de la metafísica, pues sigue operando como justicia trascendente en la percepción ideológica de pequeños y grandes propietarios. Décadas antes, la libertad era otro cuento: su riesgo e imprevisión, su potencial de transformación, su
impredecibilidad, su situacionismo, su existencialismo, su peligro, su inestabilidad. Lejos del logro, la justicia o el mérito, la libertad era una experiencia en sí mismo: no subordinada. La experimentación social, política y artística no parecía sujeta a estrategias de marketing. Lo
decisivo no era ganar ni vender, sino tener experiencias fuera del ámbito mercantil. Los relatos de sí mismo importaban menos que la experiencia consciente, lo fundacional interesaba más que lo institucional. La experiencia de una vida consciente de todas sus felicidades y
desgracias, sin ningún merecimiento y con propias palabras, ya era una señal inequívoca de valor, que no requería ningún relato sobre el valor. Hoy el mundo se desvive en relatos de valor personal. Valores sospechosos.


En el siglo XIX todavía se podía preguntar a la gente -e incluso a la gente le interesaba comunicar- cuál era su patrimonio familiar, incluso su renta anual. No era desubicado, se buscaba una información real sobre la posición de la otra persona. No se temía demasiado al
respecto, pues nadie sentía la imposición de camuflarse y actuar distinto a su posición. Pues en líneas generales, ya en el siglo XX al que no tiene le falta – y siente en consecuencia la compulsión de actuar- la sensación de logro y recompensa; en tanto que al que tiene habitualmente le falta – y siente en consecuencia la compulsión de actuar- la sensación de mérito o el duro esfuerzo del laburante, del que no tiene capital ni propiedad, del que trabaja por mera supervivencia. Los discursos ideológicos del siglo XX se establecen en relación al trabajo como actividad, negando la condición del trabajador, favoreciendo una perspectiva de trabajo general que evita la distinción existencial entre trabajador y propietario. Se puede decir que la literatura del siglo XIX, en cambio, está repleta de ejemplos, donde la fidelidad a la situación económica es una preocupación primordial del escritor, muy lejos del siglo XX, donde en la mayor parte de las narrativas de cualquier índole -tanto personales como literarias- la realidad del dinero es casi un tabú y todo se vuelve abstracto. Las personas triunfan o fracasan
por factores donde no parece incidir en lo más mínimo el acceso u falta de acceso al capital, sino el mérito y el esfuerzo o fatalidades diferentes al dinero que construyen la percepción de individualidades puras, sin contaminación de otras variables. No sólo el lenguaje coloquial apoya estas impresiones, distorsionando las realidades económicas y sociales, sino que
también lo hace la mayor parte del cine y la literatura, por alejarse de aquel fenómeno que atraviesa casi toda la literatura del siglo XIX: la realidad del dinero, separada de cualquier noción de mérito. Como realidad independiente de las personas, como fatalidad.
Desde el siglo XX se acostumbra a preguntar a la gente de qué trabaja o a qué se dedica, como si el trabajo tuviera una relación directa con el dinero, es decir: más trabajo más dinero, menos trabajo menos dinero, en sentido cuantitativo y cualitativo. Forman la visión ideológica del mundo con un lenguaje que naturaliza una percepción falsa, que habla como si el dinero no tuviera una realidad independiente del trabajo, como si el trabajo no tuviera una realidad independiente del dinero. Como si no tuviera ninguna incidencia en el mérito personal el carácter de la distribución estatal de la riqueza, la información privilegiada, la herencia o las inversiones familiares. Nace el discurso ideológico del propio esfuerzo recompensado, con el inconfesado fin de fomentar la sospecha de desmérito en la falta de oportunidades de los menos favorecidos. Desfavorecidos que también asumen este discurso, sin saber que los perjudica seriamente, que asumen una lengua extranjera en la que no van a poder hablar con soltura. La ruptura de la solidaridad de clase se consuma y arrastra incluso la solidaridad familiar. Es el triunfo ideológico del thatcherismo: la aparición de los pequeños relatos, que comienzan a ganar cuerpo hasta llegar a su fase exhibicionista, su deriva insana, su violento narcisismo, catalizador de la disgregación social en el siglo XXI.
La famosa opacidad de la sociedad capitalista no se limita al sistema financiero: consiste en elaborar relatos de triunfadores o de perdedores que se hicieron o se deshicieron así mismos, negando la incidencia del capital o la redistribución en sus vidas, como si fueran entes autónomos y responsables, como si la percepción de la realidad social se construyera con
matices legales, como si se pudiera entender del mismo modo que una percepción legal. En parte se explica porque esta percepción no suele distanciarse de la percepción ideológica dominante: para el derecho romano el esclavo es lo mismo que para el romano.
Y tampoco la industria cultural o las artes exponen la incidencia del capital en el triunfo o el fracaso personal. Es hora de sospechar que estamos ante el principal relato ideológico de nuestro tiempo, lo intocable, la imagen religiosa. Todo Hollywood se basa en la construcción de ese relato: la persona que se hace o se deshace así misma. Self made man. Caso marginal
para las estadísticas promocionado como ley general del capitalismo. Pero no siempre las cosas fueron así. Cuando el sistema todavía no se había ocultado tras relatos ideológicos, la literatura del siglo XIX supo cómo funcionaban las cosas, sin necesidad de recurrir a ninguna teoría social o política, por simple observación de la realidad. Si hoy comparamos los relatos de las grandes producciones cinematográficas con la realidad, cuando se basan en hechos reales: las variables ajenas al mérito o al desmérito parecen borradas de la historia, censuradas. El individuo se encuentra fuera de la Historia.

Editorial del número 2 de la revista Autodidactas, publicación bimestral editada en Villa Merlo, San Luis, escrita, editada y diseñada por Juan Manuel Iribarren.

Prefacio a El cuaderno dorado

Doris Lessing

A continuación se explica cómo es la estructura de esta novela.

Tiene un armazón o marco titulado «Mujeres libres», novela corta convencional que puede sostenerse por ella misma. Pero está dividida en cinco partes y separada por los cinco períodos de los cuatro diarios: negro, rojo, amarillo y azul. Los diarios los redacta Anna Wulf, un personaje importante en «Mujeres libres». Lleva cuatro diarios en vez de uno, pues, como ella misma reconoce, los asuntos deben separarse unos de otros, a fin de evitar el caos, la deformidad…, el fracaso. Los diarios terminan a causa de presiones internas y externas. Se traza una gruesa raya negra que atraviesa la página, un cuaderno tras otro. Pero una vez terminados, puede surgir de sus fragmentos algo nuevo: «El cuaderno dorado».

A través de los diarios, la gente ha polemizado, teorizado, dogmatizado, etiquetado y clasificado, a veces con palabras tan generales y representativas de la época, que resultan anónimas. Podéis ponerles nombres a la usanza de las viejas comedias morales: el señor Dogma y el señor Soy-libre-porque-no-pertenezco-aninguna-parte, la señorita Necesito-amor-y-felicidad y la señora Cuanto-haga-debohacerlo-bien, el señor ¿Dónde-hay-una-mujer-auténtica? y la señorita ¿Dónde-hayun-hombre-real?, el señor Estoy-loco-porque-dicen-que-lo-estoy y la señorita Lavida-es-experimentarlo-todo, el señor Hago-la-revolución-luego-existo y el señor y la señora Si-resolvemos-perfectamente-este-pequeño – problema- entonces – seguramente-podremos-olvidar-que-debemos-fijarnos-en-los-grandes. Pero todos ellos se han reflejado también los unos en los otros; tienen aspectos comunes, dan nacimiento a los pensamientos y a la conducta de unos y de otros… Son cada uno de ellos, forman totalidades. En el texto de «El cuaderno dorado», los asuntos se han reunido, hay deformidad en el final de la fragmentación… y triunfa el segundo tema, que es el de la unidad. Anna y Saúl Green, el fracaso americano. Son lunáticos, chiflados, locos, lo que queráis. Fracasan una con el otro y con los demás, y rompen con los moldes falsos que han construido a partir de su pasado. Las fórmulas y patrones que han creado para sostenerse entre sí se disuelven, y cada uno oye los pensamientos del otro, uno se reconoce en la otra, en ellos mismos. Saúl Green, el hombre que ha sido rencoroso y destructor para con Anna, ahora la apoya, la aconseja, le da el tema para su próximo libro, «Mujeres libres», de título irónico. El libro comienza así: «Las dos mujeres estaban solas en el piso londinense…» Y Anna, que ha estado celosa hasta la locura de Saúl, que ha sido absorbente y exigente, le entrega el nuevo y bello diario, «El cuaderno dorado», que previamente se había negado a darle, y le brinda también el tema para su próximo libro y le escribe la primera frase: «En Argelia, en la árida ladera de una loma, un soldado observa la luz de la luna brillar en su fusil». En el texto de «El cuaderno dorado», escrito por ambos, ya no podéis distinguir lo que es de Saúl y lo que es de Anna, ni distinguir entre ellos y los otros personajes que aparecen en el libro.

Sobre este tema del fracaso que, a veces, cuando la gente se derrumba, es una forma de curarse a uno mismo de las falsas dicotomías y divisiones más íntimas, evidentemente que ya han escrito otros desde entonces, y también yo misma. Pero aquí es donde, aparte la vieja y extraña historia, lo hice primeramente, de manera más ruda, más próxima a la experiencia, antes de que ésta se hubiera moldeado a sí misma en pensamiento y forma, y quizá resulte más valiosa por tratarse de un material más primario.

Pero tampoco se ha dado cuenta nadie de este tema central, ya que el libro fue inmediatamente despreciado por críticos tanto amistosos como hostiles, cual si tratara de la guerra de los sexos. Las mujeres, por su parte, lo consideraron arma utilizable en dicha guerra.

Desde entonces me he encontrado en una falsa posición ya que lo último que hubiera yo querido es negar apoyo a las mujeres. Para dejar bien sentado el asunto de la liberación femenina, desde luego que le doy mi apoyo, porque las mujeres son ciudadanas de segunda clase, como ellas afirman enérgica y cabalmente en muchos países. Puede decirse que, por lo menos en un aspecto, tienen éxito: se las escucha con atención. Quienes al principio se mostraron indiferentes u hostiles hoy matizan: «Otorgo mi apoyo a sus aspiraciones, pero me disgustan sus voces chillonas y sus toscas maneras». Esta es una fase inevitable que refleja un período fácilmente reconocible en todo movimiento revolucionario. Los reformistas deben esperar verse desautorizados por aquellos que experimentan mayor satisfacción en el disfrute de lo que ganaron para ellos. No creo que la liberación de la mujer cambie mucho, y no precisamente porque haya algo equivocado en sus aspiraciones, sino porque ya está clarísimo que el mundo entero se ve sacudido por los cataclismos que estamos atravesando: probablemente, cuando salgamos de esta etapa, si lo logramos, las aspiraciones de la liberación femenina se nos aparezcan pequeñísimas y extrañas.

Pero esta novela no fue un toque de clarín en pro de la liberación femenina. Describía muchas emociones femeninas de agresión, de hostilidad, de resentimiento. Las puse en letra de molde. Aparentemente, lo que muchas mujeres pensaban, sentían y experimentaban les causó una gran sorpresa. De inmediato entró en acción un arsenal de armas muy antiguas. Cómo de costumbre, las principales apuntaron a los argumentos «ella no es femenina» o «ella odia a los hombres». Este particular reflejo parece indestructible. Los hombres y muchas mujeres dijeron que las sufragistas no eran femeninas, que eran marimachos, que estaban embrutecidas. No recuerdo haber leído que hombres de cualquier sociedad en cualquier parte, cuando las mujeres pedían más de lo que la naturaleza les ofrecía, no cayeran en esta reacción. Y también caían… algunas mujeres. Muchas de ellas estaban furiosas contra «El cuaderno dorado». Lo que unas mujeres dicen a las otras, murmurando en sus cocinas, quejándose o chismorreando, o lo que ponen en claro en su masoquismo, es frecuentemente lo último que proferirían en voz alta: un hombre podría oírlas. Si las mujeres son tan cobardes ello se debe a que han estado medio esclavizadas durante tanto tiempo. Es aún reducido el número de mujeres dispuestas a sostener su punto de vista acerca de lo que realmente piensan, sienten o experimentan con un hombre al que aman. La mayor parte de las mujeres saldría corriendo como perritos apedreados cuando un hombre dice: «No sois femeninas, sois agresivas, os portáis mal conmigo». Tengo el convencimiento de que cualquier mujer que se casa o, de alguna forma, toma en serio a un hombre que recurre a ese tipo de injurias, se merece lo que tiene. Ya que tal hombre es dominante, lo ignora todo del mundo en el que vive o acerca de la historia del mismo: tanto hombres como mujeres han desempeñado cantidad infinita de papeles, tanto en el pasado como actualmente, en distintas sociedades. Por lo tanto, es un ignorante o teme marcar equivocadamente el paso o es un cobarde… Escribo todos estos comentarios con la misma sensación que escribiría una carta para echarla al correo en un distante pasado: tan segura estoy de que cuanto consideramos ahora como definitivo será barrido en la próxima década.

(¿Por qué, entonces, escribir novelas? Realmente, ¿por qué? Imagino que debemos seguir viviendo como si…)

Algunos libros no se leen correctamente porque han omitido un sector de opinión, presumen una cristalización de informaciones en la sociedad que aún no ha tenido efecto. Este libro fue escrito como si las actitudes creadas por los movimientos de liberación femenina ya existieran. Se publicó por vez primera hace diez años, en 1962. Si apareciese ahora quizá se leyera, pero no provocaría ninguna reacción: las cosas han cambiado rápidamente. Ciertas hipocresías han desaparecido. Por ejemplo, hace diez o incluso cinco años (hemos atravesado una época muy obstinada en materia sexual) se han escrito abundantes novelas y comedias cuyos autores criticaban furiosamente a las mujeres (particularmente en los Estados Unidos, pero también en Inglaterra), retratándolas como bravuconas y traidoras, pero, sobre todo, como zapadoras que segaban la hierba bajo los pies. Sin embargo, en escritores masculinos, estas actitudes solían admitirse y aceptarse como bases filosóficas sólidas y normales, y en ningún caso como reacciones propias de individuos agresivos o neuróticos o misóginos. Desde luego que todo sigue igual, pero, aun así, alguna mejora se advierte.

Me hallaba tan absorta al escribir este libro, que ni pensé cómo iba a ser recibido. Estaba comprometida no sólo porque era duro de escribir (conservando el guión en mi mente y escribiendo la obra desde el principio hasta el fin de un tirón, empresa muy difícil), sino debido a lo que iba aprendiendo a medida que lo escribía. Quizá proyectando una estructura sólida, imponiéndome limitaciones, exprimiendo nuevo material de donde menos lo esperaba. Toda suerte de experiencias y de ideas que yo no reconocía como propias fueron apareciendo a medida que escribía. El hecho mismo de escribir resultó más traumatizante que la evocación de mis experiencias, hasta el punto de que eso me transformó. Al concluir este proceso de cristalización, al entregar los manuscritos a editores y amigos, supe que había escrito un panfleto acerca de la guerra de los sexos, y pronto descubrí que nada de lo que dijera podría cambiar este diagnóstico.

Sin embargo, la esencia del libro, su organización y cuanto en él aparece, exhorta, implícita y explícitamente, a no dividir los asuntos, a no establecer categorías.

«Sujeción. Libertad. Bueno. Malo. Sí. No. Capitalismo. Socialismo. Sexo. Amor…», dice Anna en «Mujeres libres», planteando un tema, gritándolo, enunciando una consigna a bombo y platillo… o así lo imaginé. También creí que en un libro titulado «El cuaderno dorado» la parte íntima llamada así, cuaderno dorado, debía presumirse que era su punto central, el que soporta el peso del asunto y propone un planteamiento. Pero no.

Otros temas intervinieron en la elaboración de este libro y dieron lugar a una época crucial para mí: se juntaron pensamientos y temas que había guardado en mi mente durante años. Uno de ellos era que no podía hallarse una novela que describiera el clima moral e intelectual de cien años atrás, a mediados del siglo pasado, en Inglaterra; algo equivalente a lo que hicieran Tolstoi en Rusia y Stendhal en Francia. Llegados a este punto, conviene hacer las excepciones de rigor. Leer «Rojo y negro» y «Lucien Leuwen» es conocer aquella Francia como si se viviera en ella, como leer «Anna Karenina» es conocer aquella Rusia. Pero no se ha escrito una novela así de útil que refleje la época victoriana. Hardy nos cuenta lo que se experimenta siendo pobre, teniendo una imaginación rica en una época limitada, sin posibilidades, o siendo una víctima. George Eliot es buena hasta donde alcanza. Pero creo que el castigo que pagó por ser una mujer victoriana consistió en tener que mostrarse como una buena mujer, aunque estaba disconforme con las hipocresías de su tiempo y hay gran cantidad de cosas que su sentido moral no le permitía comprender. Meredith, sorprendente y poco estimado escritor, quizá rozó más la realidad. Trollope trató el asunto, pero le faltaron posibilidades. No hay una sola novela que tenga el vigor y el conflicto de sentimientos en acción que se encuentran en una buena biografía de William Morris.

Desde luego que esta tentativa mía presuponía que el filtro usado por la mujer para mirar a la vida tiene idéntica validez que el que usa el propio hombre… Dejando aparte este problema o, más bien, no considerándolo siquiera, decidí que la expresión del «sentido» ideológico de nuestro medio siglo debería colocarse entre socialistas y marxistas, debido a que los grandes debates de nuestro tiempo han tenido por escenario los congresos socialistas. Los movimientos, las guerras y las revoluciones han sido vistos por sus participantes como otros tantos procesos de diversos tipos de socialismo o marxismo, ya en avance, ya detenidos, ya en retroceso. Creo que debemos admitir, por lo menos, que cuando el pueblo mire hacia atrás y contemple nuestra época, pueda verla, si no tan bien como nosotros mismos, al menos de igual forma que nosotros vemos retrospectivamente las revoluciones inglesa y francesa, e incluso la rusa. O sea, de forma distinta a como las vio el pueblo que las vivió. Pero el marxismo y sus varios vástagos han hecho fermentar las ideas por todas partes, y tan rápida y enérgicamente que lo que fue «exótico» ha sido absorbido, pasando a integrarse en el pensamiento actual. Ideas que estaban confinadas a la extrema izquierda treinta o cuarenta años atrás, han penetrado de forma general en la izquierda hace veinte, y han suministrado los lugares comunes del pensamiento social convencional, desde la derecha hasta la izquierda, durante los últimos diez años. Algo tan plenamente absorbido ya está liquidado como fuerza, pero fue dominante, y en una novela del tipo que estoy tratando de escribir debe ser central.

Otro pensamiento con el que he estado bregando mucho tiempo era que el personaje principal debía ser algún artista, pero con un «bloqueo». Esto se debía a que el tema del artista ha dominado en el arte por algún tiempo: el pintor, el escritor, el músico, por ejemplo. Los escritores importantes lo han usado, y también muchos de menor categoría. Esos prototipos—el artista, y su contrafigura, el hombre de negocios— han cabalgado nuestra cultura, uno visto como un latoso insensible, y el otro como un creador cuyas producciones le hacían acreedor al perdón de todos sus excesos de sensibilidad, sufrimiento y orgulloso egoísmo. Desde luego que exactamente igual debía perdonarse al hombre de negocios por sus obras. Nos hemos acostumbrado a lo que tenemos, y hemos olvidado que el artista como ejemplo es un tema nuevo. Cien años atrás, raramente los artistas solían ser héroes. Eran soldados y forjadores de imperios, exploradores, sacerdotes y políticos. Tanto peor para las mujeres, que, a lo sumo, habían tenido éxito produciendo una Florence Nightingale. Solamente los chiflados y los excéntricos querían ser artistas, y tenían que luchar para lograrlo. Pero para usar este tema de nuestro tiempo, «el artista», «el escritor», decidí desarrollarlo situando a la criatura sumida en un bloqueo y discutir las razones del mismo. Éstas deberían estar relacionadas con la disparidad entre los abrumadores problemas de la guerra, el hambre y la pobreza y el minúsculo individuo que trataba de reflejarlos. Pero lo intolerable, lo que no podía soportarse por más tiempo, era este parangón, monstruosamente aislado y encumbrado. Parece que por su propia cuenta los jóvenes han comprendido y han cambiado la situación, creando una cultura propia en la que cientos y miles de personas hacen películas, ayudan a hacerlas, publican periódicos de todo tipo, componen música, pintan cuadros, escriben libros y toman fotografías. Han abolido esta figura aislada, creadora y sensitiva, copiándola en cientos de miles. Una corriente ha llegado a su extremo, a su conclusión y habrá, como siempre sucede, alguna reacción de algún tipo. El tema «del artista» debe relacionarse con otro, la subjetividad. Cuando empecé a escribir se ejercía presión sobre los escritores para que no fueran «subjetivos». Esta presión surgió de dentro de los movimientos comunistas, como expresión de la crítica socioliteraria desarrollada en Rusia en el siglo XIX por un grupo de notables talentos. De ellos el más conocido era Belinski, que usaba de las artes y particularmente de la literatura en su lucha contra el zarismo y la opresión. Esta forma de crítica se extendió rápidamente por todas partes, pero sólo en la década de los cincuenta halló eco en nuestro país con el tema del compromiso. Aún pesa mucho en los países comunistas. « ¡Preocuparse por vuestros estúpidos problemas personales cuando Roma arde!»: tal es la forma que adopta esa crítica al nivel de la vida corriente, y era difícil oponérsele, pues procedía del ámbito más inmediato y más querido, y de personas cuya labor merecía nuestros mayores respetos. Por ejemplo, esa labor podía ser la lucha contra el prejuicio racial en África del Sur. A pesar de todo, las novelas, cuentos y arte de toda especie se volvían cada vez más personales. En el cuaderno azul, Anna escribe acerca de conferencias que había pronunciado: «El arte, durante la Edad Media, era comunitario e impersonal, y procedía de la conciencia del grupo. Estaba exento del aguijón doloroso de la individualidad del arte de la era burguesa. Algún día dejaremos atrás el punzante egoísmo del arte individual. Regresaremos a un arte que no expresará las mismas divisiones y clasificaciones que el hombre ha establecido entre sus semejantes, sino su responsabilidad para con el prójimo y con la fraternidad. El arte occidental se convierte cada vez más en un grito de tormento que refleja un dolor. El dolor se está transformando en nuestra realidad más profunda… (He estado diciendo cosas por el estilo. Hace unos tres meses, en mitad de una conferencia, empecé a tartamudear y no pude terminarla…)».

El tartamudeo de Anna se debe a algo que está eludiendo. Una vez que se ha iniciado una corriente o una presión, no hay manera de esquivarla. No había manera de no ser intensamente subjetiva; era, si queréis, la tarea del escritor en ese tiempo. No podría ignorarlo: no puede escribirse un libro que trate de la construcción de un puente o una presa y no descubrir la mente y los sentimientos de quienes la construyen. ¿Creéis que esto es una caricatura? Absolutamente, no. Este o eso/o aquello está en el corazón de la crítica literaria de los países comunistas en la actualidad. Por fin comprendí que la manera de salir del problema o de resolverlo, el tormento interno de escribir acerca de «problemas personales intrascendentes», era reconocer que nada es personal, en el sentido de que sólo es personalmente nuestro. Escribir acerca de uno mismo equivale a escribir acerca de los otros, dado que vuestros problemas, dolores, placeres y emociones (y vuestras ideas extraordinarias o notables) no pueden ser únicamente vuestros. La forma de tratar el problema de la «subjetividad», ese chocante asunto de estar preocupado por el pequeño individuo, que al mismo tiempo queda cogido en tal explosión de terribles y maravillosas posibilidades, es verlo como un microcosmos y, de esa manera, romper a través de lo personal, de lo subjetivo, convirtiendo lo personal en general, como en verdad siempre hace la vida transformando en algo mucho más amplio una experiencia privada, o así lo cree uno cuando es aún niño: «me estoy enamorando», «siento esta o aquella emoción» o «estoy pensando tal o cual cosa»… Creer, en definitiva, no es más que comprender que todo el mundo comparte la única e increíble experiencia propia.

Otra idea era que si el libro estaba moldeado de modo correcto, haría su propio comentario acerca de la novela convencional: este debate no se ha interrumpido desde que nació la novela, y no es algo reciente, como se puede imaginar leyendo a académicos contemporáneos. Considerar la novela corta «Mujeres libres» como un sumario y condensación de toda esa masa de materiales, era decir algo acerca de la novela convencional, otra forma de describir el descontento de un escritor cuando algo ha terminado: «Qué poco he logrado decir de la verdad, qué poco he logrado de toda esa complejidad, cómo puede esa cosa pequeña y pulida ser verdadera, cuando lo que experimenté era tan rudo y aparentemente deforme y sin modelar». Pero mi mayor aspiración era elaborar un libro que se comentara por sí mismo, que equivaliese a una declaración sin palabras, que diera a entender cómo había sido elaborado. Como ya dije, esto ni siquiera fue advertido.

Una de las razones estriba en que el libro se integra más en la tradición novelística europea que en la inglesa. Mejor dicho, en la tradición inglesa de entonces. Al fin y al cabo, la novela inglesa comprende «Clarissa» y «Tristram Sbandy», «Los comediantes trágicos»… y Joseph Conrad.

Pero es indudable que pretender escribir una novela de ideas significa imponerse limitaciones: la estrechez de miras de nuestra cultura es enorme. Por ejemplo, década tras década salen de las universidades brillantes jóvenes, de uno u otro sexo, capaces de decir orgullosamente: «Claro está que no sé nada de literatura alemana…» Es la moda. Los victorianos lo sabían todo acerca de la literatura alemana, pero eran capaces, con la conciencia muy tranquila, de saber bien poco de la francesa.

En cuanto a los otros… Bueno, no es casualidad que la crítica más inteligente que se me hizo procediera de gente que era o había sido marxista. Entendieron lo que intentaba hacer. Se debe a que el marxismo ve las cosas como una totalidad y relacionadas las unas con las otras, o al menos lo intenta, pero no es el caso ahora hablar de sus limitaciones. Una persona que ha sido influida por el marxismo da por sentado que un suceso en Siberia afectará a otro en Botswana. Creo que el marxismo fue el primer intento, en nuestra época, aparte la religión formal, de un pensamiento mundial, de una ética universal. Fue por mal camino, no pudo evitar dividirse y subdividirse, como las otras religiones, en capillitas cada vez más pequeñas, en sectas y credos. Pero fue un intento.

Ocuparme en ver qué intentaba hacer me lleva a hablar de los críticos y al peligro de provocar un bostezo. Esta triste riña entre escritores y críticos, comediógrafos y críticos, a la que el público ya está tan acostumbrado, hace que piense de ella lo mismo que de las querellas infantiles « ¡Oh, sí! ¡Niñerías! Otra vez a las andadas…» o «…Vosotros, los escritores, recibís todos esos elogios, o si no elogios, mucha atención; entonces, ¿por qué os sentís siempre tan heridos?». Y el público está casi en lo cierto. Por razones de las que ahora no voy a hablar, tempranas y valiosas experiencias en mi vida de escritora me dieron un sentido de perspectiva acerca de los críticos y comentaristas. Pero a propósito de esta novela, «El cuaderno dorado», lo perdí: pensé que en su mayor parte las críticas eran demasiado tontas para ser verdaderas. Recuperando el equilibrio, comprendí el problema. Y es que los escritores buscan en los críticos un alter ego, ese otro yo más inteligente que él mismo, que se ha dado cuenta de dónde quería llegar, y que le juzga tan sólo sobre la base de si ha alcanzado o no el objetivo. Nunca encontré a un escritor que, enfrentado finalmente con ese raro ser, un crítico auténtico, no pierda toda su paranoia y se vuelva atentamente agradecido: ha hallado lo que cree necesitar. Pero lo que él, el escritor, pide, es imposible. ¿Por qué debería esperar ese ser extraordinario, el perfecto crítico —que ocasionalmente existe—, por qué debería haber alguien más que comprenda lo que intenta hacer? En definitiva, sólo hay una persona hilando ese capullo particular, sólo una cuyo interés sea hilarlo.

No les es posible a los críticos y comentaristas proporcionar lo que ellos mismos pretenden y los escritores desean tan ridícula e infantilmente. Eso se debe a que los críticos no han sido educados en tal sentido. Su entrenamiento va en dirección opuesta.

Todo empieza cuando el niño tiene apenas cinco o seis años, cuando entra en la escuela. Empieza con notas, calificaciones, premios, «bandas», «medallas», estrellas y, en ciertas partes, hasta galones. Esta mentalidad de carreras de caballos, ese modo de pensar en vencedor y en vencidos, conduce a lo siguiente: «El escritor X está o no unos cuantos pasos delante del escritor Y. El escritor Y ha caído más atrás. En su último libro, el escritor Z ha rayado a mayor altura que el escritor A». Desde el principio, se entrena al niño a pensar así: siempre en términos de comparación, de éxito y de fracaso. Es un sistema de desbroce: el débil se desanima y cae. Un sistema destinado a producir unos pocos vencedores siempre compitiendo entre sí. Según mi parecer —aunque no es éste el lugar donde desarrollarlo—, el talento que tiene cada niño, prescindiendo de su cociente de inteligencia, puede permanecer con él toda su vida, para enriquecerle a él y a cualquier otro, si esos talentos no fueran considerados mercancías con valor en un juego de apuestas al éxito.

Otra cosa que se enseña desde el principio es desconfiar del propio juicio. A los niños se les enseña sumisión a la autoridad, cómo averiguar las opiniones y decisiones de los demás y cómo citarlas y cumplirlas.

En la esfera política, al niño se le explica que es libre, demócrata, con un pensamiento y una voluntad libres, que vive en un país libre, que toma sus propias decisiones. Al mismo tiempo, es un prisionero de las suposiciones y dogmas de su tiempo, que él no pone en duda, debido a que nunca le han dicho que existieran. Cuando el joven ha llegado a la edad de escoger «seguimos dando por descontado que una elección es inevitable— entre el arte y las ciencias, escoge a menudo las artes por creer que ahí hay humanidad, libertad, verdadera elección. Él no sabe que ya ha sido moldeado por un sistema: ignora que la misma elección es una falsa dicotomía arraigada en el corazón de nuestra cultura. Quienes lo notan y no quieren ser sometidos a un moldeado ulterior, tienden a irse en un intento medio inconsciente e instintivo de encontrar trabajo donde no vuelvan a ser divididos contra ellos. Con todas nuestras instituciones, desde la policía hasta las academias, desde la medicina a la política, prestamos poca atención a los que se van, ese procedimiento de eliminación que siempre se produce y que excluye, muy tempranamente, a quienes podrían ser originales y reformadores, dejando a aquellos que se sienten atraídos por una cosa, porque eso es precisamente lo que ya son ellos mismos. Un joven policía abandona el cuerpo porque dice que no le gusta lo que debe hacer. Un joven profesor abandona la enseñanza, quebrantado su idealismo. Este mecanismo social funciona casi sin hacerse sentir; sin embargo, es poderoso como cualquiera- para mantener nuestras instituciones rígidas y opresoras. Esos muchachos, que se han pasado años dentro del sistema de entrenamiento, se convierten en críticos y comentaristas y no pueden dar lo que el autor, el artista, busca tan tontamente: juicio original e imaginativo. Lo que pueden hacer, y lo hacen muy bien, es decirle al escritor si el libro o la comedia concuerda con los modelos corrientes de pensar y sentir, con el clima de opinión. Son como el papel de tornasol. Son veletas valiosas. Son los barómetros más sensibles a la opinión pública. Podéis ver los cambios de modas y de opiniones entre ellos mucho antes que en ninguna parte, excepción hecha del terreno político —se trata de personas cuya educación ha sido precisamente ésa—, buscando fuera de ellas mismas para saber sus opiniones, para adaptarse a las figuras de la autoridad, para «oír opiniones», frase maravillosa y reveladora.

Puede que no exista otro medio de educar al pueblo. Al menos, no lo creo. Entretanto, sería de gran ayuda describir por lo menos correctamente las cosas, llamarlas por su nombre. Idealmente, lo que debería decirse y repetirse a todo niño a través de su vida estudiantil, es algo así: «Estáis siendo indoctrinados. Todavía no hemos encontrado un sistema educativo que no sea de indoctrinación. Lo sentimos mucho, pero es lo mejor que podemos hacer. Lo que aquí se os está enseñando es una amalgama de los prejuicios en curso y las selecciones de esta cultura en particular. La más ligera ojeada a la historia os hará ver lo transitorios que pueden ser. Os educan personas que han sido capaces de habituarse a un régimen de pensamiento ya formulado por sus predecesores. Se trata de un sistema de autoperpetuación. A aquellos de vosotros que sean más fuertes e individualistas que los otros, les animaremos para que se vayan y encuentren medios de educación por sí mismos, educando su propio juicio. Los que se queden deben recordar, siempre y constantemente, que están siendo modelados y ajustados para encajar en las necesidades particulares y estrechas de esta sociedad concreta.»

Como cualquier otro escritor, recibo continuamente cartas de jóvenes que están a punto de escribir tesis y ensayos acerca de mis libros, desde varios países, especialmente de los Estados Unidos. Todos dicen: «Déme, por favor, una lista de los artículos sobre su obra, las críticas que los expertos hayan escrito sobre usted». También piden mil detalles totalmente inútiles que no vienen al caso, pero que se les ha enseñado a considerar importantes, tantos detalles que parecen los de un expediente del departamento de inmigración.

Esas peticiones las contesto de la siguiente forma: «Querido estudiante: Está usted loco. ¿Para qué gastar meses y años escribiendo miles de palabras acerca de un libro, o hasta sobre un autor, cuando hay cientos de libros que esperan ser leídos? ¿No se da cuenta que es víctima de un sistema pernicioso? Y si usted ha escogido por su cuenta mi obra como tema y si usted tiene que escribir una tesis —y créame que le estoy muy agradecida que lo que he escrito lo haya encontrado usted útil—, entonces ¿por qué no lee lo que he escrito y se hace una idea propia acerca de lo que usted piensa, cotejándolo con su propia vida, con su propia experiencia? ¡Olvídese de los profesores Blanco y Negro!».

«Estimado escritor —me contestan—: Debo saber lo que dicen los expertos, porque si no los cito mi profesor no me va a dar nota.»

Éste es un sistema internacional, absolutamente idéntico, desde los Urales hasta Yugoslavia, desde Minnesota hasta Manchester.

El caso es que estamos tan acostumbrados a él que ya ni nos damos cuenta de lo malo que es. No puedo acostumbrarme, debido a que abandoné la escuela a la edad de catorce años. Durante cierto tiempo sentí pesar por eso y creí haber perdido algo de mucho valor. Ahora estoy muy contenta de tan afortunada salida. Después de la publicación de «El cuaderno dorado», me metí entre ceja y ceja encontrar algo acerca del mecanismo literario, examinar el proceso que crea al crítico y al comentarista. Hojeé incontables exámenes escritos y no podía dar crédito a mis ojos. Me senté en clases donde se enseña literatura y no podía dar crédito a mis oídos.

Quizá digáis: «Es una reacción exagerada y no tiene derecho a decir tales cosas, porque usted misma confiesa que nunca ha sido parte del sistema». Pero creo que no exagero en absoluto y que la reacción de alguien del exterior es valiosa, simplemente porque es fresca y no está mediatizada por una lealtad a una educación particular.

Pero después de esta investigación no tuve dificultad en contestar mis propias preguntas: ¿Por qué tienen tan estrechas miras, por qué son tan personales, cómo poseen tan poco talento? ¿Por qué siempre atomizan y desprecian por qué les fascinan tanto los detalles y se desinteresan del conjunto? ¿Por qué su interpretación de la palabra crítica es siempre la de encontrar faltas? ¿Por qué acuden siempre a los escritores en conflicto unos con otros, y no a aquellos que se complementan…? Simplemente, porque han sido entrenados para pensar así. La persona valiosa que comprende lo que usted está haciendo, lo que usted está intentando, y puede hacerle una crítica válida y darle un consejo, es casi siempre alguien que está fuera del mecanismo literario, incluso fuera del sistema universitario. Puede que se trate de un estudiante que acaba de empezar y que siente aún amor por la literatura, o quizá sea una persona que piensa mucho y lee mucho, siguiendo su propio instinto.

A esos estudiantes que tienen que pasarse un año o dos escribiendo tesis sobre un libro, les digo: «Solamente hay una manera de leer, que es huronear en bibliotecas y librerías, tomar libros que llamen la atención, leyendo solamente esos, echándolos a un lado cuando aburren, saltándose las partes pesadas y nunca, absolutamente nunca, leer algo por sentido del deber o porque forme parte de una moda o de un movimiento. Recuerde que el libro que le aburre cuando tiene veinte o treinta años, le abrirá perspectivas cuando llegue a los cuarenta o a los cincuenta años, o viceversa. No lea un libro que no sea para usted el momento oportuno. Recuerde que ante todos los libros que se han impreso, hay tantos o más que nunca se han publicado o que nunca han sido escritos, incluso ahora, en esta época de reverencia al papel impreso. La historia, e incluso la ética social, se enseñan por medio de historias, y la gente a la cual se ha condicionado para que piense sólo en términos de lo que está escrito —y desgraciadamente todos los productos de nuestro sistema educativo no pueden hacer otra cosa— pierden lo que tienen ante la vista. Por ejemplo, la historia real de África está aún en custodia de narradores de historia negros y hombres sabios, historiadores negros, médicos negros: se trata de una historia oral, a salvo del hombre blanco y de sus depredaciones. En todas partes, si mantiene usted despierta la mente, encontrará la verdad en palabras que no han sido escritas. Así que no deje nunca que la palabra escrita se adueñe de usted. Debe saber, por encima de todo, que el hecho de que tenga que pasarse un año o dos con un libro o un autor significa que usted ha sido mal instruido, que usted debía haber sido educado para leer a su manera, de una preferencia a otra; debiera haber aprendido a seguir su propio sentimiento, intuitivamente, acerca de lo que necesita y no la manera como debe citarse a los otros». †††

Pero, desgraciadamente, casi siempre es demasiado tarde. Pareció, de momento, que las recientes rebeliones estudiantiles irían a cambiar las cosas, como si fuera lo bastante fuerte su impaciencia ante el material muerto que les enseñan para sustituirlo por otro más fresco y útil. Pero parece que la rebelión ya pasó. Lamentable. Durante aquel vivaz período en los Estados Unidos, recibí cartas donde me contaban qué en las aulas los estudiantes habían rehusado tomar apuntes y llevaban a clase libros de su propia elección, y que habían encontrado apropiados para su vida. Las clases emocionaban. A veces eran violentas, enojadas y excitantes, con calor vital. Claro está que eso ocurrió solamente con profesores simpatizantes y decididos a ponerse del lado de los estudiantes contra la autoridad y preparados para las consecuencias. Existen maestros conscientes de que imparten una enseñanza de mala calidad y aburrida, pero afortunadamente quedan muchos que, con un poco de suerte, pueden derrumbar lo que está mal, aunque los estudiantes hayan perdido su ímpetu. Mientras tanto, hay un país…

Hace treinta o cuarenta años que, en ese país, un crítico hizo una lista privada de escritores y poetas que él, personalmente, consideraba que constituían lo más valioso para la literatura, dejando a un lado a todos los demás. Esta lista la defendió públicamente durante largo tiempo y la imprimió, porque la Lista se convirtió de inmediato en un tema muy polémico. Millones de palabras se escribieron en pro y en contra, nacieron escuelas y sectas atacándola y defendiéndola. A pesar de los años transcurridos, la discusión continúa… y a nadie le parece esta situación ridícula…

En ese país hay libros de crítica de inmensa complejidad y conocimiento que tratan, a veces de segunda o tercera mano, de obras originales: novelas, comedias, historias. La gente que escribe esos libros constituye todo un estrato en universidades de todo el mundo; se trata de un fenómeno internacional, de la capa superior del mundo literario. Sus vidas han sido empleadas en la crítica y para criticar la crítica de los otros críticos. Éstos consideran su actividad más importante que la misma obra original. Es posible que los estudiantes de literatura empleen más tiempo leyendo críticas y críticas de críticas del que invierten en la lectura de poesía, novelas, biografías, narraciones… Muchísima gente contempla este estado de cosas como normal y no como triste y ridículo… En el país en cuestión leí recientemente un ensayo sobre Antonio y Cleopatra, debido a un joven a punto de pasar a cursos superiores. Rebosaba originalidad y entusiasmo inspirado por la pieza teatral; el sentimiento que una enseñanza real de la literatura debería causar. El ensayo fue devuelto por el profesor con este comentario: «No puedo calificar su trabajo; usted no ha citado a los expertos». Pocos maestros considerarían eso triste y ridículo…

La gente de ese país que se considera educada, y realmente superior y más refinada que la gente ordinaria que no lee, se acercó a un escritor (o a una escritora) y lo felicitó por haber obtenido una buena crítica en alguna parte, pero no creyó fuera menester leer el libro o pensar siquiera que en lo que está interesada es en el éxito…

Cuando en el país a que nos referimos aparece un libro que, por ejemplo, trata de la observación de las estrellas, inmediatamente una docena de sociedades, colegios y programas de televisión escriben al autor pidiéndole que vaya y les hable de la observación de las estrellas. Lo último que se les ocurriría hacer sería leer el libro. Esta conducta se considera muy normal y nada ridícula…

Un hombre o una mujer joven de ese país, comentarista o crítico que no ha leído nada más del escritor que la obra que tiene ante sí, escribe paternalmente, o más bien como aburrido o como si considerara que las buenas calificaciones deben otorgarse a un ensayo acerca del autor de marras —que puede que haya escrito quince libros y haya estado escribiendo durante veinte o treinta años—, y da al mencionado escritor instrucciones sobre lo que debe escribir en lo sucesivo y cómo. Nadie piensa que esto sea absurdo, por lo menos el joven con toda seguridad no va a pensarlo. Porque a ese joven crítico o comentarista le han enseñado a hacer propaganda en artículos desde Shakespeare hasta nuestros días…

Un profesor de arqueología de ese país puede escribir sobre una tribu de América del Sur, que tiene un avanzado conocimiento de las plantas, de medicina y de métodos psicológicos: «Lo sorprendente es que ese pueblo carezca de lenguaje escrito…». Y nadie considera absurdo el razonamiento del profesor.

En ocasión del centenario de Shelley, la misma semana y en tres revistas literarias diferentes, tres jóvenes de idéntica educación, procedentes de universidades parecidas —siempre del país al que venimos refiriéndonos—, pudieron escribir trabajos literarios sobre Shelley, condenándole con los elogios más débiles y en tono idéntico todos ellos, como si hicieran al poeta un gran favor al mencionarlo, y nadie parece creer que haya algo seriamente equivocado en nuestro sistema literario.

Finalmente, esta novela continúa siendo para su autora la más instructiva de las experiencias. Ejemplo al canto. Diez años después de haberla escrito me llegan, en una semana, tres cartas sobre ella remitidas por personas inteligentes, bien informadas e interesantes, que se han tomado la molestia de sentarse a la mesa para escribirme. Pueden estar una en Johannesburgo, otra en San Francisco y una tercera en Budapest. Y aquí estoy yo, sentada, en Londres, leyendo esas cartas una tras de la otra, agradecida como siempre a quienes me escriben y encantada de que mi prosa haya estimulado, iluminado… o incluso molestado. Pero una de las cartas trata íntegramente de la guerra de los sexos y de la falta de humanidad del hombre hacia la mujer, y la corresponsal llena páginas y más páginas acerca de eso solamente porque ella —y no solamente ella— no puede ver nada más en el libro.

La segunda carta trata de política. Probablemente es de un viejo rojo como yo misma, y escribe muchas páginas acerca de política, sin mencionar otro tema.

Ese tipo de cartas solían ser las más comunes cuando el libro era reciente.

La tercera carta, de una clase en otro tiempo rara, pero que ahora ya tiene compañeras, la escribe un hombre o una mujer que no puede ver en el libro más que el tema del desequilibrio mental.

Pero el libro sigue siendo el mismo. Y, claro está, esos incidentes sacan de nuevo a colación preguntas acerca de qué ve la gente cuando lee un libro y por qué cierta gente ve alguno de los aspectos y nada en absoluto de los otros, y lo raro que es un autor con una visión tan clara de su libro, tan distinta de la que tienen del mismo sus lectores.

Y de este modo de pensar surge otra conclusión: no solamente resulta infantil que un escritor persiga que los lectores vean lo que él ve, y que entiendan la estructura y la intención de una novela como él las ve. Que el autor desee esto demuestra que no ha entendido el punto más fundamental: a saber, que el libro está vivo y es poderoso, fructificador y capaz de promover el pensamiento y la discusión solamente cuando su forma, intencionalidad y plan no se comprenden, debido a que el momento de captar la forma, la intencionalidad y el plan coincide con el momento en que no queda ya nada por extraer.

Y cuando la trama, el modelo y la vida interior de un libro están tan claros para el lector como para el propio autor, quizás haya llegado el momento de echar a un lado el libro, como si ya hubiera pasado su momento, y empezar algo nuevo.

Doris Lessing Junio 1971

La impiedad del durmiente

Carmen Iriondo

La impiedad del durmiente

por Mario Nosotti

(sobre Prosas de dormida, Carmen Iriondo, Ed. Sudamericana, 2005 / Ed. Huesos de Jibia,2018)

Ensayar como quien cuenta un sueño, tratando de participar a los demás de esa experiencia impersonal e íntima. Leer el mundo por entre la rendija del letargo y la vigilia, poner a andar los mitos, las teorías filosóficas, y las domésticas; abrir la puerta a ese estado indeciso a partir de algo oído, imaginado, o por la percusión incauta de unos versos, hacer del sueño algo comunicable sin perder la potencia de lo extraño, sin sustitutos, sin aplanar el símbolo sino más bien dejándolo expandirse, prestándole palabras que no son ni de la pura visión ni de la lógica, sino un razonamiento iridiscente, una razón poética.
La voz de la dormida va enfilando estas notas, se mete con las ganas de morir, con la rivalidad y la angustia –generalmente bien disimuladas-  que engendra la presencia de los otros, con la pasión tanática de hombres y mujeres que a veces solo pueden sustraerse creándose una nueva perspectiva, otra forma de ver sus aciertos y errores, lo que les viene dado, como el cuervo del poeta Ted Huges capaz de ver en cuatro dimensiones.
Repleta de intuiciones, de hallazgos discursivo y verbales, las Prosas de dormida son la “olla de grillos” –esta imagen sonora se la robo a Reynaldo Jiménez- desde donde resuenan distintas afecciones que por ser tan humanas, buscan una respuesta en las huellas de algo que adivinan un paso por detrás de la cultura. “No sabemos que sabemos”, “las ideas hacen el tema y alejan la sabiduría”: estas afirmaciones reversibles se comprimen  y lanzan coletazos para ir más allá.
¿Desde dónde se escribe? ¿Para qué? ¿Quién sostiene el deseo? ¿Qué dialéctica arma la mentira y la máscara del escritor?  La pregunta sobre el oficio de escribir compromete pedazos de la vida, o la vida entera, así como el silencio, como la muerte, son la puesta en abismo de una zona de la que casi siempre huimos.
Este libro a la vez delicado y valiente, preciso y desbocado, pone en contacto, como dice Luis Chitarroni en el prólogo, “dos provincias del yo, la subjetividad y la introspección”. Para eso dialoga con las voces de poetas como Hilda Doolitle, Theodore Roethke, Mario Luzzi, Mariane Moore, Jhon Berryman, Elizabeth Bishop, Anne Sexton , Mark Strand, Alejandra Pizarnik, y muchas otras. Y nunca hay sensación de profusión o de exhibicionismo, los nombres aparecen aquí y allá como pequeñas luces, señales que no solo nos guían y muestran lo diverso que puede ser un viaje, el nuestro sobre todo, porque Iriondo siempre le habla a alguien, la inmensa minoría que no puede sustraerse a seguirla, a descubrir sus furias, sus provincias, sus criaturas del cielo y del infierno, libro tras libro, en un juego tan serio que veces nos devuelve  al placer de la propia inocencia, la del descubrimiento permanente, anterior a la férrea barrera de los juicios.

A continuación, un montaje de fragmentos que componen  distintos capítulos del libro de Carmen Iriondo (una profanación del texto original, o mejor dicho una aproximación, una posible lectura). Y finalmente la transcripción del epílogo del libro, hermoso y revelador texto de Walter Cassara.


Prosas de dormida

I

La voz es el sonido que atrae a los que andan por ahí con los oídos abiertos, es la que dentro nuestro empuja para nacer siempre distinta y mil veces igual. Kafka decía que para escribir no hay más escuela que el sufrimiento, y escribir es un movimiento, un devenir de lo inacabado que es escuchar las voces internas, teñidas por las fugas y evitaciones, por los choques y encuentros de zonas que no tienen diferenciación concreta. (…)

La orientación hacia los otros, la búsqueda constante de la mirada del prójimo, el rechazo que nos provoca la siniestra aparición de ese clamor indigno, todo esto es lo que nos asusta. Es el borde abismal, que sitúa ante el agujero y el falso equilibrio del personaje humano su silueta oscilante.(…)

Reclamo a los otros, pedido de nada, invocación. El mundo vivo va moviendo su recelo hasta parecer quieto, fijo en la obviedad de un espejo verdadero. Y el equívoco devuelve un poco de verdor a la arena reseca por el sol ajeno.

III

Defiendo por escrito a las ninfas, esas griegas criaturas sensuales y escurridizas, para reconocerles los atributos adivinatorios que ciertamente ostentaban, según las leyendas, por su cercana aso-ciación con el agua.
Por más que sumerja mis manos bajo el chorro traslúcido una y otra vez, no logro adivinar por qué los dioses decidieron escupirme viento verde en la cara. Teñido incluso con azufre hediondo por un cabrito de patas erizadas que siempre pisó el suelo del infierno y soñó con derrotarme.(…)

Muchos de nosotros pasamos más tiempo queriendo morir que queriendo vivir, apurando la partida en medio de un dolor que no cede, mientras solo nos sostiene una pizca de azafrán.

IV

Para ahuyentar las imágenes voraces ante la presencia del deseo del otro es que a veces escribimos. Escribimos cuando no podemos dormir y otras veces dormimos cuando no podemos vigilar. Para soportar a esa otra persona que también desea y nos quiere, nos cubrimos con las mantas de uso familiar y nos enredamos con las hilachas que nos hablan hasta en sueños.(…)

La rabia de los dientes apretados por el insomnio es la que llena de goce un cuerpo gastado por escenas antiguas de depredación. Momentos que pertenecieron a la infancia universal donde no hay moldes ni baldecitos, ni palitas ni cedazos para construir la barricada de la piel de arena, para mitigar el ardor del punto donde pica, duele, lacera o late la sangre que se estanca.
Cuando las energías se manifiestan más destructoras que nunca, resta la sistematización de cualquier rito del que se puede echar ojo para adquirir otra visión de los hechos que tomamos como reales. El cuervo tiene objetivamente una visión más que tridimensional, ve cuatro dimensiones. Y desde el aire ayudó a un hombre a ablandar sus pasiones tanáticas. El hombre no sabe lo que dice, esto lo sabe cualquier psicoanalista o poeta para el caso, el que habla no sabe lo que dice, y eso conforma una estructura. Y contra este desconocimiento es que hay que jugar a la esgrima, mientras haya vida.

VI

Dormir para olvidar y olvidar para poder dormir es el ciclo de la crisálida humana. Mariposas interiores que van a conjurar ese miedo atávico a la distracción, a la tragedia, a la peste, a la lluvia cuando hay inundación y a la sequía cuando los pastos parecen de la luna, tiesos y amarillos.

VII

Los espíritus se mueven en un aire de sueño. Hablan con la voz del espíritu soñado y se inscriben automáticamente en el relato.

VIII

¿Qué vela el poema en su intento de ser expresado? Por más que un poema pretenda nombrar el horror, cubre algo con sus ropajes teatrales. Detrás de harapos hay jardines flotantes, y detrás de coronas de rubíes, cadáveres pudriéndose. Pero siempre habrá otra cosa: manchas, para renacer, para tachar, para volver a irse.

X

Cuál será el lecho de mentiras desde el que escribimos. De dónde estiramos un brazo pesado pidiendo agua fresca después de cada página. De dónde nos levantamos para hacer de la mentira social nuestra práctica cotidiana más elaborada.
En un simple saludo de todos los días, ponemos en marcha, de un solo parpadear, una sonrisa en la luz, el deseo de ser agradable ante los otros, y vamos mintiendo así durante gran parte de nuestra vida despierta, esperando que los sueños nos susurren la verdad.
Se dice no que miente, sino que la poesía vela, posa un visillo sobre la ventana dura del lenguaje hablado. Pero el poema de amor es mentiroso como los es el deseo a la hora de desear el deseo ajeno. Por más que las palabras quieran machacar juramentos y repetir los golpes para ser creídas, una cosa es ser creíble y otra decir la verdad.
A las mujeres se las cubre, esto ha sido una preocupación constante de la humanidad, a lo mejor porque las mujeres son difíciles –o imposibles– de descubrir, y por eso hay que inventarlas, igual que la poesía que se escribe del lado del vacío. Algunas veces la impostura cotidiana traspasa el cuerpo y muestra la intranquilidad de la seducción. Decir que no a la simpatía de otra persona parece siempre provenir de una verdad. Sin embargo, puede también ocultar las ganas intensas de aceptar una esencia angustiante. (…)

La angustia de existir nos acerca a tantas maneras de decir mentiras como existen estilos de personas, de casas o de poesía. Mascaradas de clones humanamente insatisfechos peregrinan hacia el sitio desde donde finalmente se cree que se crea.

XII

Cuando todo cambia alrededor del eje de nuestros sentidos, se nos hace presente el temor a lo que muta, a la variación, a los postes que pasan velozmente cuando viajamos hacia lo eternamente inestable. (…)

Las ideas hacen tema y alejan de la sabiduría. Nos impiden entender un viaje celeste, lejos de los demás y sus consistencias, para ir al encuentro de la divinidad. ¿Habla el Cielo?, se pregunta Confucio, que quisiera no hablar. No sabemos si sabemos. No ignoramos que ignoramos porque somos inscriptos desde ese lugar que se llama ignorancia y con esa pasión que nace de saber lo mínimo. No habla de algo ni de eso, habla por hacerse el mar y cruzarlo de sonidos que tapen el eco del vacío que abarca la existencia. Si la idea del sabio chocara contra la sabiduría, la falsedad sería doble, se referiría a una vida supuesta de manera fallida. El gran obstáculo continúa siendo la presencia del prójimo quien, como la mantis religiosa, nos mira con esos ojos grandes llenos de nada para aterrarnos con las infinitas construcciones imaginarias que hacemos sobre lo que se espera de nosotros.
Afloran en carne viva las influencias. En cada herida hay una influencia pero no hay una idea. Sangra todavía Bonnefoy en mi nieve humeante, congela mi máscara de semblante maldito. Inventaremos leyendas para poetizar el mito en movimiento, el cruce de las aguas del riesgo que todo ser vivo intenta, para convertirse en mutante. Por poco que se espere de nosotros, se espera una metamorfosis.

XIII

Nombramos en un mundo, sentimos en otro, se lamentaba Proust. Volver a encontrar el mundo es andar alrededor del enigma de la belleza, de la penumbra, de las lacas sombrías, delas tintas y las pátinas chinas, de la opacidad de los tiempos iluminados por la luz fatigada del silencio.

XIV

A veces escribir es como atravesar un enorme desierto, vivir infinitas aventuras marcadas por el sopor, la sed y el sol crudo, para comprobar del otro lado que detrás de la noche no hay absolutamente nada, salvo la imagen y la letra de todos esos otros.
La poesía, observó Joseph Brodsky, constituye una tremenda escuela de inseguridad: uno no sabe si lo que escribió entraña algún valor y menos aun si logrará escribir algo valioso en el futuro. Verso, del latín versus, significa giro, vuelta de dirección, ir hacia atrás. Y los humanos debemos hacer una doble vuelta, un rulo prohibido para protegernos de presencias amenazantes. De cómo “má y pá”, al decir de Philip Larkin, nos han dañado por tantísimo amor.

Epílogo: “Del dormir funámbulo”

por Walter Cassara

Que el menudo ovillo de nuestras vidas está íntimamente entrelazado con las grandes y montaraces madejas del sueño ya consta en Shakespeare, quien –recordemos– pone en boca de Próspero aquello tan memorable de que “estamos hechos de la misma materia que los sueños…”. En efecto, hemos sido forjados con la misma estopa onírica que vertebra y dilapida todas las cosas, aquella que se resume en el árbol centenario que aún perdura al borde del camino, la que se expresa por igual a través de la elegancia del gato y de la sonrisa del niño girando en una calesita; a través de la flor del arrayán y del hilo musical de una estación de subte; en la atmósfera de Saturno y en los atardeceres de Querétaro. Y de los sueños, quizás lo que más nos perturba sea precisamente eso, el desparramo arbitrario de emociones y materia, las ilaciones laberínticas que dinamitan con bajezas el cuidadoso libreto de la vigilia, los gradientes difusos con los que suelen medirse las categorías y los objetos básicos de la conciencia, por ejemplo el concepto de tiempo…, ¿en qué capítulo de nuestra biografía deberíamos situar los momentos en que hemos estamos soñando o durmiendo, vale decir los momentos en que hemos renunciado voluntariamente al transcurso mundano?
Al margen de las servidumbres fisiológicas, y al margen de que nuestros sueños se han banalizado tanto o más que el mundo (el onirokitsch que ya había vislumbrado Benjamin en los albores del surrealismo), los motivos por los cuales consentimos dicha abdicación de la existencia son todavía un completo misterio.
¿Cómo hemos de saber que no estamos muertos (cito a Borges de memoria), al regresar cada mañana –aparentemente intactos– de ese oscuro tráfico mental con la nada y con los ínferos? Y al abrir los ojos, y sobre todo luego, mientras nos remendamos la efigie frente al espejo, antes de echarnos ese bendito chorro de agua fresca en la cara, ¿cómo es que no se han esfumado de golpe todos nuestros recuerdos, nuestras máscaras y liturgias cotidianas; cómo cerramos una puerta y abrimos otra, y olvidamos tan campantes las ciénagas que acabamos de cruzar en vilo, y al rato ya hemos recuperado el juicio y estamos felizmente instalados en la oficina, flirteando con la contadora –que tiene el cuello largo y sedoso de una geisha–; cuchicheando a boca suelta nuestras bobadas de siempre con la realidad?
Se sabe que los ranqueles –Mansilla lo relata muy bien en su célebre libro– tenían tanta intimidad con el caballo que incluso podían practicar el difícil arte del pernoctar ecuestre: pasaban buena parte de su vida a lomos del cuadrúpedo, en posición supina, rumbosamente tendidos entre la cerviz y la grupa, como sobre un sillón reclinable, echándose luengas siestas y hocicando en los horizontes infinitos de la pampa. El sueño del indio y el sueño del yeguarizo deberían de estar rigurosamente acompasados: cada ronquido y cada resoplo, cada somniloquio y cada rechinar de dientes se escucharía al unísono; cada onda herciana del cerebro respondería a las fluctuaciones de la otra, en un equilibrio –metabólico y espiritual– perfecto. Acerca de este indio que ahora, bajo la sombra esquinada de un chañar, cursa su siesta atornillado a un tobiano, con los pies entretejidos en las ancas; acerca de este arte u oficio furtivo del dormir funámbulo, la durmiente que habla en estas prosas –casi podríamos ratificarlo– tendría muchas cosas que decir, ya que ella dormita también, habla recostada a pelo de la poesía, encabalgada o mejor: encaballada a ese oscuro animal del lenguaje que el sentido común llama poesía, mediante el cual solo se habla o se escribe por encantamiento de las palabras (nunca hay otro motivo), a semejanza del ranquel que sabe amansar al potro encandilándolo con el solo ejercicio de la propia fascinación, o del niño que purga sus terrores nocturnos al conjuro de la voz materna, puesta a fabular o a cantar.
Carmen Iriondo domina esos conjuros, “asustadiza vestal, inocente en el abandono de sus defensas”, no obstante se adentra, subida a su yegua de la noche (nigthmare) en el pequeño Hades casero; sondea enamorada el fantasma de la voz materna, porque estas concisas meditaciones o ensalmos sobre la literatura y la vida nos parece que han sido escritos, en buena parte, subrepticiamente, para desentrañar los enigmas y los estigmas de esa voz a la que le debemos todo, la revelación y la disculpa de nuestra existencia. No es azarosa en estas páginas, por tanto, la frondosidad de accidentes mitológicos de estirpe femenina: sirenas, ninfas, moiras, medusas, melisas, quimeras…, todas ellas hipóstasis, ensoñaciones o derivas de la gran diosa madre Deméter. Por otro lado, tampoco puede ser casual que se men cione al filósofo Bergson, entre un muy diverso catálogo de citas, con sus ensayos acerca del hecho cómico, ya que las frases aquí fosforecen bajo esa forma suprema de la melancolía que comporta la risa, siendo su amanuense una de aquellas raras personas –presumimos– que no pierden la gracia ni siquiera en posición decúbito supina, cuando reposan en la cama de ébano de Morfeo o aun sobre el sinuoso diván freudiano.
Vistos al contraluz de los sueños, solo somos frustraciones e instintos asesinos, pero también somos torpes cachorritos correteando detrás de una mariposa blanca; somos el alma de un príncipe condenada a la perplejidad barroca de los signos, y somos el gordo pelón del slapstick que recibe todos los tortazos; somos bailarinas de candombe girando en un mecanismo a cuerdas, somos una inferencia lógica sin premisa mayor, y somos la mano oculta que nos hace deambular por las hojas de un grimorio grisáceo… Ya quisiéramos traernos desde aquellos reinos de lo informe alguna confidencia valiosa, algún Kubla Khan deslumbrante, o al menos una tarjeta de cortesía, pero lo único que emerge a la superficie, en cambio, es un gritito asorochado, un gemido a gatas humanoide que se asfixia toscamente en la tráquea, como un ardor estomacal, cuando nos abofetean en medio de las tinieblas y nos lanzan a los ponchazos contra las evidencias.
Con caligrafía nictálope y una sintaxis danzante, cantabile, que bordonea naturalmente los acertijos hieráticos –y a la vez tan laxos– que nos suelen atacar en nuestros diarios peregrinajes al más allá, la prosa de Iriondo se perfila sobre el envés de la trama onírica, a contrapelo de las taumaturgias previsibles, los surrealismos ya disecados por la costumbre; la autora no escribe al hilo del inconsciente sino que más bien enhebra algunas reflexiones y lecturas en torno a él –flores muy perfumadas que se abren en su mesita de noche–; no estruja la raíz de la mandrágora ni persigue el rigor metódico ni el objeto absoluto, se deja más bien mecer al compás de su miscelánea subjetiva, su propio tres por cuatro. Y cerrando los ojos raya el despertar, se amontona con sus muchos hermanos y hermanas de papel, como en esos actos de desdoblamiento en los cuales el soñante, con un absceso de conciencia desatado, de pronto, en los más profundo de la fase REM, se encuentra consigo mismo en pleno ciclo larval o letárgico, y se zamarrea de un brazo con pánico –o se da también a veces una ristra de suaves bofetadas– tratando de reanimarse, en pugna por regresar a su surco en el mundo, pero sin distinguir a ciencia cierta dónde ni cuándo comienza dicho surco, ni dónde ni cuándo acaba la oscuridad.

Carmen Iriondo. Nació en Buenos Aires, licenciada en Psicología por la Universidad de Mar del Plata. Publicó: Casa propia(1988), Rara vez (1995), La niña pandereta (1997), Por el miedo te digo (2000), Egle y Suertes Virgilianas (2002), Syl & Ted (2003), Animalitos del Cielo y del Infierno (2004); Vuelo de fiebre (2007), Llamando al picaflor por el nombre de pila (2009), Seamos nieve (2010), El rock de los limbos (2011), Animalitos del Cielo, del Infierno y del Mar (2014), El carro de las letras (2015), Fantasmata (2016), Los míos (2016).

Gabriel Cortiñas

Cuaderno del poema foto

 

Cuaderno del poema

 

No hay nombre que garantice el poema; hay textos que garantizan la búsqueda, aunque sea momentánea, de una verdad.

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La violencia de un verso contra el otro genera una dinámica; y así el ritmo deforma la semántica. Metáfora rítmica como un sonido estallado en partículas morfológicas. Existe una comunicación deformada porque los significados de las palabras chocan y se empujan unos a otros, se decoloran y surgen sus restos. Tenemos que pensar una semántica en constante estado de ebullición; ¿y la sintaxis?

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El ritmo subordina a la semántica, es por eso que el poema atiende un aspecto negado no sólo por la cultura occidental sino por gran parte del pensamiento: lo sensitivo. La filosofía americana debiera ser una filosofía de los sentidos.

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El verso sin conflicto y el texto como unidad armónica decora, por más que hable de Hiroshima. Cuando todo entra y no queda nada afuera se disuelve el conflicto, la política sería también delimitar una frontera, aunque esté siempre en movimiento.

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Querer definir cuál es la verdadera poesía es una pérdida de tiempo; porque la poesía no existe. Hay poemas de todo tipo. No obstante, para no caer en el relativismo estético podríamos decir: que no exista la poesía no nos inhabilita a pronunciarnos en favor de aquellos poemas que creemos constituyen una verdad.

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La sorpresa de una generación que se encuentra con una victoria estética; y se dispone a administrar los recursos. Cómo un discurso de rebelión se transformó en conservador, de giro intimista.

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El poema es un campo de fuerzas en pugna y este hecho no se puede falsear poniendo “blanco” y “negro” en un mismo texto.  Arturo Carrera dice que en poesía no se puede versear. Creo que intentar fraguar el conflicto en un plano puramente semántico olvidando que es el ritmo el que debe imprimir la semántica al poema, eso, en el mejor de los casos puede llegar a entretener.

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Fuerza viene de fortia que significa “fuerte” pero también suena a “fuente”. En la física esta palabra se utiliza para expresar la capacidad de modificar la forma o estado de reposo de un cuerpo.  Un poema debería pretender al menos modificar ese cuerpo llamado lenguaje, una estética dinámica y bien lejos de la contemplación.

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El llamativo fenómeno de las obras completas de autores jóvenes.

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El tiempo predilecto para un poema es el presente porque ahí confluyen pasado y futuro: el poema ensancha el presente.

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Memoria y tragedia en la obra de Zurita como parte constitutiva de la democracia chilena postdictatorial a la que el dedo de Lagos no pudo alumbrar. La sintaxis poco alterada con la suavidad de un sabio, otro de los puntos en común con la obra de Juanele. Una única obra, un único tema, la dictadura o el río; la voz, hacia lo monumental.

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La violencia de un verso contra otro otorga al poema un valor estrictamente dinámico.  Los restos son el chispazo, ese plus que tiene el poema; la luminosidad de un artefacto así no está garantizada por el mero hecho de que aparezca en este la palabra “luz”.

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Crucé la 9 de Julio leyendo a Parra, qué entretenido que es Nicanor Parra.

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Ayer leí unos textos en “La Casa del Poeta” en el barrio Roma del DF. El lugar no estaba mal, una casa muy grande y elegante, pero pensé que hubiera sido mejor que se llamara “La Casa del…”

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Entro a una librería de libros usados en el DF:

-Perdón, ¿hay una sección de poesía?

-Sí, allá donde dice “Temas de guerra”.

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Gabriel Cortiñas (Buenos Aires, 1983). Premio Casa de las Américas de poesía por su libro Pujato (Fondo edit. Casa de las Américas / Editorial Voz, 2014) y Premio Internacional Margarita Hierro por Hospital de campaña (Club Hem, 2017). Coeditor de la revista literaria Rapallo. Los fragmentos anteriormente presentados pertenecen a Cuaderno del poema (Palabras Amarillas, 2017)

 

 

Bobby Fischer VS. Bobby Fischer

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Mariano vino a casa anoche a traerme su último libro. Iba ser cosa de un minuto pero al final subió, destapó unas latitas de cerveza que traía en la mochila y nos quedamos charlando. Había sido un día caluroso y la brisa inesperada del final de la tarde nos hacía bien.

Mariano es un poeta secreto, que permanece, un poco sin querer queriendo, al margen de las redes de circulación. Algunos lo conocen más bien por sus novelas, Aún, premio Emecé 2003, Ruidos (Santiago Arcos, 2008) y Arno Schmidt (Seix Barral, 2014). Apenas uno lee un fragmento de su prosa reconoce una respiración, un fraseo, una forma de ataque donde el sentido se construye en la cadencia de una voz que oscila entre el monólogo y la oralidad, siempre cerca de lo cáustico, rayando a veces lo delirante, no tanto por lo hiperbólico sino más bien por lo obsesivo, por la reiteración un poco loca, cuya motivación profunda es desacralizar, romper con la importancia, los falsos oropeles.

Él mismo edita sus libros de poesía; corta pliegos, cose las hojas, sella a mano la portada y los ensobra. Después los distribuye en cinco o seis librerías, no más; y lo obsequia a sus amigos. El nombre que eligió para su sello, donde a veces publica algún otro poeta, anuncia una improbable frecuencia, la abstinencia más bien del plazo fijo: Ediciones cada tanto. Esa dedicación algo abstraída, de tiempos de escritura y de formas de circulación un poco a contrapelo de la figuración y el reconocimiento, se refleja también en su apuesta poética. Mariano no es afecto a la tendencia actual a una poesía que hace de lo personal su materia recurrente: lo familiar, la infancia, la amistad, tópicos que –con resultados diversos- se abren en un momento a una modesta epifanía. Así como no abreva en escenas personales, niega a sus personajes cualquier psicologismo que no sea el que derive de la propia acción; y lo mismo le pasa con la efusión lírica; lo suyo sigue la estela de algunos de sus admirados: Lamborghini Leónidas, Beckett, Céline, la gauchesca, es decir, la gente que escribió con el oído: la música (y el silencio) ante todo.

Abro el  nylon entonces, transparente, que contiene el librito. Un poema de unas 20 páginas que ya hace varios meses, me consta, el autor venía trabajando. Una cartulina color crema, de trama delicada, con el título estampado en el centro: Bobby Fischer Vs Bobby Fischer. Durante mucho tiempo, cada vez que nos juntábamos, salía a relucir el tal Bobby. Algo lo atrapó ahí, fascinado con ese personaje vio documentales, leyó acerca de su vida, de su genialidad y su desvarío, de partidas que quedaron para siempre en la historia del ajedrez, y acá estaba el resultado.

Los poemas de Dupont van rodeando, asediando su objeto para intentar aprehenderlo desde la mayor cantidad de perspectivas posibles, como Cézanne pintando una y otra vez el monte Sainte-Victorie. Sus cinco poemarios instalan un espacio e intentan agotarlo. Un espacio linguístico y una escenografía pulsional: la gauchesca recargada en Pampa Trunca, el artista cachorro y el ambiente “literario” en Quique, la inmensidad helada en Nanook, la fronda carcelaria y las megafavelas en Marcola. ¿Y Bobby Fischer? En Bobby Fischer, el mundo es un tablero de ajedrez.

Cualquiera de esos libros se leen de un tirón, no por breves, no por sencillos, sino porque son como un buen disco, uno queda atrapado en la cadencia, ese loop de decir, y no puede soltar (saltar afuera), ese ir y venir que se espirala fogoneado por el viento de la risa, el no tomarse nada muy en serio, la confianza que muestra que el amor es un lento aprendizaje, que va del enamoramiento de la imagen, la pesadez del ídolo, a la altiva energía de la desilusión.

Mario Nosotti, (enero 2018)

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BOBBY FISCHER  VS. BOBBY FISCHER

 

Bobby Fischer de un lado de la mesa. Del otro,

Bobby Fischer. Uno en un sillón, el otro, en una silla.

Se miran, serios, oblicuos, frunciendo el ceño, lo dos

Bobbys. Se observan, midiéndose, escrutándose. Un

estudio minucioso que busca el anticipo, una ventaja,

algo, lo que sea, en la dura y exigente competencia.

 

Abre Bobby, el bello Bobby, con la blancas: shic:

peón c4, y desconcierta, así, a su adversario, el Bobby

de las negras. No esperaba, Bobby, el de las negras,

que el Bobby de las blancas abriera de ese modo, no:

la salida lo toma por sorpresa. “Ajá”, piensa Bobby,

el de las negras, “conque ésas tenemos. Bien, bien.

Apertura inglesa, mmm, mmm.” Y recuerda, enseguida,

las palabras de Tartakower, Savielly, el Gran Maestro:

“la más agresiva, la inglesa, de todas las aperturas”.

Un segundo, dos , tres, y estira, Bobby, el de las blancas,

la mano derecha y clac, con la palma: baja el botón.

 

(…….)

 

Está solo, Bobby, el bello Bobby Fischer, como siempre,

aunque solo con él, acompañado por él, por él mismo,

por Bobby. Un vez más, y ya van miles, Bobby juega

contra Bobby en el centro del living de su depar,

sito en Brooklyn, New York, United States of América.

 

Desparramados por el suelo, en las mesas, en las sillas,

en todas partes, libros, manuales de ajedrez, abiertos,

y novelas de espionaje, de John le Carré, que Bobby,

en los raros momentos en que no está poseído, como en

trance, por el estudio de alguna partida, gusta de leer.

 

Aquí y allá, en un lindo salpicón, latas, vacías  y estrujadas,

de Canada Dry, de Dr. Pepper, paquetes a medio consumir

de potato chips, cajas de pizza con restos de tomate

y endurecida muzarela, calzones blancos con viejas

palometas, medias inzurcibles, zapatillas malolientes,

una muñeca para inflar: el departamento de soltero

de Bobby, el mejor ajedrecista de todos los tiempos

(según Kasparov, Garry, el ruso, otro fenómeno, etc).

 

En la cocina, un clan de cucarachas a sus anchas,

gordas y vivaces, acomete maniobras entre la pila roñosa

y variopinta que compone, en la pileta, la vajilla

de Bobby. Sin embargo, a Bobby, a ambos Bobbys,

al de las blancas pero también al de las negras, todo eso,

su casa convertida en una mugrienta porqueriza, lo tiene

sin cuidado. Bobby está en otra. Su mundo, el mundo

de Bobby, es, desde siempre, un tablero de ajedrez, y ya.

 

 

Fragmentos de Bobby Fischer VS Bobby Fischer, Mariano Dupont

(Ediciones cada tanto, 2018)

La crítica

Natalia Guinzburg

Natalia Ginzburg

Cualquiera que escriba hoy en día, y sea lo que fuera que escriba –novelas o ensayos o poesía o teatro–, deplora la ausencia o la rareza de la crítica, es decir la ausencia o rareza del juicio crítico, inquebrantable, inexorable y puro. En el deseo de un juicio semejante tal vez se esconde el recuerdo de la fuerza y de la severidad que sobre nuestra infancia proyectaba la figura paterna. Sufrimos por la ausencia de la crítica del mismo modo que en nuestra vida adulta sufrimos por la ausencia de un padre.

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Pero se ha extinguido o casi extinguido la estirpe de los críticos, porque se ha extinguido o se está extinguiendo la estirpe de los padres. Huérfanos desde hace tiempo, generamos huérfanos pues hemos sido incapaces de convertirnos nosotros mismo en padres, y así vamos en vano a la búsqueda entre nosotros de aquel del que tenemos profunda sed, una inteligencia inexorable, clara y distinta, que nos examine con distancia y desapego, que nos observe desde lo alto de una ventana, que no baje a mezclarse entre nosotros en el polvo de nuestros patios; una inteligencia que piense en nosotros y no en sí misma, mesurada, implacable y límpida frente a nuestras obras, mesurada, límpida al conocernos y revelarnos lo que somos, inexorable para encontrar y definir nuestros vicios y errores. Pero para albergar entre nosotros una inteligencia de esta clase, deberíamos tener en nuestro espíritu una lucidez y una pureza de las que en la actualidad todos carecemos, y no puede vivir entre nosotros un ser demasiado distinto a nosotros.

Por lo que se refiere a nuestra actitud ante a los críticos –aquellos de los que esperamos, y no obtenemos sino muy raras veces, o casi nunca, un juicio que nos ilumine sobre nosotros mismos, que nos ayude a ser de un modo más intenso aquello que somos y no otra cosa– a menudo es grosera. Solemos esperar de la crítica la benevolencia. La esperamos como algo que se nos debe. Si no la obtenemos, nos sentimos incomprendidos, perseguidos y víctimas de un odio injusto, y estamos de pronto preparados para vislumbrar en los otros algún fin despreciable.

Por supuesto que a un crítico no debería importarle en absoluto nuestro rencor, como no debería importarle en absoluto el rencor de los hijos a un padre sereno, que tuviera una clara conciencia de actuar y de pensar con justicia. Pero los críticos hoy en día son, como los padres de hoy en día, frágiles, nerviosos y sensibles al rencor de los otros, temen perder a los amigos u ofender a los conocidos, su vida social es muy vasta y tan llena de ramificaciones que al ofender a una persona pueden ofender a otras mil; como hoy en día los padres, tienen miedo del odio; tienen miedo de encontrarse diciendo la verdad en una sociedad hostil. O, por el contrario, quieren odio, aspiran a él como un condimento fuerte y esencial en su vida de críticos, desean estar vestidos de odio, como de un uniforme rico y resplandeciente. Y la aspiración al odio, si se luce como una coquetería en sociedad, al igual que el miedo al odio, no puede constituir un terreno estable para la búsqueda y la afirmación de la verdad.

Natalia Ginzburg, Ensayos (LUMEN)

Salir a cazar poemas

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El silbido del alma

por Roberto Aguirre Molina

Cuentan sus amigos más cercanos, que en la
década de los 70 el joven Héctor R. Rodríguez,
Kiwi, salía a caminar por la arena de la Laguna
de Guadalupe. Sabían que era “chúcaro”, “arisco”,
porque cuando lo iban a visitar (en ese tiempo
vivía en la costanera vieja frente a la laguna),
escapaba por las ventanas de la planta alta. En sus
vagabundeos y meditaciones que comenzaban a la
puesta de sol, le gustaba desenterrar, con el dedo
gordo del pie, objetos que la arena de la laguna
ofrecía cuando llegaba la bajante del río Paraná.
En una oportunidad encontró un cráneo humano;
en otra, restos de huesos también humanos que
dijo eran de los indígenas que habitaron la zona,
quizás porque también aparecieron en el mismo
lugar restos de vasijas y bijouterie propias de ellos.
Comenzó a coleccionarlos y a incrementar sus
caminatas en busca de más. No era de extrañar
que ante el cumpleaños de cualquiera de ellos, le
regalara uno de esos restos.
A comienzos de la década de los ochenta se
muda enfrente de la ciudad, a Alto Verde. Con
plata que le habían dado sus padres compra una
fracción de terreno en la zona alta de la isla y a
unos kilómetros del pueblo.
El lugar deseado, no muy lejos de la civilización
y propicio para la meditación y creación en barro y
en papel. La casa, de un ambiente, donde cabía lo
esencial: cama, mesa y cocina económica; ventana
pequeña y la puerta. Una heladera fuera de uso
(no tenía luz eléctrica) servía de alacena, una
silla y de ropero, unos clavos en la pared. El piso,
por supuesto, de tierra. Bajo la cama guardaba
dos valijas grandes, antiguas, llenas de poemas.
Cuando llegaba la inundación a su casa, levantaba
con sogas la cama y colocaba ladrillos como
escalera para acostarse a dormir; las valijas estaban
a sus pies.
Al terminar el caserío del pueblo, empieza el
largo camino de arena para llegar hasta él, rodeado
de la vegetación clásica de la zona costera: ceibos,
espinillos, chilcas, abrojos, sauces y el río en un
costado, que separa Santa Fe de Alto Verde. Una
vez allí, después de varios llamados y aplausos,
aparecía entre los ramajes de plátanos, mandarinas,
naranjas y los ajíes de la mala palabra. La ‘casita’
no se veía, había que sortear varios metros de
plantaciones por un sendero angosto. “Ésta es
mi casa”, y la mostraba. Luego de un rato, largo,
la invitación para tomar unos mates: armaba con
leña una fogata al lado de la puerta mientras iba
con la pava negra, a la vereda a buscar agua en un
tanque de lata que el camión regador llenaba cada
día. Sólo había una silla y estaba adentro, así que
a sentarse en el suelo. Andaba descalzo y mientras
esperaba que hirviera la pava se dedicaba a sacar
yuyos con los dedos de los pies. Al verlo, parecía
fácil hacerlo. Pero también lo hacía mientras
hablaba o cuando pasaban los pescadores por el
río.
Después del primer mate, con una sonrisa
como de timidez, comenzaba su monólogo que no
paraba por largos minutos, y uno se quedaba tan
atento como sin palabras ante el encadenamiento
de poesía, artesanía, filosofía, mística y cosas
cotidianas. Semejante revelación de lucidez
ocurrió también en las pocas presentaciones
en público; recuerdo una, ante los alumnos del
último año de la secundaria de la ciudad. Todos
los invitados leímos con más que menos ruido de
los chicos, pero cuando le tocó su turno, el silencio
se apoderó de la sala durante treinta minutos.
Sus poemas me llegaron en una carta personal
por medio de su amigo artesano: un pequeño
plegable fotocopiado. Como ya había iniciado la
edición de los plegables de poesía El Soplo y El
Viento con poemas de Juan Manuel Inchauspe,
Vasko Popa y Beatriz Vallejos, decidí publicarlo en
la misma colección tal como me los había enviado.
Se tiraron 500 ejemplares y por correo ordinario
circularon por todo el mundo.
Con el barro de la zona cochuraba sus piezas
en un pozo hecho a la manera indígena o bien lo
hacía en la cocina económica los días de lluvia.
A alguno de sus “bichos”, como él llamaba a sus
creaciones, le dibujaba un poema en el dorso, con
un palillo. Escribía en el reverso del papel metálico
del paquete de cigarrillos que luego fotocopiaba y
distribuía.
Conocedor de su entorno y de la gente, en
su mayoría pescadores (para ellos era un honor
tenerlo como vecino), escuchaba con paciencia
sus relatos y canciones que le ofrecían al pasar a
recoger los espineles, al caer la tarde. Así se fue
formando el cuadernillo Angüeras, esos silbidos de
las ánimas en pena que persiguen a los canoeros.
Como los cachos de banana maduraban
al mismo tiempo y tenía una buena cantidad de
plantas, los aprovechaba comiéndolos todos los
días inventando recetas que contenían este fruto.
Así, me comentaba, hacía ñoquis, milanesas,
buñuelos, ensaladas y cuánto más, hasta agotar
stock; de esa experiencia surgió un poemario de
recetas que tituló “Embananamiento”, aún inédito.
Decía Kiwi: “Trabajar el barro y escribir poesía
son manifestaciones de una misma necesidad
interior. Cuando modelo el barro puedo o no saber
lo que busco crear; en general no es más que un
movimiento para tratar de correr cortinas, de abrir
un pasaje hacia la esencia oculta, y este movimiento
crea en su marcha formas siempre distintas de las
que uno se proponía construir. Y con la poesía
también pasa algo parecido: uno puede empezar
escribiendo sobre algo que ve en el paisaje, o sobre
una música que insiste en acompañarnos, y de
pronto se produce esa otra cosa, y es como si se
saliera a cazar poemas, a seguirlos con una red y
atraparlos”.

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Poemas

1986

Las primeras flores del granado
apagadas en el rocío

6 – 11 – 86

*

Se detuvo
miró hacia atrás por encima
del hombro.
Al pasarse la mano por el pelo
saltó una rana
blanca

6 – 11 – 86

*

Tal vez apagan
la luna en las plumas
de una garza

*

En un tártago, escondido por el
mburucuyá
han hecho su nido los zorzales
ellos, que solían alborotar,
distrayendo
la atención mía o la del gato
hacia otros árboles,
ahora observan en silencio
cuando me acerco desmalezando

3 – 11 – 86

*

Chindo robó los pichones del nido
llevándoselos al suyo.
Allí les da de comer en sus labios
migas de pan, granitos de mijo.
Pero sus plumas no vuelan
y él no sabe cantar

*

El sapo en la puerta de su cueva,
yo en la mía.
Miramos caer la lluvia

 9 – 11 – 86

 

 

Inéditos

3 cabezas de surubí me trajeron
los hijos del pescador.
Las colgué de un gancho
en el ceibo.

Anochece.
Siento su olor.
En la oscuridad navego.
3 cabezas de surubí
y yo su cuerpo

*

Llegué a un punto
en el que me dije
cualquier cosa que toques
será nueva

Para probármelo
toqué las tres cabezas
y fui su cuerpo

Ellas abriendo sus bocas grandes
eso dijeron

*

de Salir a Cazar poemas (Editorial Ivan Rosado, 2016)

Kiwi (Héctor Rolando Rodríguez) Nació en Santa Fe en 1940. A comienzos de los años 80 se transladó a la isla de Alto Verde, frente a la ciudad de Santa Fe. Durante su vida se dedicó, a la par, a la poesía y a la alfarería. Publicó en ediciones delanada, de Santa Fe, las plaquetas Poemas (El Soplo y El Viento n° 2, 1986), Angüeras (El Soplo y El Viento n° 9, 1989) y El espejo natal (El Soplo y El Viento n° 13,1991). Murió en el año 2011.

Marie Colmont

campesina imagen

 

De la granja al hospicio

 

Cuando se veía a esta vieja andar con su paso corto y ligero en su casa embaldosada, nadie pensaba que su lugar estuviera en el hospicio. Todo era limpio a su alrededor: la vieja estufa irregular de Flandes lucía en todas sus abolladuras; bajo la campana de la chimenea el volante de encaje permanecía tan fresco como las cortinas de las ventanas. Mientras que sus dos mozos labraban la tierra, a los ochenta años ella hacía de granjera como lo había hecho toda su vida: la sopa, la comida para las aves, los quesillos de cuajada, los grandes cubos de agua a la ligera sobre la baldosa roja, los remiendos, las zurciduras, las coladas y todo lo demás que no se puede decir uno detrás de otro.

En esa granja Pais-de-Calais había entrado a los treinta años; más de un medio siglo después era el alma de la granja. Un medio siglo de fatiga bajo todos los soles y todos los cierzos, con todo lo que hay de vida y de muerte, de alegría y de desgracia en cincuenta años humanos, ¿no es bastante para ligaros a los muros poblados de recuerdos y de presencias desvanecidas?

Algunas veces la anciana debía de ir a la ventana y mirar directamente a la gran llanura ahogada de agua escurridiza con aquí y allá un fantasma agitando sus brazos negros en la bruma. Mucha gente hubiera dicho que ese no era un lindo paisaje; ¿pero qué queréis?, ella lo amaba: era SU paisaje, familiar a sus viejos ojos, familiar como su soledad, como el rechinamiento de la cadena del pozo, como la fatiga de sus riñones. Con todo eso, y a pesar de los recuerdos y las presencias desvanecidas, se construye una especie de dicha a la medida de un corazón de ochenta años.

***

Se ha ido a destruir esa dicha con quince gendarmes armados de tercerolas, con bota y casco. Ella no estaba en su casa en esa granja; esta tenía un propietario y una propietaria y había un proceso. Después de cincuenta años de uso, por algunos francos de alquiler, sin duda, se había disputado; y de fallos apelados y de debates demorados se llegaba a esta solución, última: el ujier, la expulsión LEGAL.

Antes, cerca de La Fléche, por una historia parecida, una historia de cien francos y tanto, una granja ardió y tres seres rodaron en la muerte. Pero los mozos del Nord tienen la sangre más tranquila. Cuando el ujier fuerza la puerta con una barra de hierro recogida en el patio encuentra a los tres infelices sentados detrás, las manos caídas, muy pálidos. En su desesperación, sin embargo, la vieja tuvo un sobresalto: – Toma tu fusil –le grita a uno de los hijos- y mátalos.

No ocurrió nada. No se oyó más que sollozos, más que protestas desesperadas. Con gestos torpes, que no traicionaban ningún orgullo por lo que hacían los gendarmes, sacaron los muebles, los acomodaron en largos carros de ruedas bajas que transportaron tantas cosechas y que partieron esta vez bajo la lluvia -¿a dónde?- con un hombre de pie en cada uno de ellos, un hombre taciturno, el látigo en el puño, el rostro excavado por esas arrugas y esos gestos que son los llantos de los campesinos…

 

***

A la vieja se la pone en un carruaje y se la lleva al hospicio. Entró allí con los ojos desconfiados y huraños de las urracas cuando se las encierra en una jaula. Las otras viejecitas, acostumbradas a su vida de reclusas, no miraron con amabilidad al extraño personaje, ese pájaro caído en su bandada parlera, que se mordía los labios seguramente al recuerdo del gran silencio de sus campos, del libre viento de las llanuras que todavía ayer sacudía sus faldas. Ella, que encontraba los días demasiado cortos para tanto trabajo, deberá aprender a no hacer nada a lo largo de los días, a no ser esas pequeñas faenas serviles en que se apresura para captarse la amistad de las hermanas. De sopa espesa de legumbres y de crema que ella sabía hacer tan bien para llenar el estómago de los dos mocetones molidos de trabajo, pasará al flaco caldo de los hospitales que sabe a pan agrio y a agua grasienta. Se le atormentará; las viejecitas se vuelven malas; le roban la azúcar y escupen en su sopa. Tendrá cóleras, rápidamente ahogadas en lágrimas: a los ochenta años, ¿cómo sublevarse en verdad?

Se habituará…o bien morirá…a esta edad, me diréis, un poco más temprano, un poco más tarde…Pero entre morir en paz y morir en la desesperación hay una lúgubre diferencia.

 

Marie Colmont, 27 de mayo de 1938

Traducción Juan L. Ortiz

Perteneciente a En la naturaleza. Marie Colmont. (EDUNER, 2015)

Ver también Crónicas del paisaje sensible (sobre Marie Colmont)