UN TEATRO DE SOMBRAS

Liliana Lukin

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sobre El Museo de la Infancia, Liliana Lukin (Espacio Hudson, 2023)

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“Pues este es mi proyecto: filmar una mano con mi otra mano: entrar en el horror. Me parece extraordinario, me da la impresión de ser un animal. Peor aún: soy un animal que no conozco.” Algo de esta cita de Agnés Varda que abre una de las secciones del nuevo libro de Liliana Lukin, algo de ese movimiento, podría leerse como un símil de lo que hace la autora: mirarse a sí misma como si fuese algo extraño, un animal, como una mano mira a la otra. Escudriñar no con los ojos, sino con la memoria de una mente portátil; trabajo de edición, de compaginación de imágenes, de palabras que surgen de un espacio sin fondo: “con la mano, es como pelar un durazno / con la mano: la piel se rompe, húmeda,  / jirones que voy sacando y amontono / unos sobre otros…”

En esa observación donde la identidad se anega  nos asomamos a algo que nos aterroriza, pero a la vez se nos devuelve algo de lo propio, una fruta exquisita, llena de surcos, “el corazón de mi desdicha”. Somos lo que se ve cuando el acercamiento es tal que permite el desenfoque, entonces lo mimético se extraña,  para que surja  otra trama, alguna trama, una trama descubriendo una historia, hilándola en nuestro presente.

Volátil, inestable, como esos sedimentos que maceran en un agua sacudida de pronto por los pies y las risas, la memoria retiene en su cedazo algo de lo que hubo, como un eco doblado, transformado: “hubo felicidades de cuerpos ajenos, hubo crimen y silencios para flotar en la transparencia”.

Alguien insiste en mirar el  olvido, “lugar para excavar”, tierra en la que la poeta ausculta sedimentos, detritus, retazos de una historia: padres, madres, “la cinta sin fin del amor / y del no amor”. Y sin embargo, “aunque mire más hondo aún, no lograré ver ni la mitad de lo vivido”. Consiente del desafío, de que “La pérdida siempre está hambrienta” (otra cita, en este caso de Pascal Quignard) la memoria de Lukin es también una danza de contrarios: no uno u otro, sino uno y otro, algo que nunca es puro.  Custodiada en pequeños cuadernos, dibujos infantiles,  fotos, palabras recordadas, es como un yacimiento de hallazgos esparcidos en la infinita negrura, la claridad infinita: “Destapo la caja de fotos como si fuera Pandora, con deseo y con miedo / miro superpuesta la vida que tuve”, “Un largo collar de pequeñas penas y dificultades”.

Hay en la obra de Lukin una voz vulnerable que es capaz de auscultar las fuerzas negativas, las pérdidas, lo efímero, los mandatos ocultos. En su poesía el daño y la belleza suelen  estar cerca, también la soledad y la aparición, ética de la flor que crece al borde del barranco (Montale), en ese filo heroico subsiste como una llamarada: “proliferar en mí misma, y en el pequeño / universo que hace lugar a mi insistencia”.

Invocar un pasado, recrearlo en lo escrito, nos permite también el ajuste de cuentas, por ejemplo con la madre, (“A cierta edad, casi todas las poetas / tienen una madre que escriben”): “… me arranco / si puedo el veneno/ de su flechas/ de su fingida inocencia”

Hace falta regodearse en la ausencia, en la desolación, sostener el fantasma con altura, dialogar mano a mano con él hasta que “ya es suficiente”.  En Lukin siempre está el impulso de regeneración, de enhebrar un discurso en que la vida sea propicia; ese es el camino en espiral que sus poemas transitan: “Algo susurra, soy mejor / que mis propios recuerdos de mí”.

Este libro, que aún en un registro diferente dialoga con otros de la autora, incluye sus dibujos escolares que actúan como espejos invertidos de una figuración. Si hay en la vasta obra de Lukin un sentido creado en la descomposición del lenguaje, cierta prosodia hirusta en este poemario se suaviza, se hace más llana sin perder su vigor.

El museo de la infancia, la infancia como teatro de sombras, como esas vocecitas que murmuran desde lejanos paisajes pintados en cartón. En el hilo capaz de resistir a la disolución esta voz nos propone encarnar  la “presencia de lo ausente”, aquello que vivimos y que supimos cierto como cuerpo, como un tono de voz.

Mario Nosotti, Revista Ñ (15/07/2023)

VERSOS INCLEMENTES Y PARAÍSOS DE ARENA

sobre LAS COSAS QUE DIGO SON CIERTAS. Poesía Completa 1949-2000, Blanca Varela (Gog & Magog / Caleta Olivia)

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“Una desesperación auténtica no se consigue de la noche a la mañana. Hay quienes necesitan toda una vida para obtenerla”, dice Blanca Varela en El orden de las cosas, uno de los poemas de su segundo libro. Voraz, agazapada, visceral, a veces melancólica y  oscura, la inclemencia de sus versos extraen de la cantera del lenguaje la sensorialidad de lo real, “la carne convertida en paisaje” de una voz que se abre en vertientes subterráneas, paraísos de arena.

Integrante de la llamada “Generación del 50″ junto con poetas como Javier Sologuren, Jorge E. Eielson y Sebastián Salazar Bondy, Blanca Varela es una de las voces más significativas de la poesía peruana del siglo XX, con puntos de contacto con cierta tradición surrealista como la de César Moro y Emilio Adolfo Westphalen.

Nacida en Lima en 1926, estudió en la Universidad de San Marcos, en donde conoció a quien sería su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo. Bajo la guía de Octavio Paz -que la pone en contacto con el circuito artístico y literario del momento- llega a París en 1949 donde traba amistad con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. En su larga residencia en la capital francesa conocerá al poeta Henri Michaux, y a los artistas Giacometti, Léger, Tamayo y Carlos Martínez Rivas, entre otros. Luego de un viaje a Florencia y algunos años de estadía en Washington – donde vive de hacer traducciones y eventuales trabajos periodísticos- regresa a Lima en 1962.

Su primer libro, «Ese puerto existe», que suma a resonancias vallejianas a una matriz enteramente personal aparece en 1959 con un prólogo de Octavio Paz. Poesía del contraste y el vértigo, de la luz y la sombra, los poemas de Varela guardan algo escondido que un momento dado se expulsa como un resorte oscuro; un amargor solar donde lo exuberante y lo carnal se expresan con extraña exactitud. Desde el comienzo hay una voz potente, casi sin rostro, planeando por las calles de Lima, la infancia en Puerto Supe, por los acantilados y las tiendas, una voz que no es del corazón sino de la garganta. La poesía de Blanca Varela nos convoca, de lo inhóspito hace una especie de refugio, de lugar donde la soledad vive y se enciende. Nubes, insectos, piedras, asomos a la profunda noche o al desbarrancadero de la claridad. Si hay algo así como la precisión imaginativa, si esto no es un oxímoron, si en el encuentro de sustancias ajenas hay una imantación que trasciende cualquier arbitrariedad, eso consigue la poesía profunda y recortada, desesperada y breve de Varela. Todo se crea en un abrir y cerrar de ojos que deja en el lector un rastro contundente, como una frase escrita en la arena mojada, que puede ser borrada al instante siguiente porque esta poesía huye ante el menor atisbo de eternidad.  

Las cosas que digo son ciertas reúne por primera vez en nuestro país sus libros de poesía, escritos  entre 1949 y el 2000 entre los que se encuentran Luz de día, Canto villano, Del orden de las cosas y Concierto animal. Traducida a varias lenguas, ganadora  de los premios García Lorca y Reina Sofía entre otros, Blanca Varela no acostumbraba a dar entrevistas y sus apariciones en público fueron más bien escasas y discretas. “Para mí la poesía es respiración y silencio. Esto último es muy importante porque en ese silencio debe haber cosas que tienen que quedar en el alma del lector”, dice en una entrevista. En 1996 su hijo fallece en un accidente aéreo cerca de Arequipa. Blanca Varela muere en Lima en 2009 a la edad de 82 años.

“El dolor es una maravillosa cerradura”, “convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo” dice el poema Ejercicios materiales; ese tono de afirmación sin altisonancias, de manifiesto sin réplicas ni exigencias que María Negroni advierte en uno de sus versos, da cuenta de la profunda búsqueda, la oscuridad vital que impulsa esta poesía: “Puedes contarme cualquier cosa / creer no es importante/ lo que importa es que el aire mueva tus labios”.

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Mario Nosotti. Revista Ñ (22/04/2023)

Destacado

Registros de una belleza insondable

sobre, La lengua de la llanura, Carlos Battilana (Caleta Olivia, 2021)

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La lengua de la llanura es el primer libro que publica Carlos Battilana luego de su celebrado Ramitas, la poesía reunida que editó Caleta Olivia.Hay por lo tanto en este libro una pregunta implícita sobre cómo, o mejor dicho, con qué seguir. Y lo que hace el poeta es continuar indagando, abriendo variaciones de sus temas y espacios recurrentes, acentuando matices, modulando, y avanzando también sobre otros territorios. Podemos encontrar en estos versos la misma levedad, la atención al detalle que su obra viene tejiendo, pero aquella mirada de afecto o compasión se adensa, toma cierta distancia, para posicionarse en  algunos poemas al borde de lo extraño.  

Hay un yo que registra, que ausculta, que posa su mirada y a continuación pregunta, conjetura. Casi siempre aparece filtrando esa mirada un ínfimo dolor, por lo que ya no está, por lo que huye, por lo que inevitablemente perecerá, y es justamente en ese trance íntimo cuando despunta la belleza. Hace falta ese paisaje pobre, de pocos elementos, de restos secos, para que algo pueda arder. Como la estepa, como el polvo o el viento, las pequeñas señales o los cambios del día, lo que importa es todo eso que “parece insignificante / pero es llamativa / su voluntad”.

Carlos Battilana

Hay algo del origen y de lo primitivo, algo de los albores de la historia cuyas resonancias llegan para quién pueda oírlas, para quién se disponga a leer en los signos, como esas huellas de perdidas culturas propias de la llanura bonaerense que subsisten en la orilla del mar. A partir de rastrojos, cortezas, restos de lo que alguna vez fue plenitud, de la desolación de ese paisaje, de sus tenues presencias y sus muertos, surge algo parecido a la fe.

En este nuevo libro de Carlos aparece el mar; el desierto, la llanura, encuentran ahí su límite y su extensión. Y también otra lengua, otro espacio que los diga y en el cual reflejarse. Aunque se hable de otras cosas, aunque apenas se lo nombre, aunque todo suceda sobre tierra, la presencia del mar, su rumor, es un fuera de campo, es una invocación que como las fogatas de la costa imprime en las escenas un vivo, fantasmal resplandor.

La poesía de Carlos Battilana insiste en indagar ese espacio vacío, esas tenues presencias más o menos cercas que aún así (o por eso mismo) cuesta reconocer, y no se sabe cómo pronunciar. Esa incerteza, esa vacilación, el tanteo de una materialidad abismada están en la escansión de su palabra, pero son además -y sobre todo- la música de fondo, el registro de una belleza insondable.

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Mario Nosotti (revista Ñ, 8/01/22)

Palabras desde donde desplomarse

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sobre Un barco propio, Mónica Sifrim (CienVolando, 2018)

 

Jugando con el doble sentido del barco ebrio y el cuarto propio como desafío de pérdida y encuentro, Mónica Sifrim construye un libro potente –el sexto de su producción- donde la gravedad y lo leve conjugan un viaje al encuentro de sí misma.

 

Una muchacha se arroja al vacío, por amor o desdén, por algo que le quema. Su caída sin embargo es corta, termina suspendida en las ramas de un naranjo, una tragicomedia, porque así son las cosas, en la vida, en la poesía, no hay épica que no bascule en la ridiculez. Colgando de las ramas, la chica “es un capullo indócil” y vista desde el sol “es una lapicera / que graniza / coágulos de sangre”. La caída es resbalar de la ilusión, darse cuenta de que “no hay una zona tierna / donde apoyar el hueso dolorido”. Pero lejos de terminar, la muchacha emprende un viaje, un viaje circular donde arrojarse es el precio para reconocerse y nacer al deseo.

Las variantes de tono y densidad visual de cada una de las partes del libro (Formas de caer, El canal de la mancha, Grandes esperanzas, Un barco propio), son la evidencia de su extraña riqueza, de su monotonía espléndida. En contrapunto con lo telegráfico de las Formas de caer, por ejemplo, El Canal de la mancha  tiene la carnadura, el barroquismo leve de buena parte de la poesía de la autora. Recorriendo paisajes que son ínfimos retablos, nuestra esquiva  heroína llega oculta a una ciudad, para olvidar, o para darse a luz,  para recuperar las grandes esperanzas, aquéllas que permiten sostenerse cuando camino no hay.

La niña que recorre los poemas de Mónica Sifrim encuentra en un momento de este libro un barco propio, dos tablones de roble atornillados, desde donde asistir a salvo a sus caídas, sus lances, pero ese recorrido la lleva nuevamente a su primer verdad: “la poesía no era/mar/ni tierra firme /las palabras fueron la/escalera/para subir/al techo/desde donde/quise/desplomarme/una vez”.

Un barco propio tapa

La escritura de Sifrim es eminentemente rítmica, primordialmente verbal; si hay ideas, conceptos, van siempre de la mano de un rebote de diálogos, pequeñas colisiones de palabras que caen como semillas en un palo de lluvia; es por ese derrame que accedemos al logos. Y algo de lo fortuito también, de tomar lo que el oído trae, imágenes que tocan una verdad extinguida, que solo la poesía puede formular: “una muchacha rota en alquitrán”, “el porvenir es una oveja triste”, “las verdades se apilan / como capas de pan y de manteca”.

Aunque el tiempo de caer es ínfimo, el lenguaje construye un durativo que permite elevarse de nuevo, volver a desplomarse, orbitar desde distintos puntos, y permite al lector hilar los avatares de una historia agujereada, la de alguien que renace en cada etapa, cada escenario.

Un dios raro el de Sifrim, un dios que ama  los barcos, “Dios te dio / Las palabras./Dios te dio / un barco propio /Para alejarte de esta pesadilla /Es hora de saltar”. Las palabras nos permiten saltar, navegar una historia que como la de la muchacha de este libro, la de toda la poesía de Sifrim, se debate entre la transparencia y la catástrofe.

Mario Nosotti, Revista Ñ (13/10/2018)

La ópera fantasma Mercedes Roffé (Vaso Roto Ediciones)

Mercedes Roffé. Foto de ESTELA FARES

Crecer en la rompiente

Por Mario Nosotti

Aquel lector que se acerque a esta nueva edición de La ópera fantasma –la primera fue en el sello Bajo la luna allá por 2006– sin conocer la obra anterior de Mercedes Roffé, no dejará de sorprenderse ante la contundencia y versatilidad de registros que el libro le propone. El resto ya conoce la voluntad de búsqueda y experimentación que recorre sus libros anteriores y la ubica como uno de los referentes de nuestra poesía.

La  lengua de Roffé se recorta siempre nítida y contrastante aunque trabaje cuestiones sutiles y de aristas múltiples, es decir, cosas que se resisten a cualquier fijación. Es como si dijera: por sobre lo imposible de hablar de esto, es posible escribirlo. Palabras que se inscriben al límite del blanco, abismándose en eso que no puede ser dicho, pero cuya pregnancia dice tanto como lo escrito mismo. La concepción poética de Roffé es claramente materialista en el sentido de que –como Marx develó– la conciencia es lenguaje, y ese lenguaje instaura, recorta, pero a la vez constantemente muta, se deshace en lo que viene, porque siempre funciona en una relación de fuerzas –con otras palabras y con vectores que están más allá del discurso–. Es esta mutación de los símbolos plenos lo que Roffé registra en su poesía. La palabra poética siempre está en otra lengua porque “en su plenitud el símbolo / se desvanece.”

El libro (cuyo título y carácter orgánico se inspiran en la ópera del compositor chino Tam Dun) se divide en dos partes: Aproximaciones a la boca del rey, donde Roffé trabaja el lenguaje en su función fundante y La ópera fantasma, donde los poemas serían una especie de meditación –o visualización, según palabras de la autora– a partir de obras pictóricas y musicales concretas.

En El Lago (Chances are), la primera de las tres partes en las que se subdivide Aproximaciones a la boca del rey, las palabras se ubican en el blanco de la hoja como explorando el silencio inaudito; el verbo es la “corpórea insurrección” que de algún modo le advierte al lector que ingresa en tierra incógnita. Y es que, partiendo del trabajo e interés de la autora en ciertos textos de la tradición oral y de tradiciones no occidentales, el libro se abre a una experimentación con formas y modos de ver que interrogan nuestros propios paradigmas culturales. Paradójicamente, la incursión en lo ajeno vivifica y pone a producir sentido a aquello que por tan cercano damos por sobreentendido. Esto es lo que sucede en las Definiciones Mayas, donde el despliegue de usos y sentidos de ciertas expresiones (a veces, también, entonces, paisaje) permite redescubrir la multivocidad oculta y el sustrato poético de las mismas. Algo similar a lo que ocurre en Situaciones: eventos y conjuros donde a partir determinadas condiciones se pone a funcionar un teatro de objetos, gestos y operaciones que permiten captar automatismos, conjunciones de fuerzas que exceden al sujeto y su voluntarismo.

La Ópera fantasma –segunda parte del libro- se conforma así mismo con Teoría de los colores y El pájaro de fuego,  donde pintura y música respectivamente, le sirven al poeta en la transmutación de aquello que “sin habla y sin palabras / aun así su voz se oye”. Mirar y ser mirado por medio de ese juego resonante que vincula pintura (O. Redon,  Magritte, Hopper, Remedios Varo), música (Bach, Schoenberg, Arvo Pärt, Gorecki ) y  literatura (Ashbery, Futoransky, Shakespeare). En poemas que avanzan a través de repeticiones y cortes de verso que percuten un ritmo, el sujeto poético descubre  una forma aleatoria de percibir el mundo: “he perdido el hábito de entrar / –a no ser por los ojos / por la voz”.

Es esa “disimulación que aparece” –como dice la cita de Blanchot– lo que Roffé ausculta en los procedimientos del lenguaje, pero también en el despliegue de las situaciones, la pintura y la música. Con poemas que son como instantáneas de una ola que crece, Roffé logra un efecto milagroso: por un lado, atrapa el movimiento con vocablos de una aleación precisa –propia de los objetos, las enumeraciones–; por el otro, descompone la apretada materia para mostrar el juego de átomos en danza.

ver reseña Página 12  http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-5086-2013-07-22.html

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El rumor de los bordes de Lila Zemborain (Ed Sibila / Fundación BBVA, 2011)

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Todas las cosas del mundo

Por Mario Nosotti

El Rumor de los bordes abre con una cita del biólogo Cristian de Duve, que supo ser premio Nóbel allá por los setenta. Su punto de partida es  que todo lo vivo desciende de una forma ancestral. Tomando como base el modelo celular, se trata de un ambiente al que una membrana aísla, a la vez que provee de puertos de contacto con el exterior. O sea que es básicamente a partir de la delimitación de una sustancia (imagen, líquido, color, lenguaje) que lo vivo surge como tal. El dar forma (formarse) inaugura un existir. Este proceso vivo no es para Zemborain tan sólo una metáfora del acto escritural; su apuesta es más extrema. Lo biológico, el arte, la identidad, el cuerpo, la política,  no son campos aislados, son parte de un tejido de relaciones vivas, cuya caracterización es siempre aleatoria, resolutiva. Prácticas y rumores, ideas y fluidos se estimulan y saltan dimensiones, y entonces, “el pescado que comí anoche resuena en las dendritas invocando al tiburón que se pasea por tu mente cuando te alejas de la costa”.

El poema es también ese borde o membrana que abriga una latencia de sentido, sin aislarlo del todo, permitiendo la entrada y la salida de luces y alimentos, la reverberación de lo exterior.  Zemborain habla aquí por primera vez de biopoesía, un concepto en el cual -sin nombrarlo- venía trabajando en libros anteriores, (Guardianes del secreto, Malvas Orquídeas del marRasgado).  La bipoesía aspira de algún modo a que  tanto el proceso de escritura como el poema plasmado, remeden el lenguaje de lo vivo; de ahí la expansión y la versatilidad asombrosa  que este discurso impone en el lector. El yo busca vaciarse, “trascender la insolencia del que mira”, ser una parte más del mecanismo “que expande relaciones”.
Si el intento de abordar lo real nos  deja casi siempre frente a la cantidad hechizada de la que habló Lezama, es esa calidad de inaprensible, esa apertura y ese avance constante lo que la biopoesía busca, y lo hace construyendo un discurso que se hace irreductible a  un campo conceptual o estilístico acabado.

Hay en esta poesía un esfuerzo “sedado, sin desgarro” por adentrarse en lo indeterminado, en lo que espera constituirse. Lo humano y lo inhumano coexisten en el campo textual. Aquél caos inicial donde moja su pluma el sujeto que escribe, evoca lo proteico desde donde lo vivo ha de surgir. Es a partir de un vasto protoplasma que la escritura actúa, aislando núcleos y combinando piezas para engendrar un orden.  Pero paradojalmente la poesía  lleva en sí el germen de la arbitrariedad, aquello incalculable que hace que su sentido esté siempre haciéndose (bordándose). Esa doble potencia de determinación y azar la emparienta con todo lo viviente donde la codificación de los procesos no impide puntos de fuga, agujeros negros, inestabilidad que también los constituye. Así Zemborain nos advierte sobre la tentación de “perderse en el sentido de lo último, en la disolución sin alegría”.

Pero lo destacable es que todo lo aludido no está manifestado apenas en un nivel temático sino que una sintaxis anfibia, arborescente, que salta andariveles de registro – a veces técnicos o explicativos, de las artes plásticas, la biología etc- y que puede de pronto incluir lo personal y digresivo -“y por eso me gusta Saer”-, produce una poesía en constante movimiento, multidimensional y naturalmente anárquica.

Un poema por ejemplo puede explicar sucintamente qué son las proteínas para luego decir, “un lenguaje se estampa en la magnolia como un jeroglífico de oro entre las hojas”. El nivel informativo y el performático se alternan o confunden sin buscar resolverse, logrando sostener lo indiscernible. La aspiración de fondo es “tocar la palabra con los dedos para entender la forma”.
A lo largo del libro se suceden párrafos escritos con dos tipografías diferentes, generando la idea piezas que se encastran, y ya hacia la mitad  un poema visual  combina la palabra BIOPOEMA haciendo de pasaje entre las partes.

La poesía moderna se erige en la tensión de un discurso que busca  traicionarse a sí mismo, ir algo más allá de lo que el día convalida como poético. Lo que hace Zemborain es poesía en forma de prosa, una prosa desacostumbrada. Como Foucault quería su trabajo en la lengua restituye al discurso el carácter de acontecimiento, borrando la soberanía del significante,  donando a las palabras de aquélla “consistencia vaciada de sentido que chorrea volumen”.
Zemborain reside en Nueva York desde el año 1985.

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Lila Zemborain (Buenos Aires, 1955) reside en  Nueva York desde 1985. Fue editora de la serie de poesía Rebel Road (2000-2006) y, a partir de 2004, organiza la serie de poesía KJCC en el King Juan Carlos I Center de New York University, donde dirige la Maestría de Escritura Creativa en Español.

Ha publicado los libros de poesía: Ábrete sésamo debajo del agua (1993), Usted (1998), Guardianes del secreto (2002), Malvas orquídeas del mar (2004), Rasgado (2006) y, en colaboración con el artista Martin Reyna, La couleur de l´eau / El color del agua (2008). En 2002 publicó el ensayo Gabriela Mistral. Una mujer sin rostro.

Recibió las becas John Simon Guggenheim (2007) y de residencia en Millay Colony (2010).

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Marcola de Mariano Dupont (Ediciones cada tanto, 2011)

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Aullido

Por Mario Nosotti

En Mayo de 2007, una entrevista realizada por el diario brasileño O Globo a Marcos Camacho, líder del PCC y más conocido como Marcola, recorrió el mundo. Sus dichos, (que algunos alegaron falsos), causaron el revuelo de cascotes lanzados contra el vidrio de la buena conciencia.  La reescritura de ese reportaje, fue el punto de partida de Marcola. Se trata de una diatriba alucinada, por momentos feroz, espetada al lector en primera persona. Camacho, otrora pobre e invisible,  maneja desde la cárcel una increíble red de voluntades, poder de fuego e influencias, sustentados en el negocio millonario de la droga. De entrada, el narrador se abre de las dudas sobre la originalidad de sus palabras. A él no le interesa la Verdad con mayúsculas, sino el efecto capaz de sacudir esa paz deficiente, de tarjeta postal, cantada en “bosanovas que nombran/ laderas coloridas, a beleza do povo brasileiro”. Lo verosímil, no es más que pretensión de una legalidad funcional al estado de cosas.
Marcola quiere algo, por eso canta. No intenta solamente denunciar o mostrarnos  la cosa desde adentro. Lo primero es hacer evidente los que todos ven, lo que está incorporado al paisaje casi como una gracia natural, “¿No viste, acaso, el tamaño de las / favelópolis de Río? ¿Sobrevolaste en / helicóptero la periferia de San Pablo?”.
Entonces marca el campo, la diferencia clara y contundente: acá Nosotros, allá Ustedes. De un lado el humanismo mojigato, contento con sus buenas intenciones, tratar de comprender al otro, asimilarlo, y hablar, hablar de la pobreza, la injusticia social etc. Y por el otro lado una moral extraña, la de un Nosotros donde, “ni el bien ni el mal nos toca”, donde la muerte,“es la sopa de todos los días”. Una empresa eficiente, “mejor que Microsoft”, donde el que roba o vacila “es vuelto a colocar, sin compasión, en el / desamparo vivificante del barro”. Ese Ustedes entonces, lejos de ser un ente sociológico, de pronto es una mira telescópica que enfoca en el lector. Es a uno a quien le habla Marcola, a uno a quien dispara sus blasfemias, su incómodo diagnóstico, su grito de que ahora es demasiado tarde.
Pero para lograr que la palabra impacte, hace falta hacer carne una forma distinta de decir, un lenguaje “novísimo, amorfo, lozano, vivo, / que crece con la mugre, en los mismísimos riñones de esta cultura asesina”. Diferente al discurso enemigo, “intelectuales con cuarenta palancas de  retardo”, “sus frases pesan mil quinientas toneladas”.  Este nuevo decir tiene la virulencia del vapor que se escapa de la olla a presión de la normalidad burguesa. Respiración nerviosa, escandida en frases cortas, contundentes.  Marcola despotrica con un humor rabioso, que estalla en ese arte de injuriar de tono y eficacia celinianos: “¡Burgueses! ¡Culones! ¡Progres! ¡Pitufos! ¡Lactantes!”,  “Hagan autocrítica al espejo, deformes, contrahechos!”,“¿Me seguís, zapallo?”.
Pero no hay que engañarse, Marcola lee a Dante, y dice que su verdadero lujo son los libros, alega haber leído más o menos tres mil. No es casual la elección, de algún modo también él nos interna en los círculos infernales, nos muestra como todo se cruza y la cultura no es sólo patrimonio de los bienpensantes. Más aún, la literatura esta por su naturaleza mas cerca del Nosotros de Marcola; carece de moral y, su único compromiso es consigo misma, con su efectividad, su poder de despliegue y manifestación.
Lejos del maniqueísmo, del dedo acusador, el poema nos pone ante el espejo del Frankenstein que construimos. “Estamos todos en el centro del problema. Sólo que nosotros vivimos de él, ustedes no. // “Dense cuenta de que es apenas el comienzo”-

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Mariano Dupont nació en Buenos Aires en 1965. Ha publicado las novelas Aún (Premio Emecé 2003) y Ruidos (Santiago Arcos, 2008) y los libros de poemas Quique (Ediciones cada tanto, 2003),Pampa trunca (Ediciones cada tanto, 2004) y Nanook ((Ediciones cada tanto, 2010). De 2000 a 2008, fue editor de la revista Los Inrockuptibles. Perteneció al grupo editor de Kilómetro 111, ensayos sobre cine, revista de la que fue uno de los fundadores. Desde hace varios años coordina talleres literarios. Tradujo a William Burroughs, Arthur Cravan, Louis-Ferdinand Céline, Yasunari Kawabata, Pascal Bonitzer, Jacques Rancière, entre otros.

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El perro sin plumas de João Cabral de Melo Neto (Editorial Leviatán)

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La construcción  de un río

Por Mario Nosotti

Dentro del grupo de los clásicos de la poesía brasileña del siglo XX  Joäo Cabral de Melo Neto ocupa un lugar especial. Corrido del subjetivismo empático de un Drummond de Andrade o de un Bandeira, su sentimiento del mundo opera siempre a partir de una cierta distancia. Dirá en una entrevista: “Soy un poeta constructivo, no un poeta espontáneo. Para mí la poesía no es una válvula de escape, es el deseo de construir algo que no tenga nada que ver conmigo. Escribo por carencia y no por exceso”. Esta actitud de observador disciplinado, escrutador de espacios y de formas – Cabral era un apasionado de la arquitectura y las artes visuales- busca hacer del poema un artefacto capaz de dar cuenta del modo más directo posible de eso que el poeta llamó “lo real más espeso”. Nacido en la ciudad de Recife en 1930, la vida nordestina será determinante a lo largo de su obra. El perro sin plumas, que Leviatán publica en edición bilingüe con prólogo y traducción de Raúl Santana, es un largo poema que sigue el recorrido del río Capibaribe atravesando la ciudad natal del poeta hasta llegar al mar, dando cuenta de sus transformaciones, su implicancia en la vida de los hombres. El poeta recuerda pero no rememora; aquél río respira en su memoria “como un perro vivo / dentro de una sala”. Esta elección extraña de comparar al río con un perro – en otros casos será una espada líquida- tiene que ver con esa opción conciente de adentrarse en el denso misterio de  todo lo corpóreo, de lo opaco y lo vivo inmediato. Será sólo a partir de aquélla anatomía y de esos materiales que el poema investigue, conjeture y cree sus conceptos.

Con el ojo de un documentalista inspirado Joao Cabral va contando lo que ve su memoria. Observa la deriva de su objeto y, paradójicamente es ese tono medio, mesurado, lo que impacta vivamente en quien lo lee. Como el río el poema discurre con un ritmo pausado, volcándose en la escucha de lo mismo, conquistando el terreno y estancándose a veces para poder dar cuenta del sitio donde pasa, “algo de la inercia del hospital, de la penitenciaría, de los asilos / de la vida sucia e irrespirable // por donde el río se vino arrastrando”. Ese avance esforzado, hecho con elementos recurrentes y con repeticiones crea un efecto hipnótico. A su vez es la metáfora de los hombres que subsisten en los márgenes, luchando cada día en esa confusión donde “es difícil saber /dónde comienza el río / dónde el lodo / dónde el hombre”, esos hombres que son como perros sin plumas – “un perro sin plumas / es más / que un perro saqueado / es más / que un perro asesinado”-.

El tono antirretórico, las imágenes precisas y directas, dan cuenta del afán comunicativo, la voluntad de acceso a lo inmediato que impulsa este discurso. Las metáforas y las comparaciones se erigen a partir de objetos materiales, no de ideas o emociones abstractas, y quizás es por eso que sorprenden en su simplicidad aparente, su crudeza infantil. El poeta bucea en la forma de ser de lo vivo traduciéndola al cuerpo del poema, donándole su genio. Esa fuerza, “invencible y anónima”, como  la de, “una  fruta / trabajando su azúcar /  después de cortada”, es la fuerza que anima este poema.

Si en un primer momento uno podría pensar que la de Joao Cabral es poesía sin metafísica, muy pronto se comprueba que lo que hace el poeta es mostrar que lo físico está hecho de insondable, que la distancia habita la apretada materia, que el objeto concreto, puede ser la mayor abstracción. Las cosas no terminan en su cuerpo visible, limitado por nuestra lógica utilitaria, sino que se prosiguen allá hasta donde alcance su sed de afectación.
Cabral de Melo Neto murió en Río de Janeiro en 1999.

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El cansancio de los hijos de María Mascheroni (Hilos Editora, 2011)

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La sangre de las heridas

Por Mario Nosotti

Este es un libro difícil, escarpado. Hay algo que se muestra pero como ocluido. Uno debe adentrarse lentamente en su sintaxis rota, su belleza torcida de usos y de costumbres. Desde el primer poema aparecen los pájaros, símbolo inexplicable de una fragilidad que es  vuelo y un instante después peso muerto. Vuelo, fragilidad y muerte nivelan a los padres y los hijos. No es que padres e hijos sean frágiles sino que es esa calidad que los vincula ; es ese espacio “estrecho”, “el blanco espacio inquieto de la muerte”, en que los descendientes deberán aprehender la suya propia. Si alguna vez el padre veló el sueño de los hijos, ahora es la hija mayor quien velará el deslizarse del padre en el final.
Esta declinación del padre es una iniciación. La demora en morir nos va adentrando en eso, en “los asuntos de la muerte”. Porque como lectores todos somos hijos; estamos descifrando por la letra un destino recurrente, tan frecuente como desconocido.

Pero pronto aparecen más signos, evidencias que desvían la primera lectura. De un padre que agoniza, y de los hijos que acompañando el trance abrazan con penuria su propia finitud, aparece otra capa. La historia familiar es una piedra cuyos círculos concéntricos se expanden en el agua. La metáfora del ciclo de la vida adquiere resonancias siniestras.

En uno de los poemas, un árbol que revuelve su ramaje recuerda que a su sombra hay una sepultura; pero a la vez se intuye que más allá del árbol  hay un bosque.  El lector desde entonces trata de arrinconar esa deriva, como esos hijos busca lo que insiste en borrarse, “hasta que algo, algo encaje por favor”.
De una muerte privada a la privación de la muerte misma. Aquí se aprende algo: que la separación es límite falaz; hay una pertenencia que excede la propiedad y la sangre. Quién es el padre entonces? Por qué enterrar un pájaro? Será para poder enterrar algo? La hija nunca pudo ver el “vuelo terminado, para entenderlo”, para encontrar el sitio donde al fin descansar.
El pájaro es el gesto postural del que un hijo se apropia para hacerlo morir, al padre; la postura vincula, concentra una hermandad que trae algo de calma. Pero eso  no contesta la pregunta.  Los hijos cavan una tumba con sus manos para tener al menos donde hincarse, “para bajar las cabezas y quedarnos sin padre”.
La muerte que se trata de inscribir entonces no es solo la de un padre. Es esa que se ve “si miro hacia la izquierda”, una generación ahí, “donde faltan las cruces”. La escritura transmuta el vacío que pone en evidencia, lo hace  porque “lo que está escrito escrito está”, el poema es la “página convertida en camposanto y cuna”.
Y aún así, “septiembre llega sin miramientos / y las flores muestran su obligada manera de nacer”. La página 29 es la bisagra del libro: aún con la herida abierta la vida se abre paso, “es como no haber aprendido nada / violentos y vedados vástagos crecen por doquier”. Si este poema fuese una elegía, sería la elegía de contar con lo oblicuo, con lo repetitivo y esencial.

Lo extraño, lo poderoso del quehacer de María Mascheroni es sostener una escritura que no cierra. Hay una indecisión irresoluta que permite el despliegue de un diverso que ya no ha de cuajar. No es que puedan hacerse dos lecturas, ni que haya niveles superpuestos. Es otra cosa. Es algo que mantiene viva la paradoja, que a la vez hace y deshace, hace de lo privado lo político, y de lo universal lo histórico, y viceversa, y todo en simultaneo. No dos relatos sino uno insoportable para nuestra razón.
La poesía permite que la herida no cierre. Para no ser estéril, la mantiene sangrante. Instiga a que los hijos subviertan la impotencia de una historia borrada, en la rabia de andar. La idea de Justicia resulta inoperante. Se resuelve en clausura. Porque Justicia  no puede haber ni habrá. Lo imposible de ver el vuelo terminado les regala a los hijos un duro y un extraño privilegio, algo que no han pedido: “la riqueza de no comprender”.

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Peste Bufónica de Daniel Martucci (Ediciones Lamás Médula, 2011)

3

La lengua del desastre

Por Mario Nosotti

Existe de mitad de los 80 a esta parte una especie de línea imaginaria que la crítica instauró para poder dar cuenta del fenómeno cambiante y multiforme de la nueva poesía argentina. Objetivismo y Neobarroco fueron las dos estéticas en donde se agruparon las tendencias más visibles, cuyas piedras basales son las obras de Joaquín Giannuzzi y de Néstor Perlongher. Si bien hoy día esta clasificación resulta casi inoperante, no lo era cuando Peste Bufónica vio la luz allá por principios de los años 90.Este singular libro vuelve a editarse ahora, como punta de lanza de la flamante Cactus Collection, de ediciones Lamás Médula. Quince años y un libro de por medio –Cámara Profana– han pasado y si bien es sencillo decir que la Peste Bufónica chapotea en el barro Neobarroco, lo que importa, más que ubicar al posible lector, es volver a advertirle del fuego cruzado, las esquirlas a las que se expone. En realidad advertencia es aquí invitación, un modo de decir que el poder sigue intacto.
Ese discurso bufo, canallesco, que echa mano a recursos diversos –lunfardo, siglo de oro español, Girondo de En la masmédula, algo de Lamborghini (Leónidas)- se amalgama y transforma en la voz de Martucci. Palabras mal escritas, horrores ortográficos del bien decir. Bendición de una lengua que provoque, que nos des-acomode, que como bien expresa Laura Klein en el prólogo, sacuda nuestra inercia de lectores, la abulia de mandar sobre el lenguaje.
Y si el lenguaje es máquina de guerra, el juego es su constante. La guerra es contra la corrección, la seriedad, la belleza ensalzada, la funcionalidad lingual que comunica formas y más formas, indigestos objetos de consumo. Ludismo de palabras cuyo tropismo imanta, las metamorfosea, saltando por encima de vallas gramáticas, sintácticas,  creando un nuevo semen, donde el sentido no viene de algún lado sino que es hecho ahí mismo, en ese contubernio de elementos alógenos fundidos por la lava de un lenguaje que avanza.
Y contra los discursos de argumento, las ideas, esas que según Bergson son una detención del pensamiento, esta especie de lengua del desastre intuye bien que “nada nos pertenece / viene del caos y se va al desenfreno / por cañerias desbocadas”.
Armar y desarmar con la lengua, aprovechar los yerros, los tropiezos, transmitir una peste que envenene la rígida, esforzada concepción del mundo. Y dejarse llevar, “oigan yirar la berva” , el amor es ahmor, el vezo berzo, generosa impudicia que permite empezar un poema diciendo, “puta madre / estoy que no sé si decido o desido”.
Y hacia al final del libro ese poema, convertido en un hit para los conocidos, en cuyo flujo mutan el nombre y los alcances de la epopeya de Antonín Artaud,  termina de algún modo condensando el espíritu del libro: “por ahora solo / nos queda desarmar / la vida muerta / despeyejar / el animal humano / y el artilujio / de enterrarlo / en la garganta gigante de la lengua”

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Daniel Martucci (Buenos Aires 1957) es autor de El alma del murgón (teatro-1987), Peste Bufónica (poesía-1991, reeditadi en 2011) y Cámara Profana (poesía-2004). Su libro inédito Fixionauta (teatro-1994) integra La Cactus Collection y será publicada en pocos meses. Fue coguionista de la película El túnel de los huesos (de Nacho Garassino), estrenada en 2011.

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