La impiedad del durmiente

Carmen Iriondo

La impiedad del durmiente

por Mario Nosotti

(sobre Prosas de dormida, Carmen Iriondo, Ed. Sudamericana, 2005 / Ed. Huesos de Jibia,2018)

Ensayar como quien cuenta un sueño, tratando de participar a los demás de esa experiencia impersonal e íntima. Leer el mundo por entre la rendija del letargo y la vigilia, poner a andar los mitos, las teorías filosóficas, y las domésticas; abrir la puerta a ese estado indeciso a partir de algo oído, imaginado, o por la percusión incauta de unos versos, hacer del sueño algo comunicable sin perder la potencia de lo extraño, sin sustitutos, sin aplanar el símbolo sino más bien dejándolo expandirse, prestándole palabras que no son ni de la pura visión ni de la lógica, sino un razonamiento iridiscente, una razón poética.
La voz de la dormida va enfilando estas notas, se mete con las ganas de morir, con la rivalidad y la angustia –generalmente bien disimuladas-  que engendra la presencia de los otros, con la pasión tanática de hombres y mujeres que a veces solo pueden sustraerse creándose una nueva perspectiva, otra forma de ver sus aciertos y errores, lo que les viene dado, como el cuervo del poeta Ted Huges capaz de ver en cuatro dimensiones.
Repleta de intuiciones, de hallazgos discursivo y verbales, las Prosas de dormida son la “olla de grillos” –esta imagen sonora se la robo a Reynaldo Jiménez- desde donde resuenan distintas afecciones que por ser tan humanas, buscan una respuesta en las huellas de algo que adivinan un paso por detrás de la cultura. “No sabemos que sabemos”, “las ideas hacen el tema y alejan la sabiduría”: estas afirmaciones reversibles se comprimen  y lanzan coletazos para ir más allá.
¿Desde dónde se escribe? ¿Para qué? ¿Quién sostiene el deseo? ¿Qué dialéctica arma la mentira y la máscara del escritor?  La pregunta sobre el oficio de escribir compromete pedazos de la vida, o la vida entera, así como el silencio, como la muerte, son la puesta en abismo de una zona de la que casi siempre huimos.
Este libro a la vez delicado y valiente, preciso y desbocado, pone en contacto, como dice Luis Chitarroni en el prólogo, “dos provincias del yo, la subjetividad y la introspección”. Para eso dialoga con las voces de poetas como Hilda Doolitle, Theodore Roethke, Mario Luzzi, Mariane Moore, Jhon Berryman, Elizabeth Bishop, Anne Sexton , Mark Strand, Alejandra Pizarnik, y muchas otras. Y nunca hay sensación de profusión o de exhibicionismo, los nombres aparecen aquí y allá como pequeñas luces, señales que no solo nos guían y muestran lo diverso que puede ser un viaje, el nuestro sobre todo, porque Iriondo siempre le habla a alguien, la inmensa minoría que no puede sustraerse a seguirla, a descubrir sus furias, sus provincias, sus criaturas del cielo y del infierno, libro tras libro, en un juego tan serio que veces nos devuelve  al placer de la propia inocencia, la del descubrimiento permanente, anterior a la férrea barrera de los juicios.

A continuación, un montaje de fragmentos que componen  distintos capítulos del libro de Carmen Iriondo (una profanación del texto original, o mejor dicho una aproximación, una posible lectura). Y finalmente la transcripción del epílogo del libro, hermoso y revelador texto de Walter Cassara.


Prosas de dormida

I

La voz es el sonido que atrae a los que andan por ahí con los oídos abiertos, es la que dentro nuestro empuja para nacer siempre distinta y mil veces igual. Kafka decía que para escribir no hay más escuela que el sufrimiento, y escribir es un movimiento, un devenir de lo inacabado que es escuchar las voces internas, teñidas por las fugas y evitaciones, por los choques y encuentros de zonas que no tienen diferenciación concreta. (…)

La orientación hacia los otros, la búsqueda constante de la mirada del prójimo, el rechazo que nos provoca la siniestra aparición de ese clamor indigno, todo esto es lo que nos asusta. Es el borde abismal, que sitúa ante el agujero y el falso equilibrio del personaje humano su silueta oscilante.(…)

Reclamo a los otros, pedido de nada, invocación. El mundo vivo va moviendo su recelo hasta parecer quieto, fijo en la obviedad de un espejo verdadero. Y el equívoco devuelve un poco de verdor a la arena reseca por el sol ajeno.

III

Defiendo por escrito a las ninfas, esas griegas criaturas sensuales y escurridizas, para reconocerles los atributos adivinatorios que ciertamente ostentaban, según las leyendas, por su cercana aso-ciación con el agua.
Por más que sumerja mis manos bajo el chorro traslúcido una y otra vez, no logro adivinar por qué los dioses decidieron escupirme viento verde en la cara. Teñido incluso con azufre hediondo por un cabrito de patas erizadas que siempre pisó el suelo del infierno y soñó con derrotarme.(…)

Muchos de nosotros pasamos más tiempo queriendo morir que queriendo vivir, apurando la partida en medio de un dolor que no cede, mientras solo nos sostiene una pizca de azafrán.

IV

Para ahuyentar las imágenes voraces ante la presencia del deseo del otro es que a veces escribimos. Escribimos cuando no podemos dormir y otras veces dormimos cuando no podemos vigilar. Para soportar a esa otra persona que también desea y nos quiere, nos cubrimos con las mantas de uso familiar y nos enredamos con las hilachas que nos hablan hasta en sueños.(…)

La rabia de los dientes apretados por el insomnio es la que llena de goce un cuerpo gastado por escenas antiguas de depredación. Momentos que pertenecieron a la infancia universal donde no hay moldes ni baldecitos, ni palitas ni cedazos para construir la barricada de la piel de arena, para mitigar el ardor del punto donde pica, duele, lacera o late la sangre que se estanca.
Cuando las energías se manifiestan más destructoras que nunca, resta la sistematización de cualquier rito del que se puede echar ojo para adquirir otra visión de los hechos que tomamos como reales. El cuervo tiene objetivamente una visión más que tridimensional, ve cuatro dimensiones. Y desde el aire ayudó a un hombre a ablandar sus pasiones tanáticas. El hombre no sabe lo que dice, esto lo sabe cualquier psicoanalista o poeta para el caso, el que habla no sabe lo que dice, y eso conforma una estructura. Y contra este desconocimiento es que hay que jugar a la esgrima, mientras haya vida.

VI

Dormir para olvidar y olvidar para poder dormir es el ciclo de la crisálida humana. Mariposas interiores que van a conjurar ese miedo atávico a la distracción, a la tragedia, a la peste, a la lluvia cuando hay inundación y a la sequía cuando los pastos parecen de la luna, tiesos y amarillos.

VII

Los espíritus se mueven en un aire de sueño. Hablan con la voz del espíritu soñado y se inscriben automáticamente en el relato.

VIII

¿Qué vela el poema en su intento de ser expresado? Por más que un poema pretenda nombrar el horror, cubre algo con sus ropajes teatrales. Detrás de harapos hay jardines flotantes, y detrás de coronas de rubíes, cadáveres pudriéndose. Pero siempre habrá otra cosa: manchas, para renacer, para tachar, para volver a irse.

X

Cuál será el lecho de mentiras desde el que escribimos. De dónde estiramos un brazo pesado pidiendo agua fresca después de cada página. De dónde nos levantamos para hacer de la mentira social nuestra práctica cotidiana más elaborada.
En un simple saludo de todos los días, ponemos en marcha, de un solo parpadear, una sonrisa en la luz, el deseo de ser agradable ante los otros, y vamos mintiendo así durante gran parte de nuestra vida despierta, esperando que los sueños nos susurren la verdad.
Se dice no que miente, sino que la poesía vela, posa un visillo sobre la ventana dura del lenguaje hablado. Pero el poema de amor es mentiroso como los es el deseo a la hora de desear el deseo ajeno. Por más que las palabras quieran machacar juramentos y repetir los golpes para ser creídas, una cosa es ser creíble y otra decir la verdad.
A las mujeres se las cubre, esto ha sido una preocupación constante de la humanidad, a lo mejor porque las mujeres son difíciles –o imposibles– de descubrir, y por eso hay que inventarlas, igual que la poesía que se escribe del lado del vacío. Algunas veces la impostura cotidiana traspasa el cuerpo y muestra la intranquilidad de la seducción. Decir que no a la simpatía de otra persona parece siempre provenir de una verdad. Sin embargo, puede también ocultar las ganas intensas de aceptar una esencia angustiante. (…)

La angustia de existir nos acerca a tantas maneras de decir mentiras como existen estilos de personas, de casas o de poesía. Mascaradas de clones humanamente insatisfechos peregrinan hacia el sitio desde donde finalmente se cree que se crea.

XII

Cuando todo cambia alrededor del eje de nuestros sentidos, se nos hace presente el temor a lo que muta, a la variación, a los postes que pasan velozmente cuando viajamos hacia lo eternamente inestable. (…)

Las ideas hacen tema y alejan de la sabiduría. Nos impiden entender un viaje celeste, lejos de los demás y sus consistencias, para ir al encuentro de la divinidad. ¿Habla el Cielo?, se pregunta Confucio, que quisiera no hablar. No sabemos si sabemos. No ignoramos que ignoramos porque somos inscriptos desde ese lugar que se llama ignorancia y con esa pasión que nace de saber lo mínimo. No habla de algo ni de eso, habla por hacerse el mar y cruzarlo de sonidos que tapen el eco del vacío que abarca la existencia. Si la idea del sabio chocara contra la sabiduría, la falsedad sería doble, se referiría a una vida supuesta de manera fallida. El gran obstáculo continúa siendo la presencia del prójimo quien, como la mantis religiosa, nos mira con esos ojos grandes llenos de nada para aterrarnos con las infinitas construcciones imaginarias que hacemos sobre lo que se espera de nosotros.
Afloran en carne viva las influencias. En cada herida hay una influencia pero no hay una idea. Sangra todavía Bonnefoy en mi nieve humeante, congela mi máscara de semblante maldito. Inventaremos leyendas para poetizar el mito en movimiento, el cruce de las aguas del riesgo que todo ser vivo intenta, para convertirse en mutante. Por poco que se espere de nosotros, se espera una metamorfosis.

XIII

Nombramos en un mundo, sentimos en otro, se lamentaba Proust. Volver a encontrar el mundo es andar alrededor del enigma de la belleza, de la penumbra, de las lacas sombrías, delas tintas y las pátinas chinas, de la opacidad de los tiempos iluminados por la luz fatigada del silencio.

XIV

A veces escribir es como atravesar un enorme desierto, vivir infinitas aventuras marcadas por el sopor, la sed y el sol crudo, para comprobar del otro lado que detrás de la noche no hay absolutamente nada, salvo la imagen y la letra de todos esos otros.
La poesía, observó Joseph Brodsky, constituye una tremenda escuela de inseguridad: uno no sabe si lo que escribió entraña algún valor y menos aun si logrará escribir algo valioso en el futuro. Verso, del latín versus, significa giro, vuelta de dirección, ir hacia atrás. Y los humanos debemos hacer una doble vuelta, un rulo prohibido para protegernos de presencias amenazantes. De cómo “má y pá”, al decir de Philip Larkin, nos han dañado por tantísimo amor.

Epílogo: “Del dormir funámbulo”

por Walter Cassara

Que el menudo ovillo de nuestras vidas está íntimamente entrelazado con las grandes y montaraces madejas del sueño ya consta en Shakespeare, quien –recordemos– pone en boca de Próspero aquello tan memorable de que “estamos hechos de la misma materia que los sueños…”. En efecto, hemos sido forjados con la misma estopa onírica que vertebra y dilapida todas las cosas, aquella que se resume en el árbol centenario que aún perdura al borde del camino, la que se expresa por igual a través de la elegancia del gato y de la sonrisa del niño girando en una calesita; a través de la flor del arrayán y del hilo musical de una estación de subte; en la atmósfera de Saturno y en los atardeceres de Querétaro. Y de los sueños, quizás lo que más nos perturba sea precisamente eso, el desparramo arbitrario de emociones y materia, las ilaciones laberínticas que dinamitan con bajezas el cuidadoso libreto de la vigilia, los gradientes difusos con los que suelen medirse las categorías y los objetos básicos de la conciencia, por ejemplo el concepto de tiempo…, ¿en qué capítulo de nuestra biografía deberíamos situar los momentos en que hemos estamos soñando o durmiendo, vale decir los momentos en que hemos renunciado voluntariamente al transcurso mundano?
Al margen de las servidumbres fisiológicas, y al margen de que nuestros sueños se han banalizado tanto o más que el mundo (el onirokitsch que ya había vislumbrado Benjamin en los albores del surrealismo), los motivos por los cuales consentimos dicha abdicación de la existencia son todavía un completo misterio.
¿Cómo hemos de saber que no estamos muertos (cito a Borges de memoria), al regresar cada mañana –aparentemente intactos– de ese oscuro tráfico mental con la nada y con los ínferos? Y al abrir los ojos, y sobre todo luego, mientras nos remendamos la efigie frente al espejo, antes de echarnos ese bendito chorro de agua fresca en la cara, ¿cómo es que no se han esfumado de golpe todos nuestros recuerdos, nuestras máscaras y liturgias cotidianas; cómo cerramos una puerta y abrimos otra, y olvidamos tan campantes las ciénagas que acabamos de cruzar en vilo, y al rato ya hemos recuperado el juicio y estamos felizmente instalados en la oficina, flirteando con la contadora –que tiene el cuello largo y sedoso de una geisha–; cuchicheando a boca suelta nuestras bobadas de siempre con la realidad?
Se sabe que los ranqueles –Mansilla lo relata muy bien en su célebre libro– tenían tanta intimidad con el caballo que incluso podían practicar el difícil arte del pernoctar ecuestre: pasaban buena parte de su vida a lomos del cuadrúpedo, en posición supina, rumbosamente tendidos entre la cerviz y la grupa, como sobre un sillón reclinable, echándose luengas siestas y hocicando en los horizontes infinitos de la pampa. El sueño del indio y el sueño del yeguarizo deberían de estar rigurosamente acompasados: cada ronquido y cada resoplo, cada somniloquio y cada rechinar de dientes se escucharía al unísono; cada onda herciana del cerebro respondería a las fluctuaciones de la otra, en un equilibrio –metabólico y espiritual– perfecto. Acerca de este indio que ahora, bajo la sombra esquinada de un chañar, cursa su siesta atornillado a un tobiano, con los pies entretejidos en las ancas; acerca de este arte u oficio furtivo del dormir funámbulo, la durmiente que habla en estas prosas –casi podríamos ratificarlo– tendría muchas cosas que decir, ya que ella dormita también, habla recostada a pelo de la poesía, encabalgada o mejor: encaballada a ese oscuro animal del lenguaje que el sentido común llama poesía, mediante el cual solo se habla o se escribe por encantamiento de las palabras (nunca hay otro motivo), a semejanza del ranquel que sabe amansar al potro encandilándolo con el solo ejercicio de la propia fascinación, o del niño que purga sus terrores nocturnos al conjuro de la voz materna, puesta a fabular o a cantar.
Carmen Iriondo domina esos conjuros, “asustadiza vestal, inocente en el abandono de sus defensas”, no obstante se adentra, subida a su yegua de la noche (nigthmare) en el pequeño Hades casero; sondea enamorada el fantasma de la voz materna, porque estas concisas meditaciones o ensalmos sobre la literatura y la vida nos parece que han sido escritos, en buena parte, subrepticiamente, para desentrañar los enigmas y los estigmas de esa voz a la que le debemos todo, la revelación y la disculpa de nuestra existencia. No es azarosa en estas páginas, por tanto, la frondosidad de accidentes mitológicos de estirpe femenina: sirenas, ninfas, moiras, medusas, melisas, quimeras…, todas ellas hipóstasis, ensoñaciones o derivas de la gran diosa madre Deméter. Por otro lado, tampoco puede ser casual que se men cione al filósofo Bergson, entre un muy diverso catálogo de citas, con sus ensayos acerca del hecho cómico, ya que las frases aquí fosforecen bajo esa forma suprema de la melancolía que comporta la risa, siendo su amanuense una de aquellas raras personas –presumimos– que no pierden la gracia ni siquiera en posición decúbito supina, cuando reposan en la cama de ébano de Morfeo o aun sobre el sinuoso diván freudiano.
Vistos al contraluz de los sueños, solo somos frustraciones e instintos asesinos, pero también somos torpes cachorritos correteando detrás de una mariposa blanca; somos el alma de un príncipe condenada a la perplejidad barroca de los signos, y somos el gordo pelón del slapstick que recibe todos los tortazos; somos bailarinas de candombe girando en un mecanismo a cuerdas, somos una inferencia lógica sin premisa mayor, y somos la mano oculta que nos hace deambular por las hojas de un grimorio grisáceo… Ya quisiéramos traernos desde aquellos reinos de lo informe alguna confidencia valiosa, algún Kubla Khan deslumbrante, o al menos una tarjeta de cortesía, pero lo único que emerge a la superficie, en cambio, es un gritito asorochado, un gemido a gatas humanoide que se asfixia toscamente en la tráquea, como un ardor estomacal, cuando nos abofetean en medio de las tinieblas y nos lanzan a los ponchazos contra las evidencias.
Con caligrafía nictálope y una sintaxis danzante, cantabile, que bordonea naturalmente los acertijos hieráticos –y a la vez tan laxos– que nos suelen atacar en nuestros diarios peregrinajes al más allá, la prosa de Iriondo se perfila sobre el envés de la trama onírica, a contrapelo de las taumaturgias previsibles, los surrealismos ya disecados por la costumbre; la autora no escribe al hilo del inconsciente sino que más bien enhebra algunas reflexiones y lecturas en torno a él –flores muy perfumadas que se abren en su mesita de noche–; no estruja la raíz de la mandrágora ni persigue el rigor metódico ni el objeto absoluto, se deja más bien mecer al compás de su miscelánea subjetiva, su propio tres por cuatro. Y cerrando los ojos raya el despertar, se amontona con sus muchos hermanos y hermanas de papel, como en esos actos de desdoblamiento en los cuales el soñante, con un absceso de conciencia desatado, de pronto, en los más profundo de la fase REM, se encuentra consigo mismo en pleno ciclo larval o letárgico, y se zamarrea de un brazo con pánico –o se da también a veces una ristra de suaves bofetadas– tratando de reanimarse, en pugna por regresar a su surco en el mundo, pero sin distinguir a ciencia cierta dónde ni cuándo comienza dicho surco, ni dónde ni cuándo acaba la oscuridad.

Carmen Iriondo. Nació en Buenos Aires, licenciada en Psicología por la Universidad de Mar del Plata. Publicó: Casa propia(1988), Rara vez (1995), La niña pandereta (1997), Por el miedo te digo (2000), Egle y Suertes Virgilianas (2002), Syl & Ted (2003), Animalitos del Cielo y del Infierno (2004); Vuelo de fiebre (2007), Llamando al picaflor por el nombre de pila (2009), Seamos nieve (2010), El rock de los limbos (2011), Animalitos del Cielo, del Infierno y del Mar (2014), El carro de las letras (2015), Fantasmata (2016), Los míos (2016).