una ética de la forma

valery

sobre El cementerio marino. Paul Valéry.

No sé si aún continúa la moda de elaborar largamente los poemas, de mantenerlos entre el ser y el no ser, suspensos ante el deseo durante años, de cultivar la duda, el escrúpulo y los arrepentimientos, de tal modo que una obra siempre reexaminada y refundida, adquiera poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma de uno mismo.
Esta manera de producir poco no era rara hace cuarenta años, entre los poetas y entre algunos prosistas. Para ellos el tiempo no contaba, lo cual es muy divino. Ni el ídolo de Lo Bello, ni la superstición de la Eternidad literaria estaban en ruinas entonces; y la creencia de la Posteridad no estaba abolida del todo. Existía una especie de ética de la forma que conducía al trabajo infinito. Los que a este se consagraban bien sabían que mientras más grande es el trabajo, menor es el número de personas que lo conciben y lo aprecian; trabajaban por muy poco, y como santamente.
Con esto se aleja uno de las condiciones «naturales» o ingenuas de la Literatura, y se llega insensiblemente a confundir la composición de una obra del espíritu, que es cosa finita, con la vida del espíritu mismo, el cual es una potencia de transformación siempre en acto. Se llega así al trabajo por el trabajo. Para esos hombres deseosos de inquietud y de perfección, una obra no es nunca una cosa acabada -palabra que para ellos no tiene sentido alguno-, sino abandonada; y este abandono, que la entrega a las llamas o al público (ya sea por efecto del cansancio o de la obligación de entregar), es para ellos una especie de accidente, comparable a la ruptura de una reflexión cuando la fatiga, el fastidio o alguna sensación la anulan.
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Había yo contraído ese mal, ese gusto perverso del reemprender indefinido, y esa complacencia por el estado reversible de las obras, en la edad crítica en que se forma y fija el hombre intelectual. Estas tendencias las he vuelto a experimentar cuando, a eso de los cincuenta años, las circunstancias han hecho que vuelva a la poesía. Así pues, he vivido mucho con mis poemas. Durante cerca de diez años ha sido para mí una ocupación de duración indeterminada; un ejercicio más que una acción; una investigación más que una entrega; una maniobra de mí mismo por mí mismo, más bien que una preparación con miras al público. Me parece que me han enseñado más de una cosa.
No aconsejo, sin embargo, que se adopte este sistema: no poseo calidad ninguna para dar a quien quiera que sea el menor consejo, y, por otra parte, dudo que convenga a los jóvenes de una época apremiante, confusa y sin perspectiva. Nos hallamos en un banco de niebla…
Si hablé de esta larga intimidad de una obra y de un «yo», sólo fue para dar una idea de la sensación extrañísima que experimenté, una mañana, en la Sorbona, escuchando al señor Gustave Cohen desarrollando ex -cátedra una explicación de El Cementerio Marino.
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A lo que he publicado nunca le han faltado comentarios, y no puedo quejarme del menor silencio sobre mis pocos escritos. Estoy acostumbrado a ser dilucidado, disecado, empobrecido, enriquecido, exaltado y abismado, hasta ya no saber yo mismo cuál soy yo, o de quién se habla; pero leer lo que se imprime sobre uno es nada, comparado con esta sensación singular de oírse comentar en la Universidad, ante el pizarrón, como un autor muerto.
En mis tiempos los vivos no existían para la cátedra, pero no me parece mal que ya no sea así.
La enseñanza de las Letras saca de ello lo que la enseñanza de la Historia podría sacar del análisis de lo presente; es decir: la sospecha o el sentimiento de las fuerzas que engendran los actos y las formas. El pasado tan sólo es el lugar de las formas sin fuerzas; a nosotros nos toca llenarlo de vida y de necesidad, y suponerle nuestras pasiones y nuestros valores.
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Me sentía yo como mi sombra… Me sentía una sombra capturada; y, sin embargo, me identificaba en momentos con cualquiera de aquellos estudiantes que seguían, anotaban, y que, de vez en cuando, miraban sonriendo a esta sombra cuyo poema leía y comentaba, estrofa por estrofa, su maestro.
Confieso que en tanto que estudiante sentía poca reverencia por el poeta, aislado, expuesto y molesto en su banco. Mi presencia de dividía extrañamente entre varias maneras de estar allí.

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Entre esta diversidad de sensaciones y de reflexiones que componían para mí esta hora de la Sorbona, la dominante era precisamente la sensación del contraste entre el recuerdo de mi trabajo, que se reavivaba, y la figura terminada, la obra determinada y parada a la cual se aplicaban la exégesis y el análisis del señor Gustave Cohen. Eso era resentir cómo nuestro ser se opone a nuestro parecer. Por una parte, mi poema estudiado como un hecho consumado, revelando al examen del experto su composición, sus intenciones, sus medios de acción, su situación en el sistema de la historia literaria, sus ligas, y el estado probable del espíritu de su autor… Por otra parte, la memoria de mis ensayos, de mis tanteos, de los desciframientos interiores, de aquellas iluminaciones verbales imperiosísimas que imponen de repente una cierta combinación de palabras -como si tal grupo poseyese yo no sé qué fuerza intrínseca… iba a decir: yo no sé qué voluntad de existencia, enteramente opuesta a la «libertad» o al caos del espíritu, y que puede a veces constreñir a la mente a desviarla de sus planes y al poema a ser algo totalmente distinto de lo que iba a ser y de lo que se pensaba que debiera ser. (Se ve por esto que la noción de Autor no es sencilla: solamente lo es con respecto a terceros.)
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Escuchando al señor Cohen leer las estrofas de mi texto, y dar a cada una su sentido final y su valor de situación en el desarrollo, me dividía entre el contento de ver las intenciones y las expresiones de un poema reputado oscurísimo eran aquí perfectamente entendidas y expuestas, y el sentimiento raro, casi penoso, a que acabo de aludir. Intentaré explicarlo en unas cuantas palabras a fin de completar el comentario de cierto poema considerado como un hecho, con una ojeada a las circunstancias que acompañaron a la generación de ese poema, o a lo que fue, cuando estaba en el estado de deseo y de demanda de mí mismo.
Por otra parte, sólo intervengo para introducir, a favor (o como rodeándolo) de un caso particular, algunas notas sobre las relaciones de un poeta con su poema.

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Ante todo debo decir que El cementerio marino, tal como está, es para mí el resultado de la sección de un trabajo interior, un acontecimiento fortuito. Una tarde de 1920, nuestro amigo que tanto echamos de menos, Jacques Riviere, al visitarme me encontró ante un «estado» de El cementerio marino, pensando en reemprender, en suprimir, en substituir, en intervenir esto y aquello…
No descansó hasta que consiguió leerlo; y habiéndolo leído, le encantó. Nada es más decisivo que el espíritu de un director de revista.
Así por accidente, fue fijado el rostro de esta obra. Nada hice para ello. Además, no puedo en general volver a cualquier asunto que haya escrito, sin pensar que lo hubiera hecho totalmente distinto si alguna intervención extraña o alguna circunstancia cualquiera hubiera roto el encanto de no terminarlo. Sólo amo el trabajo del trabajo: los comienzos me fastidian, y sospecho perfectible todo lo que viene de un golpe. Lo espontáneo, aunque sea excelente e incluso seductor, nunca me parece bastante mío. No digo con esto que “tenga razón”, digo que sou así… Como la noción de Autor, la del Yo, no es sencilla: un grado de más de conciencia opone un nuevo Sí mismo a un nuevo Otro.

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La Literatura no me interesa, pues, profundamente, sino en la medida en que ejercita el espíritu en ciertas transformaciones: aquellas en las cuales las propiedades excitantes del lenguaje desempeñan un papel capital. Puedo, es cierto, agarrarme de un libro, leerlo y releerlo con delicia; pero sólo se adueña de mí por completo si encuentro en él la marca de un pensamiento de potencia equivalente a la del lenguaje mismo. La fuerza de doblegar el verbo común a fines imprevistos sin romper las «formas consagradas», la captura y el dominio de las cosas difíciles de decir,y, sobre todo, la conducción simultánea de la sintaxis, de la armonía y de las ideas (que es el problema de la poesía más pura), son para mí los objetos supremos de nuestro arte.

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Esta manera de sentir es chocante, quizá. Hace de la «creación» un medio. Conduce a excesos. Más aún: tiende a corromper el placer ingenuo de creer, que engendra el placer ingenuo de producir, y que soporta toda lectura. Si el autor se conoce un poco demasiado,si el lector se hace activo, ¿qué pasa con el placer?, ¿qué acontece con la literatura?
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Este punto de vista sobre las dificultades que pueden nacer entre la «conciencia de sí» y la costumbre de escribir explicará sin duda ciertas actitudes sistemáticas que a veces me han reprochado. Se me ha censurado, por ejemplo, el haber publicado diversos textos de un mismo poema, incluso contradictorios. Este reproche me es poco inteligible, como puede esperarse después de lo que acabo de exponer. Al contrario, estaría tentado, si siguiera mi sentimiento, a comprometer a los poetas a producir (como lo hacen los músicos) una diversidad de variantes o de soluciones del mismo tema. Nada me parecería más conforme a la idea que me complace de un poeta y de la poesía.
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El poeta, a mi modo de ver, se conoce por sus ídolos y por sus libertades, que no son los de la mayoría. La poesía se distingue de la prosa en que no tiene ni todas, ni las mismas trabas, ni todas, ni las mismas licencias que ésta. La esencia de la prosa es perecer; es decir, ser «comprendida», o lo que es igual, ser disuelta, destruida sin remedio, reemplazada totalmente por la imagen o por el impulso que ella signifique según la convención del lenguaje. Pues la prosa sobreentiende siempre el universo de la experiencia y de los actos, universo en el cual (o gracias al cual) nuestras percepciones y nuestras acciones o emociones deben corresponderse o responderse de un solo modo: uniformemente. El universo práctico se reduce a un conjunto de fines. Logrado su objetivo, la palabra expira. Este universo excluye la ambigüedad, la elimina. Impone que se proceda por el camino más corto, y sofoca lo antes posible las resonancias de cada acontecimiento que se produce en el espíritu.

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Pero la poesía exige o sugiere un «Universo» muy diferente: universo de relaciones recíprocas, análogo al universo de los sonidos, en el cual nace y se mueve el pensamiento musical. En este universo poético la resonancia prevalece sobre la causalidad, y la «forma», lejos de desvanecerse en su efecto, es como reclamada por él. La Idea revindica su voz. (Resulta de ello una diferencia extrema entre los momentos constructores de prosa y los momentos creadores de poesía.) Así, en el arte de la danza, el estado del danzante, (o el del amante de los ballets) es el objeto de este arte, y los movimientos y desplazamientos de los cuerpos no tienen término en el espacio, ningún hito visible, ninguna cosa, que junta los anule; y a nadie se le ocurre imponer acciones coreográficas la ley de los actos no-poéticos (pero útiles), que es: efectuarse con la más grande economía de fuerzas, y según los caminos más cortos.
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Esta comparación puede hacer comprender que ni la sencillez ni la claridad son absolutos en la poesía, donde es totalmente razonable (y aun necesario) mantenerse en una condición lo más lejana posible de la prosa: dispuesta a perder (sin lamentarlo demasiado) tantos lectores como sea preciso.
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Voltaire dijo maravillosamente bien que «la poesía sólo está hecha de hermosos detalles». Y yo no digo otra cosa. El universo poético de que hablaba se introduce por el número o, mejor dicho, por la densidad de las imágenes, delas figuras, de las consonancias y disonancias, por el encadenamiento de los giros y de los ritmos; lo esencial es evitar constantemente lo que reduciría a la prosa, ora haciendo echarla de menos, ora siguiendo exclusivamente la idea
En suma: mientras un poema es más conforme a la poesía, menos puede pensarse en prosa sin perecer. Resumir, poner en prosa un poema, es simplemente desconocer la esencia de un arte. La necesidad poética es inseparable de la forma sensible, y los pensamientos enunciados o sugeridos por un texto de poema de ningún modo son el único y el capital objeto del discurso, sino medios que contribuyen por igual, con los sonidos, las cadencias, el número y los adornos, a provocar, a sostener una cierta tensión o exaltación tendiente a engendrar en nosotros un mundo (o un modo de existencia) todo armónico.
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Así pues, si me interrogan, si se inquietan (como sucede y, a menudo, muy vivamente) por lo que he «querido decir» en tal poema, respondo que no he «querido decir», sino «querido hacer», y que la intención de «hacer» fue la que «ha querido» lo que he «dicho»…
En cuanto a El cementerio marino, esta intención sólo fue al principio una figura rítmica vacía, o llena de sílabas vanas, que me obsesionó durante algún tiempo. Observaba que esta figura era decasílaba, y me hice algunas reflexiones sobre dicha forma, muy poco empleada en la poesía moderna: me parecía pobre y monótona. Valía poco comparado con el alejandrino, que tres o cuatro generaciones de grandes artistas han elaborado prodigiosamente. El demonio de la generalización me sugería intentar llevar este Diez a la potencia de Doce. Me proponía una cierta estrofa de seis versos y la idea de una composición fundada en el número de esas estrofas y en una diversidad de tonos y funciones por asignarles. Entre las estrofas debían instituirse contrastes o correspondencias. Esta última condición bien pronto exigió que el poema posible fuese un monólogo del «yo», en el cual los temas más sencillos y más constantes de mi vida afectiva e intelectual, tal como se habían impuesto a mi adolescencia, asociados al mar y a la luz de un cierto lugar de las riberas del Mediterráneo, fuesen recordados, tramados, contrapuestos . . .
Todo esto conducía a la muerte y lindaba con el pensamiento puro. (El verso escogido de diez sílabas tiene cierta relación con el verso dantesco.)
Se precisaba que mi verso fuese denso y fuertemente rimado. Sabía que me orientaba hacia un monólogo tan personal, pero tan universal como pudiera construirlo. El tipo de verso escogido, la forma adoptada para las estrofas, me daban condiciones que favorecían ciertos «movimientos», permitían ciertos cambios de tono, llamaban a cierto estilo…El cementerio marino estaba ya concebido. Un trabajo bastante prolongado vendría después.
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Siempre que pienso en el arte de escribir (en verso o en prosa), el mismo «ideal» se me ofrece. El mito de la «creación» nos seduce para querer hacer algo de nada. Sueño, pues, que encuentro progresivamente mi obra partiendo de puras condiciones de forma, más reflexionadas, precisadas hasta el punto en que proponen o imponen casi… un tema o, por lo menos, una familia de temas.
Observemos que las condiciones de forma precisas son tan sólo la expresión de la inteligencia y de la conciencia que tenemos de los medios de los que podemos disponer, y de su alcance, así como de sus límites y sus defectos. De ahí que yo defina al escritor por una relación entre cierto «espíritu» y el lenguaje…
Pero conozco todo lo quimérico de mi «Ideal». La naturaleza del lenguaje es lo que menos se presta en el mundo a combinaciones seguidas u ordenadas, y, por otra parte, la formación y las costumbres del lector moderno, acostumbrado a nutrirse de incoherencia y de efectos instantáneos, vuelven imperceptibles toda busqueda de estructura, casi no aconsejan perderse tan lejos de él…
Sin embargo, el solo pensamiento de construcciones de esta índole sigue siendo para mí la más poética de las ideas: la idea de composición.
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Me detengo en esta palabra… Me conducirá no sé a qué latitudes. Nada me ha asombrado más entre los poetas, ni dado más que deplorar, que lo poco de búsqueda en las composiciones. En los líricos más ilustres casi no encuentro más que desarrollos puramente lineales, o… delirantes; es decir: que proceden de lo próximo a lo próximo, sin más organización sucesiva que la que muestra un reguero de pólvora por el que huye la llama. (No hablo de los poemas en los cuales domina un relato, y la cronología de los sucesos interviene: éstos son obras mixtas; óperas, y no sonatas o sinfonías.)
Mas mi asombro dura hasta que recuerdo mis propias experiencias y las dificultades casi descorazonadoras que he encontrado en mis intentos de componer en el orden lírico. Y es que ahí el detalle es a cada instante de esencial importancia, y la más noble y sabia previsión ha de concertarse con la incertidumbre de los hallazgos. En el universo lírico, cada momento debe consumar una alianza indefinible entre lo sensible y lo significativo. De esto resulta que la composición es, en cierta forma, continua, y casi no puede circunscribirse a un tiempo distinto del de la ejecución. No hay un tiempo para el «fondo» y un tiempo para la «forma»; y la composición en este género no se opone únicamente al desorden o a la desproporción, sino también a la descomposición. Si el sentido y el sonido (o si el fondo y la forma) se pueden disociar fácilmente, el poema se descompone.
Consecuencia capital: las «ideas» que figuran en una obra poética no desempeñan en ella el mismo papel, ni son de ningún modo valores de la misma especie que las «ideas» de la prosa.
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Dije que El cementerio marino se presentó a mi espíritu en un principio bajo las especies de una composición por estrofas de seis versos de diez sílabas.
Este partido me permitió distribuir con mucha facilidad en mi obra lo que debía contener de sensible, de afectivo y de abstracto para sugerir, transportada al universo poético, la meditación de un cierto «yo».
La exigencia de los contrastes que producir y de una especie de equilibrio que observar entre los momentos de ese «yo» me llevó (por ejemplo) a introducir en un punto cierta alusión a la filosofía. Los versos en que aparecen los argumentos famosos de Zenón de Elea (pero animados, revueltos, arrastrados en el arrebato de toda dialéctica, como las jarcias de un barco por un fuerte golpe de borrasca) tiene por objeto compensar, con una totalidad metafísica, lo sensual y lo «demasiado humano» de estrofas antecedentes; determinan también más precisamente a «la persona que habla» – un amante de abstracciones -; oponen, en fin, a lo que fue especulativo y demasiado atento en él, la potencia refleja actual, cuyo sobresalto quiebra y disipa un estado de fijeza sombría y viene a ser complementaria del esplendor reinante, al mismo tiempo que trastorna un conjunto de juicios sobre todas las cosas humanas, inhumanas y sobrehumanas. Esbocé las pocas imágenes de Zenón para expresar la rebelión contra la duración y la intensidad de una meditación que hace sentir, con demasiada crudeza, el extravío entre el ser y el conocer que desarrolla la conciencia de la conciencia. El alma, cándidamente, quiere agotar el infinito del eléata.
Mas tan sólo quise tomar de la filosofía un poco de su color.
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Las diversas notas precedentes pueden dar una idea de las reflexiones de un autor en presencia de un comentario de su obra. Ve él en ella lo que ésta debió haber sido y lo que hubiera podido ser, más bien que lo que es. Así pues, ¿qué más interesante para él que el resultado de un examen escrupuloso y las impresiones de una mirada extranjera? No es en mí donde se efectúa la unidad real de mi obra. Escribí una «partitura»; pero sólo puedo oírla ejecutada por el alma y por el espíritu de otro.
Por ello el trabajo del señor Cohen (dejando a un lado las amable palabras que me dedica) me es singularmente valioso. Buscó mis intenciones con un cuidado y un método notables. Aplicó a un texto contemporáneo la misma ciencia y la misma precisión que acostumbra mostrar en sus sabios estudios de historia literaria. Tan bien trazó la arquitectura de ese poema como exaltó el detalle; señaló, por ejemplo, esos giros de términos que revelan las tendencias, las frecuencias características de un espíritu. En fin, le estoy agradecidísimo por haberme explicado tan lúcidamente a sus jóvenes alumnos.
En cuanto a la interpretación de la letra, ya me expliqué en otra parte sobre este punto; pero nunca se insistirá lo bastante: no hay sentido verdadero de un texto. No hay autoridad del autor. Aunque haya querido decir, escribió lo que escribió. Una vez publicado, un texto es como un aparato del que se puede servir cada uno a su antojo y según sus medios; no hay seguridad de que el constructor lo use mejor que cualquier otro. Por lo demás, si el autor sabe bien lo que quiso hacer, este conocimiento le enturbiará siempre la percepción de lo que ha hecho.

(texto escrito por Paul Valéry, a próposito de una lectura crítica de Gustave Cohen sobre El cementerio marino)