Perseverance

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Ayer a la noche subí a la terraza. Me recosté en la silla y apoyé los pies sobre la parecita. A pesar de que vivo a unas cuadras del cruce de dos grandes autopistas, a esa hora hay silencio y pueden verse las estrellas. Me gusta quedar así, suspendido de alguno de esos brillos, pensando nada. La luna estaba en creciente, cortada perfectamente al medio. Sabía que por cada estrella más o menos tenue había miles que se me ocultaban. Lo sé porque en la oscuridad total de los cielos del sur las noches son abrumadoras. Recorriendo ese paño profundo traté de identificar los puntos de las constelaciones que conozco, hasta fijar la vista una luz rojiza, apenas tenuemente titilante. Pensé que eso era Marte. Imaginé que un hilo apenas curvo, balanceado en el espacio infinito, unía mi silla con ese lejanísimo lugar.

Durante varios días seguí con interés y asombro la misión del Perseverance, una especie de ultra sofisticado laboratorio de seis ruedas que hace un mes, el martes 18 de febrero, a las seis de la tarde hora argentina, se posó sobre el suelo polvoriento de Marte. Para llegar ahí, había recorrido 470 millones de kilómetros viajando por seis  meses a una velocidad de 20000 kilómetros por hora.

El rover Perseverance es una especie de muñeca rusa que a medida que avanza en su camino va perdiendo capas, como si fuera una cebolla–como el escudo térmico que se desprende antes de aterrizar- hasta depositar en el suelo ese núcleo esencial -. Ese último elemento – el vehículo en sí- contiene a su vez infinidad de cosas, por ejemplo un mini helicóptero capaz de sobrevolar el desierto marciano enviando hasta nosotros imágenes cinéticas.

Durante dos semanas –la anterior y la posterior al aterrizaje- la misión de la NASA ocupó buena parte de los portales del mundo. Y mientras más leía, más épico y por momentos más inverosímil  me resultaba todo. La última fase por ejemplo, la del amartizaje, se anunciaba como un punto crítico. La maniobra está envuelta en condiciones terriblemente adversas -como los 13000 grados Celsius que soporta de la cápsula en fricción con la atmósfera marciana- para una operación tan delicada y precisa. De los 14 intentos de aterrizaje anteriores, seis –todos estadounidenses- habían fracasado. En la NASA lo llaman “los siete minutos de terror”. El módulo ingresó a la atmósfera de Marte a una velocidad de 20.000 kilómetros por hora y en menos de 420 segundos, la sonda tuvo que desacelerar hasta los 2,7 kilómetros por hora, la velocidad de un hombre de a pie. El grupo de operadores que desde Cabo Cañaveral monitoreaba todo festejó como un gol del mundial cuando el Perseverance posó sus ruedas en un cráter llamado Jezero y casi de inmediato empezó a transmitir las primeras imágenes en color.

Según decía uno de los diarios, el principal objeto de esta  gesta es buscar signos de antigua vida microbiana, recolectar muestras de roca y polvo, caracterizar la geología y el clima de Marte y allanar el camino para la exploración humana ‘in situ’. El lugar elegido es una cuenca en la que hace millones de años hubo un río cuya desembocadura formaba una especie de delta, y en donde por lo tanto los científicos creen posible que, como ocurre en la tierra, los sedimentos guarden evidencias de algún tipo vida, una vida que en ciertas condiciones podría haberse afianzado hace miles de millones de años.

Hoy la aventura sigue, el Perseverance estará por ahí varios años. Sentado en la sillita playera que tengo en la terraza, mientras la brisa cálida aliviaba un poco el calor persistente del final del verano, miré al cielo. Pensé en nuestro planeta que colapsa, único conocido con condiciones como para que la vida prospere, en un despliegue a veces majestuoso que nos pone de frente a miles de preguntas. Pensé en que ya empezábamos a preparar la huida. Me volvió a sorprender nuestra capacidad de destrucción y la no menos notable de imaginación y técnica. Pensé en que seres como yo –con una diferencia de preparación, claro- tipo que toma mate y que escribe poesía, habían llevado ese cacharro de seis ruedas hasta una piedra fría perdida en lo inconmensurable. Pensé en lo inverosímil de encestar esa lata –con perdón de la NASA, pero es que comparada a la vastedad del universo… – en el lejano escombro que ahora yo veía, con un tiro certero. Y sentí nuevamente eso de que la ciencia y la poesía siempre estuvieron cerca. Cada una a su modo realizan lo imposible, nos enfrentan a lo incomunicable, nos ligan otra vez al misterioso asombro, el abismo que liga las palabras, y las cosas.

Mario Nosotti

El efecto de Fauna

tren

Voy a contar un episodio. Llegué a la estación Florida del ferrocarril Mitre y de casualidad enganché un tren. A los pocos minutos, me encontraba leyendo  al lado de una chica de auriculares flúo, el libro que había empezado la noche  anterior.  Se trataba de Fauna-Desplazamientos de Mario Levrero. Exactamente igual a como me había ocurrido  con La novela luminosa, el relato me tenía totalmente enganchado.  El humor, la cotidianeidad ensimismada y a la vez abierta, telepática de Levrero, eran mi horma perfecta en esos días. Básicamente, sentía que el efecto de lectura era benéfico,  que me reconciliaba con cierto proceso personal que se iba dando sólo –con una ínfima, humilde participación de mi parte-proceso  que a pesar de la constante fluctuación malestar-bienestar,  era de todos modos necesario. Traduciendo: la clara sensación  de que todo lo que me venía sucediendo desde hacía unos meses era –aunque a veces de modo doloroso, incomprensible- para mi propio bien. A medida que avanzaba el relato –y el tren supongo- crecía en mí la idea corporal de que somos estados pasajeros, flujos como se dice ahora, y todo está constantemente en cambio. A todo esto, tenía que llegar a la estación Belgrano a tiempo para ir a coordinar un grupo; ya me había pasado llegar sobre la hora y encontrarme  que otro había tomado mi lugar. La cosa es que seguía leyendo, con el mismo entusiasmo de alegría sexual que el narrador siente por Flora, y una frase me hacía reír y levantar la vista, darme cuenta que varios  pasajeros me miraban. Yo era consciente de mi risa y de mi enfrascamiento pero a la vez, en una especie de atención periférica, podía percibir todo lo que pasaba en el vagón.  Como si cierto júbilo emanado del relato me diera ojos y oídos extras.  Sin embargo, según pude constatar después, perdía rápidamente la noción del tiempo y del espacio, y allá afuera las estaciones pasaban. En eso, a unos seis metros de donde estaba sentado, una mujer morena se para ante la puerta, lista para bajar, y me sonríe. Un nene rubio de unos seis años iba de su mano. Reconocí al instante a mi ex mujer, de la que me separé hace casi veinte años. Me señalaba y entendí claramente por el movimiento de los labios que le decía al nene -“mirá, ése es el papá de las nenas”. Saludé con la mano y sonreí. El tren paró y la vi caminar por el andén en mi dirección. Seguí sonriente  y saludando como un tonto –a ella y al nenito- en un estado de gracia atribuible sólo a Fauna. De algún modo, me sentía extrañamente complacido de que me viera justo en ese trance. El tren volvió a arrancar y empecé a sumergirme de nuevo en la bruma del relato cuando, en un tiempo que no podría precisar, percibí con espanto un solar despejado, con vías adyacentes y galpones …”la puta, me pasé!” Estaba en la estación Lacroze; de golpe me acordé que mi ex mujer  otras veces  había coincidido conmigo en  ese horario, y que ambos nos bajamos en Belgrano . Resignado a llegar otra vez tarde al grupo, vi que venía el tren del otro lado y crucé el puente  lo más rápido que pude.  Llegué a la reunión justo, mi silla estaba intacta, nadie había ocupado mí lugar.

Después, le conté este suceso a mi padrino y me dijo que era un buen augurio, que para él estaba enamorado. Yo en ese entonces había iniciado una nueva relación. También vaticinó que empezaba una etapa de disfrute en mi vida y que más de una vez iba a seguir de largo, “a perderte con el colectivo”, insistió, “con el tren”, lo corregí.

En el viaje de vuelta a Florida seguí leyendo, pero esta vez me bajé en el lugar correcto. Mi casa está  a unas diez cuadras de la estación. Cometí la imbecilidad de hacerlas caminando y leyendo, en piloto automático como quién dice, con el riesgo que implica. Cuando llego a la puerta busco la llave y no la encuentro. Por segunda vez caigo del efecto de Fauna en mis desplazamientos: como estaba apurado  había ido a la estación en el auto; la llave de mi casa estaba ahí.