EL pronóstico de oscuridad. Mario Arteca. Ed Bajo la luna (2013)

El pronóstico de oscuridad tapa libro

Mario Arteca (La Plata 1960), que hasta el año 2003 no había publicado ningún libro, es una de las voces más sugestivas e inasimilables de la poesía argentina actual. El pronóstico de oscuridad, su noveno volumen, agrega otro fractal a una obra cuyo espíritu podría condensarse en la pregunta que titula uno de los poemas: ¿Cómo funciona el mundo? Y es que tras lo evidente, tras esas superficies ensambladas, la poesía de Arteca articula su espesor constructivo.

Si bien la mayoría de estos textos orbitan una y otra vez sobre lo conceptual -teorías sobre la realidad, la representación, la memoria, el poema etc- caracterizarlos de este modo es engañoso. Arteca se vale del residuo, de lo circunstancial, para armar mecanismos que creen un sentido rítmico. No se trata de abstraer y fijar enunciados sino de poder habitar (escribir) la naturaleza semoviente de toda concepción: “si existe un planteo, bien, mejor desmentirlo”.

A Arteca le interesa indagar lo discontinuo, mostrar como “la realidad”, los objetos, se sostienen por los vínculos relacionales y utilitarios que nuestra subjetividad les impone. Querer unir las piezas sueltas – o más bien no poder evitar hacerlo- trae consigo consecuencias impensadas: “donde funciona la autoconciencia se construye una moral discursiva”. Y eso es lo que erosiona esta escritura: mensaje, completud, naturaleza misma. ¿Cómo? Retorciendo la lógica argumentativa, prometiendo una visión del mundo y dando miles, explotando una suma de recursos: aglomerar esquirlas de sentido, incrustar diálogos sin toponimia, poner a dialogar citas diversas (Aigui, Klossowski, Ashbery, Wittgenstein, Cioran etc) o, entre párrafo y párrafo , marcas de lo elidido (…), lo sustraído del continuo. La inercia del lector a completar sentido fracasa ante un lenguaje que insiste en sostener eso irrecuperable.

Un poema puede de ser por ejemplo la cita de un poeta que habla sobre de pintura, o una serie de variaciones ligadas por un motivo oscuro – marxismo + conejo deshaciéndose en el caldo de una olla en La Plata-, un listado de veinte reflexiones sobre la composición, o “Una declaración sobre los derechos humanos” absolutamente sui generis. Y cuando la peripecia o el suceso aparecen, lo hacen narrados como por alguien que conoce los nexos, pero no los presenta.

De algún modo, ironizando con el título de uno de los poemas, “Alguna vez escribiré un arte poética”, casi todos los textos de este libro se leen como tales. Hay además observaciones llenas de ironía , referencias sutiles a lo coyuntural, mezcladas con imágenes potentes, que no metaforizan, sino más bien percuten percepciones: “El viento arrecia como si desbandara a fogueos una millonada de alcatraces”. La sombra de Simic, sus juegos de cajas chinas, objetos como marcas del aprendizaje, planean a lo largo del libro.

Si de algún modo, “vivir es soportar la oscuridad”, no es de extrañar la reacción que a algunos les provoca la poesía de Arteca: “Dirán, -sé quiénes son- que todo es debido a ese gusto indirecto por la dificultad”.

Rvista Ñ (26/04/14)

Poemas de Mario Arteca

MARIO ARTECA

JORGE TEILLER

Jorge Teiller



Estación Sumergida

Yo no estoy soñando, lo recuerdo, olvidé cómo se soñaba;
quizás esto sea un mar, bien puede ser la tierra,
encima el cielo deshaciendo su cabellera.
Esto no es un mar sin olas, es una lámina descolorida,
un día muerto por dagas invernales, un día fusilado por lluvias.
De pronto lo rompen manotazos de campanas, tictaqueos de sombras,
y se cierra como una cuchillada de trenes oxidados
devorando las cerezas maduras del sol.

Propicio tiempo para levantar cruces de barro
en el pecho de mapuches asesinados, para los caballos crepusculares
que se extravían en las acequias.
Ya lo sé, debo escaparme de los ahogados que flotan en los pozos,
voy a beber grandes tragos de poemas silvestres
veo desde el umbral al atardecer mordiendo plazas,
aferrándose gelatinosamente a los tejados rotos,
hasta caer junto a muchachas desfloradas en graneros solitarios
a las antiguas bodegas de la noche.

Pálidamente las horas se reúnen a jugar a las cartas
en torno a la mesa de los días,
desconozco el tren que me dejó entre ellas,
viéndolas alimentarse de cantos estrangulados,
persiguiendo a mis amigos, arrastrándolos en el río del tedio.
Yo no sueño, todo cuanto veo es cierto, ellos pasan
del brazo de mujeres desdentadas, riendo largamente.
Una ola invade mi habitación, recuerdo a mi vecina
cantando hasta que el cielo le llenaba las manos de azul,
yo no besé esas manos, yo tenía al viento cordillerano
arańándome, y la muerte oculta tras viejas y profundas fotografías.
Aferrado a un puente de madera,
inclinado sobre las venas turbias de la noche
pasan botellas vacías, libros oxidados de relecturas,
el barrio de las prostitutas pobres
donde cierro los labios por no decir mi nombre.
No es nada esto, sólo que a veces siento temor de saber quién soy verdaderamente.

Me gustaría despertar con los labios húmedos
como después de los largos besos de las sabias primas,
como si estuviese tomando café servido por mis hermanas.
Pero si abro los ojos también estaré sumergido,
pues la lluvia hace girar su pausado gramófono,
mientras hay un nevar de alas deshechas por los días,
velorios humedecidos de vino, y esta mano helada en mi garganta,
helada como parroquias y confesionarios que no se desprende,
si la pudiese deshacer un brillar de días felices.

Ahora lo sé, he estado siempre despierto,
mirando silenciosamente la estación sumergida
donde los huesos de las nubes hilachean los árboles.

Alguien me debe esperar -quizás algunos muertos-
pues voy hacia las chimeneas rústicas, los aserraderos vacíos,
las grandes, prestigiosas casas de madera sureña venidas abajo
como flores destrozadas por los duros dientes del olvido,
y busco el sol en los huertos cuyos párpados lo esconden.

Todo me espera en la estación sumergida, nuevamente,
en la empapada de malezas, la crecida de sueños angustiados y torvos,
mientras el tiempo detenido cierra sus pesados portones
y confusamente respira en el mar del invierno.




Jorge Teiller: nació en Lautaro, Chile, en 1935. Considerado junto a Enrique Lihn como una de las voces principales de la generación posterior a Parra y a Neruda. Algunos de sus libros de poesía son: Para ángeles y gorriones (1956), El árbol de la memoria (1961), Poemas del País de Nunca Más (1963), Crónica del forastero ( 1968), Para un pueblo fantasma (1978), Muertes y maravillas (1971), El molino y la higuera (1983), Hotel nube (1996) y En el mudo corazón del bosque (libro póstumo al cual pertenece el poema aquí reproducido). Murió en Santiago en 1996.

Arno Schmidt. Mariano Dupont (Seix Barral, 2014)

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HUYENDO DE MI RAZA

Cuando en 2006 Mariano Dupont terminó un libro que nadie le quiso publicar (una especie de sátira al discurso filosófico), decidió dar un giro y “volver a ver cómo es vender un libro”. Para eso, no le hizo falta dejar de ser él mismo (su pulsión de escritura, que busca no asentarse en un estilo), sino apenas ordenar una trama, poner a interactuar los personajes y darle a todo eso dirección. Porque bajo el ropaje de una novela de argumento -que anima a que el lector se sumerja en el texto- se esconde la misma incertidumbre, la misma furia desacralizante de su obra anterior. En ese sentido, si bien Arno Schmidt es uno de los textos más legibles de Dupont, es un Dupont puro, una puerta de entrada ideal al resto de su obra, y a la vez uno de sus libros más liberadores.
Hay algo que la escritura de Dupont viene buscando hace rato, algo que excede lo conceptual o lo temático – su trabajo con la sátira, la reescritura, la gauchesca- y que tiene que ver sobre todo con lo vivo, con encontrar un ritmo, un fraseo que pierda poco a poco ese peso marmóreo que se nos viene encima al es cuchar semejante palabra: Literatura. Lo vivo es lo contrario del hallazgo, de las buenas ideas, de ser “original”; tiene más bien que ver con ese asombro ante la frase que avanza, que sucede, con eso que no para de venir al encuentro. Y para que esa lengua nos suene “natural” hay un trabajo: la escansión de la frase, el énfasis teatral de las exclamaciones, el ping-pong de los diálogos directos, y la repetición, el balbuceo, retomar y seguir. Lo importante es escuchar, dice Dupont, “ojo y oído: siempre se trata del ojo y del oído”.
La obra de Dupont tiene su anclaje en la poesía ya que ahí – como en la buena prosa- lo importante es la música. De los siete libros que hasta hoy lleva publicados, cuatro son largos poemas narrativos, pequeñas épicas satíricas (Quique, Pampa Trunca, Nanook y Marcola) donde se encuentra el germen de todo su trabajo con la lengua ( los otros son novelas: Aún, Ruidos y la que nos ocupa). Por eso, aunque el estilo de Dupont vaya mutando, transformándose de libro en libro, su escritura “se escucha”; se trata de una lengua en estado de pregunta, de tanteo, donde siempre se libra una batalla. Dupont es un observador de ambientes, de tradiciones, de mínimos estratos culturales a los que disecciona a través de sus hablas, sus tics; ahí pone el oído para mostrar lo endeble de ciertas construcciones, el vacío que esconde la fachada social. Y su arma principal es la risa, en sus libros – en este especialmente- es difícil parar de reírse. Sin embargo, hay una especie de heroicidad en los protagonistas de su literatura, una heroicidad que pasa con vivir con lo puesto, con animarse a actuar la propia épica.
Arno Schmidt, que no tiene nada que ver con el escritor homónimo –salvo que La república de los sabios, una de sus novelas, inspiró oblicuamente este relato- es el nombre de una residencia, financiada por un excéntrico barón alemán que beca anualmente a escritores con el fin de que “produzcan” un libro, a ser posible experimental. Hasta acá todo más o menos normal, salvo que la ASWER está ubicada en la Antártida , en medio de los blizzards – vientos helados de más de 200 km por hora- y que dentro de la residencia, dotada de todos los lujos y comodidades, una estructura de vidrio alberga una biósfera increíble, con monos, guacamayos, anacondas, en medio de la vegetación exuberante. Dupont tiene debilidad por los lugares extremos –la inmensidad pampeana en Pampa Trunca, una megafavela en Marcola, el sótano de Ruidos, otra vez las extensiones heladas en Nanook – espacios donde lo humano, lo cultural, quedan entre paréntesis, a veces empequeñecidos y otra veces expuestos en toda su deriva y fatuidad, como insistiendo siempre en eso más que humano, un algo que nos pierde y nos transforma.

Arno 2

Allá llega Dupont (sí, Mariano Dupont) a ese lugar que en su misantropía, su franqueza, vive como una cárcel. A producir su librito, su pequeña obra maestra, una reescritura del Popol -Vuh que pretende entregar lo antes posible para irse. Aunque también se divierte, bastante, y en el medio suceden cosas, de poca relevancia casi todas, aunque haya una muerte, sí, y un descubrimiento en el final. Y entretejiendo esto, pasando el tiempo, una fauna de personajes delirantes, más o menos snobs, escritores que hablan y hablan, de literatura, claro, de qué más, y el énfasis, la pose. Los personajes de Arno Schmidt tienen una vitalidad y nitidez que los hace difícil de olvidar. Gastón Picot, el director de la residencia, que luego de darle la bienvenida a Dupont le confiesa no haber leído nada de él, y amablemente le advierte el ingrato papel que le toca, vigilar que los escritores escriban: “ Nada de borrachos, ni de venir a calentar la silla. ¡Ojo con aquél que se pase de la raya!” “Lo mandamos de vuelta a Ushuaia en dos patadas”. También están Erika y Claudio, compañeros de beca, la licenciada Maribel Gutiérrez, la atractiva psicóloga que atiende los bloqueos de los escritores, o Gass, el profesor de natación, chiquito, musculoso y ganador. Pero el blanco principal está en los escritores de culto, esas vacas sagradas, reverenciadas más allá de lo que digan o hagan. La novela dispara a escritores claramente reconocibles, camuflados bajo nombres como los de Brian Pereira Dos Santos (“las quince mil dioptrías de aumento”, la experimentación devenida en “maquinita, en émulos, listo”), o Pedro Marcial Mota (feo, pelado, con su pierna “inteligente”, que despotrica contra los best seller, porque además de ganar fortunas, “quieren ensayos que analicen sus mercancías, ¿no es genial?”).
La novela alterna la narración en primera persona de la estadía en la residencia con los párrafos del texto que el protagonista va escribiendo. Y si este libro tiene algo de experimental el experimento está acá. Ver cómo se cocina esta reescritura intrusiva del Popol- Vuh donde la veta escatológica y mágica del original se llevan al extremo del delirio, añadiendo, torciendo la sintaxis, construyendo una lengua de la mezcolanza (especie de porteño, español antiguo y guatemalteco).
Y además de escribir, la relación más intensa y más sucitadora del narrador es con los animales. – quizás porque entre ellos, la ausencia simulación no ha apagado la furia y belleza de lo vivo-. Dupont ve los osos a través del vidrio, se queda fascinado mirándolos, o se arriesga a salir sólo para ver los pingüinos: “Huyo momentáneamente de la civilización, de los humanos, de los escritores. ¡De la cultura! ¡Ay! Al menos por un rato. ¡Cuánta infatuación se esconde en el corazón de los artistas! ¡Cuánta mezquindad! ¡Raza podrida! ¡Y yo entre ellos! ¡Uno más! Me alejo, entonces, de mi raza”.
Arno Schmidt es la sátira ante la impostura del arte y la literatura, “el ambiente” que Dupont conoce y del que forma parte. Reírse de sí mismo, y de paso bajar a la literatura de su pedestal, es un trabajo para toda la vida.


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