(a propósito de La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún. Fabián Casas. Emecé 2013)
por Mario Nosotti
Una vez simpaticé con Casas. Fue cuando en una encuesta de Ñ sobre la figura de Tolstoi, varios escritores argentinos consideraron al escritor ruso una lectura de formación, muy buena, sí, pero que como en el caso de Cortázar era cosa del pasado. La cuestión pasaría en todo caso más bien por Dostoievsky, por Chejov o Gogol. Además de que, claro, Tolstoi era hijo de un conde. Casas en cambio, dijo que Tolstoi era sencillamente imprescindible, que a cualquiera que quisiera iniciarse en la aventura de escribir lo obligaría a leer Ana Karenina. Lo que varios de esos narradores, jóvenes consagrados, le reprochaban a Tolstoi, era su apego a la trama, contar historias, vidas de personajes (muchos en cada novela), incluidas sus cuestiones de clase, cosas que la novela de vanguardia había dejado definitivamente atrás. En suma, le reprochaban no ser su contemporáneo.
El ensayo más largo de La supremacía…, se lo dedica Casas al gigante barbudo –ese capaz de crear personajes complejos y cambiantes, haciéndolos interactuar como si fuese el director de una orquesta sinfónica- y a la que para muchos es su obra capital: Ana Karenina.
El resto de los “ensayos al tuntún” son textos más bien cortos, en lo que el autor habla (escribe mejor dicho, aunque la ambigüedad en este caso resulte productiva) sobre literatura, fútbol, política, cultura, sobre la actualidad – pública o íntima- llevada hacia el terreno de su filosofía personal, esa donde lecturas y experiencia de vida no corren por veredas paralelas. Casas aborda sólo los temas que de algún modo lo conmueven, y lo hace, como si nos contara cosas de sí mismo; sus ensayos entonces, son como los retazos de una autobiografía pasional. Sus opiniones y puntos de vista –a menudo incontrastables- no se sustentan en lo explicativo, se justifican sólo en la confianza de su propia intuición, en esa sensación que atrae o que repele. La forma de argumentar de Casas es una especie de asociación emotiva. Más que explicar da ejemplos, cuenta hechos, une puntos desperdigados en el tiempo y el espacio de su memoria, que es también la memoria de su generación y su cultura. Empieza hablando, por ejemplo, de la libertad estilística que muchos poetas jóvenes le deben a Leónidas Lamborghini y de inmediato lo relaciona con el Barcelona de Pepe Guardiola; desde ahí se remonta a la Holanda del ´74 (que perdió la final con Alemania), y vía Borges –el Borges ensayístico de El escritor argentino y la tradición– termina refiriendo la técnica del handball. La conclusión de esto es que Guardiola, más que un DT es un curador de arte.
A Casas le interesa lo biográfico en un sentido amplio. La biografía muestra la forma en que se anuda la obra con la vida, la figura de autor y la persona que se esconde detrás, y esto que es casi obvio, es más que pertinente en el caso del autor de Los Lemmings; Casas hace de cuestiones domésticas posiciones políticas, y muestra cómo lo ideológico arraiga casi siempre en motivos personales. Ahí trabaja Casas, y de ese cruce se nutren sus ensayos; y quizás en su gusto por hurgar en las vidas de escritores está el de descubrir ese juego de planos, de dimensiones. Casas lee biografías, muchas, y recomienda varias: Vladimir Nabokob, lo años americanos, de Brian Boyd; la de Peter Ackroyd sobre T.S.Eliot y, enfáticamente, El mundo es así, la biografía de Patrick French sobre Naipaul.
“Una buena biografía debería dejar en el lector una duda incrustada en su ser. Una duda que sólo se salda yendo a los libros del biografiado”. Es lo que le sucede con Nabokov, autor al que nunca había podido entrarle por “petulante”; luego de leer el libro de Boyd,“de un golpe, me bajé Lolita, Barra siniestra y Pálido fuego”.
Casas lee también libros de Coetzee (Costas extrañas y Mecanismos internos) que contienen ensayos sobre escritores (Rilke, Musil, Borges, Schultz etc), y dice: “no parecen escritos para ‘ensayar´, para dar rienda suelta a hipótesis sobre un autor, sino para recomendar, ocasionalmente y depende del encargo, la lectura de una buena novela o un buen libro de poemas”, “uno inmediatamente sale a la búsqueda de lo que Coetzee recomienda”. Lo que Casas apunta sobre Coetzee se aplica perfectamente para él.
Casas tiene a menudo opiniones polémicas, o al menos discutibles porque suenan a exabrupto, aunque probablemente no lo sean: hablando de la utilización del discurso de los derechos humanos por parte del oficialismo, por ejemplo, dice esto: “se puede afirmar que las Madres de Plaza de Mayo fueron infiltradas dos veces: una vez por el asesino Astiz y otra por el ex presidente Kirchner.” Más allá de lo que cada lector opine, uno siente que a veces se le mezclan los tantos. Y sin embargo, la misma incorreción llevada por ejemplo al terreno literario, es como una bocanada de aire fresco. Casas pone en la mesa su reacción de lector así como le sale, sin calcular, sin sentirse obligado a explicarse. No le importa correrse del consenso -que a veces se sostiene en la pura retórica- de cierta nueva crítica, y cuestionar a autores que se han vuelto un poco indiscutibles, casi como intocables del canon literario argentino. Hablando sobre el prólogo de Aira a la obra narrativa de Osvaldo Lamborghini (Ediciones del Serbal,1998), Casas dice: “siempre me pareció demasiado bueno para la obra que presentaba. Leyéndolo, uno tenía ganas de leer más Aira y cuando finalmente se entraba en los textos de Lamborghini había un anticlímax”; y, siempre hablando de Aira, “El ensayo que le dedica a Copi es mil veces mejor que cualquier obra de Copi”. La conclusión es que, “Aira crea autores que no están a la altura de sus prólogos, se vuelve un prologuicida”.
Y los ejemplos siguen, hay muchos, varios más. A veces es difícil no ver lo caprichoso de sus asociaciones; sin embargo lo que arma su escritura es capaz de trascender los “tópicos”, de darnos algo vivo y distinto.
Volviendo a lo biográfico: Casas encuentra en la pulsión de la biografía una necesidad de ordenar, de dar sentido a ese ente inaprensible que es toda vida humana. Y, tangencialmente unido a ello, está su concepción de que lo literario sólo se justifica si de algún modo nos hace sentir vivos; una buena novela, un buen poema, actúan más eficazmente que varios libros de autoayuda. Dice también que la naturaleza es de derecha, que como al capitalismo salvaje le importa solamente perpetuarse, y que lo que nos salva de esa sustancia compartida es la vocación de servicio. Más allá de que la analogía sea pertinente, el ejemplo nos habla de un síntoma de época: el autocentramiento, la preocupación constante por lo nuestro, la dificultad para “salir de sí”. A Casas, pensar que “estamos abandonados en el espacio negro”, o que, “no hay nada trascendental esperando en ningún lado”, no lo convierten en un nihilista. Por el contrario, su conclusión es que “cuidar al otro por encima de uno mismo, es la cara más impresionante del amor”. Y como en otros casos, esta revelación le viene de la propia experiencia. Es lo que cuenta en uno de los textos más altos y más emotivos del libro, dedicado a Rita, su perra border collie. Ahí Casas empieza comparándose a sí mismo y a su núcleo de amigos con los Hikikomori, esos adolescentes japoneses que viven encerrados en sus cuartos, limitando su mundo a su computadora, cómics y pocas cosas más. Dice que sus amigos –críticos de rock o cine- también viven en su mundo, consumiendo “cultura” y esquivando en lo posible las partes más incómodas y duras de la cotidianeidad. El lento aprendizaje que significa su relación con Rita, atender sus necesidades –sacarla a pasear varias veces al día, levantar su caca, o defenderla del ataque de otro perro- le ayuda a descubrir que “cuando menos piense uno en sí mismo, cuándo más te ocupes de los demás, más feliz sos”, y agrega, “la felicidad es la ausencia de pensamientos utilitarios sobre el ego que todo lo quiere”.
A lo largo del libro, Casas pasa revista a esos temas que son sus elecciones afectivas, nombra escritores, amigos del ambiente, gente pública o ignota y central para él. Cuando habla de Tolstoi, de Spinetta, del karate o de San Lorenzo, siempre habla de otra cosa, de algo más: el amor, la relación padre-hijo, el paso del tiempo, la responsabilidad. Y fogoneando eso una actitud de asombro, de poder sorprenderse todavía donde otros, pasarían sin más. La escritura directa y transparente, el afán comunicativo, esconden una forma de pensar y narrar que Casas ha venido construyendo a partir de ese género híbrido: el ensayo bonsái, o al tuntún, que más bien se asemeja a la voz del cronista, donde en todo lo escrito resuena el universo del autor.