Los sordos. Rodrigo Rey Rosa. (Alfaguara 2013)

los sordos

por Mario Nosotti

¿Hasta donde debería llegar un hombre siguiendo la intuición de su verdad? ¿Hasta qué punto si todos los actores insisten en mostrarle que todo es explicable por la vía del bien? Los sordos, la nueva novela de Rodrigo Rey Rosa –referencia obligada de la narrativa latinoamericana actual, aquél que conoció a Bowles en Tánger y del cual hace ya años Bolaño dijo “es el mejor de mi generación”- es un thriller político pero es mucho más que eso, es una pintura de la Guatemala actual (violenta, desigual, contradictoria) y a la vez el relato de una iniciación, el intento de un hombre de crearse a sí mismo en un mundo fantasmal.
La prosa de Rey Rosa es sobria, equilibrada, y casi nunca abunda en efusiones; tiene un ojo en la trama y otro atento a ese fuera de cuadro, eso casi invisible que sucede en la luz intratable del desierto. Esa materialidad lúcida, inconmovible, mezclada con la cotidianeidad más violenta y decadente, son la marca registrada del autor.
Bajo la omnipresencia de los grandes volcanes, a la sombra de la ancestral cultura Maya – saqueada y despojada pero todavía viva- la trama novelesca se centra en los ardides de gente poderosa, que hace beneficencia con aquellos que oprime, y sabe que una parte del negocio es no confiar en nadie.
En esta historia densa, creíble, los personajes tienen varios pliegues; uno no se decide a calificarlos fácilmente aunque sean corruptos o asesinos. Todos tienen su lógica, su honestidad privada, pero a la vez ninguno puede disimular el autoengaño.
La narración comienza con la desaparición de un niño sordo de la etnia kiché, –hecho que se retoma recién en el final de la novela- y el secuestro de Clara, la hija de un banquero , a partir de lo cual se abre una trama precisa e intrincada que incluye negociados de empresarios y un hospital oculto en la montaña, donde se esconden prácticas siniestras. Es Ignacio, el joven guardaespaldas de Clara, el que mueve la acción y nos deja picando una duda monstruosa: ¿cómo puede decirse la verdad y, aun así, seguir mintiendo?

En Los Inrockuptibles (diciembre 2013)

Alejandro Méndez

Alejandro mendez foto

The smashing machine

Ah el martirio / rosa de nunca / tener hijos a /
quienes llamar / Rocamadour Abel Luke Skywalker.

Ricardo Domeneck

Omar, el más alto de los luchadores,
baila el vals como una gacela
con su compañero Helmut,
el de nariz plana y guantes brillantes.

La música afloja los cuerpos magullados
y provoca las primeras risas;
aunque la mirada atenta de Ulf les avisa
que el recreo está por terminar.

El último compás, el punto ciego
de sudor y caras incrédulas,
es el inicio de la charla técnica.

El entrenador esboza una teoría del miedo
y sorpresivamente les cuenta
su período miserable en la Selva Negra.

Tal como hizo Luke Skywalker
en la Guerra de las galaxias,
Ulf debió luchar contra su padre.

No perdió su mano derecha,
ni su espada láser
ni siquiera cayó por el pozo de ventilación
de Ciudad Nube;
pero recibió de él algo más duradero:
su brutalidad simétrica, el roce ominoso
del sexo.

El silencio en el gimnasio es absoluto.
Saben que lo que acaban de escuchar
contribuirá a su fortaleza.
Será el combustible necesario
para ganar las peleas del fin de semana.

Un grito inhumano
sale de la garganta de Ulf,
para luego retomar la charla
como si nada hubiera ocurrido.

Les menciona a un famoso griego,
y repite -como el estoico-
que toda la filosofía se basa
en dos palabras:
soportar y abstenerse.

Bajo los tilos

Me mostró la carta del cementerio:
había que levantar tus huesos
ya vencida su estadía terrenal.

Ella había asegurado el pedazo de tierra
con una hilera de tilos, sin imaginar
los actos que íbamos a representar;
tu nueva categoría de insepulto.

La casa estaba helada
y una sola lámpara encendida.
La impaciencia nos llevó
hacia el muro detrás de las vías.

Un cicerone municipal señaló la cruz
apoyada en la tumba vecina.
Cerré los ojos y busqué refugio
en la avenida bajo los tilos.

Se escuchó el estruendo de la pala
en la madera podrida del cajón.

Por fin te iba a conocer.

El empleado separó la osamenta
y extrajo una media negra.
La exhibió a la luz del sol.

Ella me tomó de la mano;
por las dudas te negué tres veces.

El montículo de tierra, las flores secas.
Todo daba vueltas.

El centro del mundo
en la avenida bajo los tilos.

Osario

Los tilos acapararon mi atención,
pero igual vi el fogonazo
del calcio alumbrar la mañana.

La herencia que nos dejaste
estaba compuesta por el cráneo,
los metatarsos y la mariposa
completa del coxis.

Un testamento óseo que ella
púdicamente ignoró. Mi hermano,
en cambio, admiró su resistencia.

Después llegó la tarde y el nicho
brilló como la proa de un rompehielos.
También estuvo el viento que se llevó
las flores hasta pulverizarlas.

Escondido en la casilla del cuidador
fui el sonámbulo del camposanto,
cerca de la zanja y de los truenos.

La navaja de Ockham

¿Qué formas?¿Cómo habitará la materia
el espacio por donde te esparcirás?
Las posibilidades incluyen al grano
que algún día llevaré a mi boca.

Guillermo de Ockham desde el más allá,
como vos, me pide reducir las hipótesis
a su mínima expresión.
Podar lo accesorio, arena de las flores.

Con su voz de muerto ilustre
relata la madrugada de Mayo de 1328
en la que huyó de Avignon y del Papa,
con el sello de los franciscanos en su pecho,
para buscar la protección del emperador.
Le dijo: “defiéndeme con la espada
y yo te defenderé con la pluma”

La misma fórmula que usé seis siglos más tarde
para asociarme a mi primo, galán y líder juvenil,
una tarde en el club barrial. Fue el grito de guerra
de un erotismo auto-sustentable. Quid pro quo.

Alianza que atravesó el estertor de la edad.
Di argumentos a su belleza para hacerse soberana
de mi inconsistencia muscular.
Recibí al héroe en canchas de fútbol tristísimas,
sin laureles y el hambre intacta.

Guillermo de Ockham me dice que hay que llevar
la eficiencia de la razón a su grado máximo;
de modo tal que si uno se encuentra en una ciudad
y escucha galopar, sólo pueden ser caballos,
y no una manada de cebras.

A pesar de tener su navaja cerca de mi platónica barba,
lo desafío y pierdo el rumbo en la duda que me acuna.
Pienso en dos cosas: las cebras posibles y vos resucitado.



Alejandro Méndez nació en Buenos Aires, el 23 de Agosto de 1965. Tradujo a Francis Ponge El Asparagus (1993).
Publicó los siguientes libros de poesía: Variaciones Goldberg (Ediciones del Dock. Buenos Aires. 2003); Medley (Suscripción. Larga distancia. Barcelona. 2003). Tsunami (Crunch! editores. México. 2005). Chicos índigo (Bajo la luna. Buenos Aires. 2007). Obtuvo el accésit en el Primer Concurso Internacional de Poesía El Buscón, organizado por Ediciones Liliputienses (Cáceres-España), y como consecuencia de dicho galardón Ediciones Liliputienses publicará próximamente el libro Cosmorama.
Coordina la primera curaduría autogestionada de poesía contemporánea argentina: http://www.laseleccionesafectivas.blogspot.com.
Su blog personal es: http://www.chicosindigo.blogspot.com

René Daumal

René Daumal 1944

LA GUERRA SANTA

Voy a escribir un poema sobre la guerra. Tal vez no sea un verdadero poema, pero será sobre una guerra verdadera.
No será un verdadero poema, porque, si el poeta verdadero estuviera aquí, y si entre la multitud corriera el rumor de que iba a hablar,
entonces se haría un gran silencio, primero se abultaría un pesado silencio, un silencio grávido de mil truenos.
Visible, nosotros veríamos al poeta; vidente, él nos vería; y palideceríamos en nuestras pobres sombras, querríamos que fuese tan real, nosotros los macilentos, nosotros los fastidiados, nosotros los cualquier cosa.
Estaría aquí, lleno a reventar con los mil truenos de la multitud de enemigos que contiene
—porque los contiene, y los contenta cuando quiere—
incandescente de dolor y de sagrada ira, y sin embargo tranquilo como un pirotécnico,
en el gran silencio, abriría un grifo pequeño, el grifo pequeñito del molino de palabras,
y por ahí nos soltaría un poema, un poema tal que nos pondríamos verdes.

***

Lo que voy a escribir no será un verdadero poema poético de poeta, porque si se dijera la palabra «guerra» en un verdadero poema,
entonces la guerra, la verdadera guerra de la que hablara el verdadero poeta, la guerra sin piedad, la guerra sin compromisos ardería definitivamente dentro de nuestros corazones.
Porque en un verdadero poema las palabras traen las cosas.

Pero tampoco será un discurso filosófico. Porque para ser filósofo, para amar la verdad más que a uno mismo, hay que estar muerto ante el error, hay que haber matado a las traidoras complacencias del sueño y de la ilusión cómoda. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay traidores que desenmascarar.
Y tampoco será obra de ciencia. Porque para ser un sabio, para ver y querer ver las cosas tal como son, se debe ser uno mismo, y quererse ver tal como uno es. Se debe haber roto los espejos mentirosos, se debe haber matado con una mirada despiadada a los fantasmas insinuantes. Y éste es el objetivo y el fin de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, aún hay máscaras que arrancar.
Y tampoco será un canto entusiasta. Porque el entusiasmo es estable cuando el dios se ha erguido, cuando los enemigos no son sino fuerzas sin forma, cuando el estruendo de guerra retumba a todo volumen, y la guerra apenas ha comenzado, aún no hemos echado al fuego nuestras camas.
Tampoco será una invocación mágica, porque el mago le pide a su dios: «Haz lo que a mí me gusta», y se niega a hacerle la guerra a su peor enemigo, si el enemigo le gusta; sin embargo, tampoco será una plegaria de creyente, porque el creyente pide de la mejor manera posible: «Haz lo que quieras», y para ello ha debido meter el hierro y el fuego en las entrañas de su más caro enemigo, que es lo que ocurre en la guerra, y la guerra apenas ha comenzado.
Será un poco de todo esto, un poco de esperanza y de esfuerzo hacia todo esto, y también será un llamado a las armas. Un llamado que el juego de ecos podrá devolverme, y que tal vez otros oirán.
Han adivinado ahora de qué guerra quiero hablar.

De las otras guerras —de las que vivimos— no hablaré. Si hablara de ellas, sería literatura común, un sustituto, un a-falta-de, un pretexto. Así como me ha sucedido usar la palabra «terrible» cuando no tenía carne de gallina. Así como he usado la expresión «morir de hambre» cuando aún no había robado en los puestos de comida. Así como he hablado de locura antes de haber intentado mirar el infinito por el ojo de la cerradura. Así como he hablado de muerte, antes de haber sentido que mi lengua tenía el gusto a sal de lo irreparable. Así como algunos, que siempre se consideraron superiores al puerco doméstico, hablan de pureza. Así como algunos, que adoran y repintan sus cadenas, hablan de libertad. Así como algunos, que sólo aman su propia sombra, hablan de amor. O de sacrificio, los que no se cortarían por nada el dedo meñique. O de conocimiento, los que se disfrazan ante sus propios ojos. Así como nuestra gran enfermedad es hablar para no ver nada.
Sería un sustituto impotente, así como los viejos y los enfermos hablan con naturalidd de los golpes que dan o reciben los jóvenes saludables.

¿Tengo derecho de hablar entonces de esa otra guerra —sólo aquella que no vivimos— cuando quizá no ha estallado irremediablemente en mí? ¿Cuando todavía estoy en las escaramuzas? Es cierto, tengo es-caso derecho de hacerlo. Pero «escaso derecho», también quiere decir «a veces el deber» —y sobre todo «la necesidad», porque nunca tendré demasiados aliados.

***

Intentaré pues hablar de la guerra santa.
¡Que estalle de manera irreparable! Es cierto, arde de vez en cuando, pero nunca por mucho tiempo. Al primer indicio de victoria, me admiro de mi triunfo, y me hago el generoso, y hago pactos con el enemigo. Hay traidores en la casa, pero tienen pinta de amigos, ¡sería tan desagradable desenmascararlos! Tienen su lugar junto a la chimenea, sus sillones y sus pantuflas, y vienen cuando dormito, a ofrecerme un cum¬plido, una historia palpitante o graciosa, flores y golosinas, y a veces un bonito sombrero con plumas. Hablan en primera persona, es mi voz la que creo oír, es mi voz la que creo emitir: «soy…, sé… quiero…» ¡Mentiras! Mentiras injertadas en mi carne, abscesos que me gritan: «¡No nos mates, somos de tu misma sangre!», pústulas que lloriquean: «Somos tu único bien, tu único adorno, sigue pues alimentándonos, no te cuesta tanto!»
Y son numerosos, y son encantadores, son compasivos, son arro-gantes, hacen chantaje, se alian —pero estos bárbaros no respetan nada— nada verdadero, quiero decir, porque frente a todo lo demás, están retorcidos de respeto. Gracias a ellos tengo una apariencia, son ellos quienes ocupan el lugar y guardan las llaves del armario de máscaras. Me dicen: «Nosotros te vestimos, sin nosotros, ¿cómo te presenta¬rías en el mundo elegante?» ¡Ay! ¡Mejor andar desnudo como una larva!

Para combatir a estos ejércitos, sólo tengo una espadita minúscula, apenas visible al ojo desnudo, filosa como una navaja, es cierto, y muy asesina. Pero verdaderamente tan pequeña que la pierdo a cada instante. Nunca sé dónde la he guardado. Y cuando la encuentro, entonces me parece que pesa demasiado y es difícil de manejar, mi espadita asesina.
Apenas sé decir algunas palabras, y además son más bien vagidos, mientras que ellos hasta saben escribir. Siempre tengo uno en la boca, que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las escucha, se guarda todo para él, y habla en mi lugar, con las mismas palabras, pero con su propio acento inmundo. Y gracias a él la gente me estima y me considera inteligente. (Pero quienes saben no se equivocan: ¡ojalá pudiera oír a quienes saben!)
Estos fantasmas me roban todo. Después de esto, se les hace fácil compadecerse de mí: «Nosotros te protegemos, te expresamos, te ha¬cemos valer. ¡Y tú quieres asesinarnos! Pero es a ti mismo a quien desgarras cuando nos regañas, cuando nos golpeas vilmente en la nariz tan sensible, a nosotros, tus buenos amigos.»
Y la sucia compasión, con sus tibiezas, llega a debilitarme. ¡Contra ustedes, fantasmas, toda la luz! Con sólo encender la lámpara, se callarán. Con sólo abrir un ojo, desaparecerán. Porque son el vacío esculpido, la nada maquillada. Contra ustedes, la guerra a ultranza. Nada de piedad, nada de tolerancia. Un solo derecho: el derecho del que más es.
Pero ahora es otra canción. Se sienten descubiertos. Entonces se hacen los conciliadores. «En efecto, tú eres el amo. Pero, ¿qué es un amo sin sirvientes? Déjanos en nuestros modestos lugares, prometemos ayudarte. Mira, por ejemplo: imagina que quieres escribir un poema. ¿Qué harías sin nosotros?»
Sí, rebeldes, un día los volveré a poner en su lugar. Los doblaré a todos bajo mi yugo, los alimentaré con heno y los estregaré todas las mañanas. Pero mientras me chupen la sangre y me roben la palabra, ¡ay!, ¡prefiero nunca escribir un poema!

Qué bonita paz se me propone. Cerrar los ojos para no ver el crimen. Agitarse de la mañana a la noche para no ver a la muerte siempre dispuesta. Creerse victorioso antes de haber luchado. ¡Paz de mentiras! Conformarse con sus cobardías, puesto que todo el mundo se conforma. ¡Paz de vencidos! Un poco de mugre, un poco de ebriedad, un poco de blasfemia bajo palabras ingeniosas, un poco de hipocresía, de la que se hace una virtud, un poco de pereza y de ensoñación, o incluso mucho si uno es artista, un poco de todo esto rodeado por toda una confitería de bellas palabras, ésa es la paz que se me propone. ¡Paz de vendidos! Y para salvaguardar esta paz vergonzosa, uno haría todo, uno haría la guerra contra sus semejantes. Porque existe una receta vieja y segura para conservar siempre la paz en uno: acusar siempre a los otros. ¡Paz de traición!

***

Ahora saben que quiero hablar de la guerra santa.
Aquel que ha declarado esta guerra en sí mismo está en paz con sus semejantes y, aunque todo él sea el campo de la batalla más violenta, dentro del adentro de sí mismo reina una paz más activa que todas las guerras. Y cuanto más reina la paz dentro del adentro, en el silencio y la soledad central, más estragos hace la guerra contra el tumulto de mentiras y la innumerable ilusión.
En ese vasto silencio cubierto de gritos de guerra, oculto del afuera por el fugaz espejismo del tiempo, el eterno vencedor oye las voces de otros silencios. Solo, habiendo disuelto la ilusión de no estar solo, solo, ya no sólo es él quien está solo. Pero yo estoy separado de él por esos ejércitos de fantasmas que debo aniquilar. ¡Ojalá pudiera un día instalarme en esta ciudadela! ¡Sobre las murallas que me desgarren hasta los huesos, para que el tumulto no entre a la cámara real!

«Pero, ¿mataré?», pregunta Arjuna el guerrero. «¿Pagaré el tributo al César?», pregunta otro. —Mata —se le responde— si eres un asesino. No tienes alternativa. Pero si tus manos enrojecen con la sangre del enemigo, no dejes que ni una gota salpique la cámara real, donde espera el vencedor inmóvil. —Paga —se le responde—, pero no dejes que el César eche ni una mirada sobre el tesoro real.

Y yo que no tengo otra arma, en el mundo del César, más que el habla, yo que no tengo otra moneda, en el mundo del César, más que las palabras, ¿hablaré?
Hablaré para llamarme a la guerra santa. Hablaré para denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para que mis palabras avergüencen a mis acciones, hasta el día en que una paz acorazada de trueno reine en la cámara del eterno vencedor.
Y porque he usado la palabra guerra, y esta palabra guerra ya no es hoy un simple ruido que la gente instruida hace con la boca, porque ahora es una palabra seria y cargada de sentido, se sabrá que hablo seriamente y que no son ruidos vanos los que hago con la boca.

primavera 1940

Traducción: Mónica Mansour

Tomado de Tsé-Tsé Nº 16 (mayo 2005) :

René Daumal : su breve pero intensa vida (1908-1944) dedicada a la poesía y a la mística, constituye una de esas señales a la atención que van acendrando el influjo de su entrelinea, incitando a sucesivas relecturas y nuevos descubrimientos.La guerra santa no ha perdido un ápice de su vigencia expresiva y su aliento de insurrección, desde que fuera escrito, apenas comenzada la segunda guerra mundial, si se tiene en cuenta la sarta de horrores acontecidos, en nombre del dios único y sus razones de estado, por entonces y desde entonces, se comprenderá que su llamamiento se mantiene tan invicto como incumplido.

el extranjero

Barthes

Ficción de un individuo (algún M. Teste al revés) que aboliría en sí mismo las barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino por simple desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica; que mezclaría todos los lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles; que soportaría mudo todas las acusaciones de ilogicismo, de infidelidad; que permanecería impasible delante de la ironía socrática (obligar al otro al supremo oprobio: contradecirse) y el terror legal ( ¡cuántas pruebas penales fundadas sobre una psicología de la unidad!). Este hombre sería la abyección de nuestra sociedad: los tribunales, la escuela, el manicomio, la conversación, harían de él un extranjero: ¿quién sería capaz de soportar la contradicción sin vergüenza? Sin embargo este contra–héroe existe: es el lector de texto en el momento en que toma su placer. En ese momento el viejo mito bíblico cambia de sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto accede al goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajan conjuntamente el texto de placer en una Babel feliz.

El placer del texto Roland Barthes