Marcola de Mariano Dupont (Ediciones cada tanto, 2011)

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Aullido

Por Mario Nosotti

En Mayo de 2007, una entrevista realizada por el diario brasileño O Globo a Marcos Camacho, líder del PCC y más conocido como Marcola, recorrió el mundo. Sus dichos, (que algunos alegaron falsos), causaron el revuelo de cascotes lanzados contra el vidrio de la buena conciencia.  La reescritura de ese reportaje, fue el punto de partida de Marcola. Se trata de una diatriba alucinada, por momentos feroz, espetada al lector en primera persona. Camacho, otrora pobre e invisible,  maneja desde la cárcel una increíble red de voluntades, poder de fuego e influencias, sustentados en el negocio millonario de la droga. De entrada, el narrador se abre de las dudas sobre la originalidad de sus palabras. A él no le interesa la Verdad con mayúsculas, sino el efecto capaz de sacudir esa paz deficiente, de tarjeta postal, cantada en “bosanovas que nombran/ laderas coloridas, a beleza do povo brasileiro”. Lo verosímil, no es más que pretensión de una legalidad funcional al estado de cosas.
Marcola quiere algo, por eso canta. No intenta solamente denunciar o mostrarnos  la cosa desde adentro. Lo primero es hacer evidente los que todos ven, lo que está incorporado al paisaje casi como una gracia natural, “¿No viste, acaso, el tamaño de las / favelópolis de Río? ¿Sobrevolaste en / helicóptero la periferia de San Pablo?”.
Entonces marca el campo, la diferencia clara y contundente: acá Nosotros, allá Ustedes. De un lado el humanismo mojigato, contento con sus buenas intenciones, tratar de comprender al otro, asimilarlo, y hablar, hablar de la pobreza, la injusticia social etc. Y por el otro lado una moral extraña, la de un Nosotros donde, “ni el bien ni el mal nos toca”, donde la muerte,“es la sopa de todos los días”. Una empresa eficiente, “mejor que Microsoft”, donde el que roba o vacila “es vuelto a colocar, sin compasión, en el / desamparo vivificante del barro”. Ese Ustedes entonces, lejos de ser un ente sociológico, de pronto es una mira telescópica que enfoca en el lector. Es a uno a quien le habla Marcola, a uno a quien dispara sus blasfemias, su incómodo diagnóstico, su grito de que ahora es demasiado tarde.
Pero para lograr que la palabra impacte, hace falta hacer carne una forma distinta de decir, un lenguaje “novísimo, amorfo, lozano, vivo, / que crece con la mugre, en los mismísimos riñones de esta cultura asesina”. Diferente al discurso enemigo, “intelectuales con cuarenta palancas de  retardo”, “sus frases pesan mil quinientas toneladas”.  Este nuevo decir tiene la virulencia del vapor que se escapa de la olla a presión de la normalidad burguesa. Respiración nerviosa, escandida en frases cortas, contundentes.  Marcola despotrica con un humor rabioso, que estalla en ese arte de injuriar de tono y eficacia celinianos: “¡Burgueses! ¡Culones! ¡Progres! ¡Pitufos! ¡Lactantes!”,  “Hagan autocrítica al espejo, deformes, contrahechos!”,“¿Me seguís, zapallo?”.
Pero no hay que engañarse, Marcola lee a Dante, y dice que su verdadero lujo son los libros, alega haber leído más o menos tres mil. No es casual la elección, de algún modo también él nos interna en los círculos infernales, nos muestra como todo se cruza y la cultura no es sólo patrimonio de los bienpensantes. Más aún, la literatura esta por su naturaleza mas cerca del Nosotros de Marcola; carece de moral y, su único compromiso es consigo misma, con su efectividad, su poder de despliegue y manifestación.
Lejos del maniqueísmo, del dedo acusador, el poema nos pone ante el espejo del Frankenstein que construimos. “Estamos todos en el centro del problema. Sólo que nosotros vivimos de él, ustedes no. // “Dense cuenta de que es apenas el comienzo”-

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Mariano Dupont nació en Buenos Aires en 1965. Ha publicado las novelas Aún (Premio Emecé 2003) y Ruidos (Santiago Arcos, 2008) y los libros de poemas Quique (Ediciones cada tanto, 2003),Pampa trunca (Ediciones cada tanto, 2004) y Nanook ((Ediciones cada tanto, 2010). De 2000 a 2008, fue editor de la revista Los Inrockuptibles. Perteneció al grupo editor de Kilómetro 111, ensayos sobre cine, revista de la que fue uno de los fundadores. Desde hace varios años coordina talleres literarios. Tradujo a William Burroughs, Arthur Cravan, Louis-Ferdinand Céline, Yasunari Kawabata, Pascal Bonitzer, Jacques Rancière, entre otros.

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El perro sin plumas de João Cabral de Melo Neto (Editorial Leviatán)

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La construcción  de un río

Por Mario Nosotti

Dentro del grupo de los clásicos de la poesía brasileña del siglo XX  Joäo Cabral de Melo Neto ocupa un lugar especial. Corrido del subjetivismo empático de un Drummond de Andrade o de un Bandeira, su sentimiento del mundo opera siempre a partir de una cierta distancia. Dirá en una entrevista: “Soy un poeta constructivo, no un poeta espontáneo. Para mí la poesía no es una válvula de escape, es el deseo de construir algo que no tenga nada que ver conmigo. Escribo por carencia y no por exceso”. Esta actitud de observador disciplinado, escrutador de espacios y de formas – Cabral era un apasionado de la arquitectura y las artes visuales- busca hacer del poema un artefacto capaz de dar cuenta del modo más directo posible de eso que el poeta llamó “lo real más espeso”. Nacido en la ciudad de Recife en 1930, la vida nordestina será determinante a lo largo de su obra. El perro sin plumas, que Leviatán publica en edición bilingüe con prólogo y traducción de Raúl Santana, es un largo poema que sigue el recorrido del río Capibaribe atravesando la ciudad natal del poeta hasta llegar al mar, dando cuenta de sus transformaciones, su implicancia en la vida de los hombres. El poeta recuerda pero no rememora; aquél río respira en su memoria “como un perro vivo / dentro de una sala”. Esta elección extraña de comparar al río con un perro – en otros casos será una espada líquida- tiene que ver con esa opción conciente de adentrarse en el denso misterio de  todo lo corpóreo, de lo opaco y lo vivo inmediato. Será sólo a partir de aquélla anatomía y de esos materiales que el poema investigue, conjeture y cree sus conceptos.

Con el ojo de un documentalista inspirado Joao Cabral va contando lo que ve su memoria. Observa la deriva de su objeto y, paradójicamente es ese tono medio, mesurado, lo que impacta vivamente en quien lo lee. Como el río el poema discurre con un ritmo pausado, volcándose en la escucha de lo mismo, conquistando el terreno y estancándose a veces para poder dar cuenta del sitio donde pasa, “algo de la inercia del hospital, de la penitenciaría, de los asilos / de la vida sucia e irrespirable // por donde el río se vino arrastrando”. Ese avance esforzado, hecho con elementos recurrentes y con repeticiones crea un efecto hipnótico. A su vez es la metáfora de los hombres que subsisten en los márgenes, luchando cada día en esa confusión donde “es difícil saber /dónde comienza el río / dónde el lodo / dónde el hombre”, esos hombres que son como perros sin plumas – “un perro sin plumas / es más / que un perro saqueado / es más / que un perro asesinado”-.

El tono antirretórico, las imágenes precisas y directas, dan cuenta del afán comunicativo, la voluntad de acceso a lo inmediato que impulsa este discurso. Las metáforas y las comparaciones se erigen a partir de objetos materiales, no de ideas o emociones abstractas, y quizás es por eso que sorprenden en su simplicidad aparente, su crudeza infantil. El poeta bucea en la forma de ser de lo vivo traduciéndola al cuerpo del poema, donándole su genio. Esa fuerza, “invencible y anónima”, como  la de, “una  fruta / trabajando su azúcar /  después de cortada”, es la fuerza que anima este poema.

Si en un primer momento uno podría pensar que la de Joao Cabral es poesía sin metafísica, muy pronto se comprueba que lo que hace el poeta es mostrar que lo físico está hecho de insondable, que la distancia habita la apretada materia, que el objeto concreto, puede ser la mayor abstracción. Las cosas no terminan en su cuerpo visible, limitado por nuestra lógica utilitaria, sino que se prosiguen allá hasta donde alcance su sed de afectación.
Cabral de Melo Neto murió en Río de Janeiro en 1999.

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El cansancio de los hijos de María Mascheroni (Hilos Editora, 2011)

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La sangre de las heridas

Por Mario Nosotti

Este es un libro difícil, escarpado. Hay algo que se muestra pero como ocluido. Uno debe adentrarse lentamente en su sintaxis rota, su belleza torcida de usos y de costumbres. Desde el primer poema aparecen los pájaros, símbolo inexplicable de una fragilidad que es  vuelo y un instante después peso muerto. Vuelo, fragilidad y muerte nivelan a los padres y los hijos. No es que padres e hijos sean frágiles sino que es esa calidad que los vincula ; es ese espacio “estrecho”, “el blanco espacio inquieto de la muerte”, en que los descendientes deberán aprehender la suya propia. Si alguna vez el padre veló el sueño de los hijos, ahora es la hija mayor quien velará el deslizarse del padre en el final.
Esta declinación del padre es una iniciación. La demora en morir nos va adentrando en eso, en “los asuntos de la muerte”. Porque como lectores todos somos hijos; estamos descifrando por la letra un destino recurrente, tan frecuente como desconocido.

Pero pronto aparecen más signos, evidencias que desvían la primera lectura. De un padre que agoniza, y de los hijos que acompañando el trance abrazan con penuria su propia finitud, aparece otra capa. La historia familiar es una piedra cuyos círculos concéntricos se expanden en el agua. La metáfora del ciclo de la vida adquiere resonancias siniestras.

En uno de los poemas, un árbol que revuelve su ramaje recuerda que a su sombra hay una sepultura; pero a la vez se intuye que más allá del árbol  hay un bosque.  El lector desde entonces trata de arrinconar esa deriva, como esos hijos busca lo que insiste en borrarse, “hasta que algo, algo encaje por favor”.
De una muerte privada a la privación de la muerte misma. Aquí se aprende algo: que la separación es límite falaz; hay una pertenencia que excede la propiedad y la sangre. Quién es el padre entonces? Por qué enterrar un pájaro? Será para poder enterrar algo? La hija nunca pudo ver el “vuelo terminado, para entenderlo”, para encontrar el sitio donde al fin descansar.
El pájaro es el gesto postural del que un hijo se apropia para hacerlo morir, al padre; la postura vincula, concentra una hermandad que trae algo de calma. Pero eso  no contesta la pregunta.  Los hijos cavan una tumba con sus manos para tener al menos donde hincarse, “para bajar las cabezas y quedarnos sin padre”.
La muerte que se trata de inscribir entonces no es solo la de un padre. Es esa que se ve “si miro hacia la izquierda”, una generación ahí, “donde faltan las cruces”. La escritura transmuta el vacío que pone en evidencia, lo hace  porque “lo que está escrito escrito está”, el poema es la “página convertida en camposanto y cuna”.
Y aún así, “septiembre llega sin miramientos / y las flores muestran su obligada manera de nacer”. La página 29 es la bisagra del libro: aún con la herida abierta la vida se abre paso, “es como no haber aprendido nada / violentos y vedados vástagos crecen por doquier”. Si este poema fuese una elegía, sería la elegía de contar con lo oblicuo, con lo repetitivo y esencial.

Lo extraño, lo poderoso del quehacer de María Mascheroni es sostener una escritura que no cierra. Hay una indecisión irresoluta que permite el despliegue de un diverso que ya no ha de cuajar. No es que puedan hacerse dos lecturas, ni que haya niveles superpuestos. Es otra cosa. Es algo que mantiene viva la paradoja, que a la vez hace y deshace, hace de lo privado lo político, y de lo universal lo histórico, y viceversa, y todo en simultaneo. No dos relatos sino uno insoportable para nuestra razón.
La poesía permite que la herida no cierre. Para no ser estéril, la mantiene sangrante. Instiga a que los hijos subviertan la impotencia de una historia borrada, en la rabia de andar. La idea de Justicia resulta inoperante. Se resuelve en clausura. Porque Justicia  no puede haber ni habrá. Lo imposible de ver el vuelo terminado les regala a los hijos un duro y un extraño privilegio, algo que no han pedido: “la riqueza de no comprender”.

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Peste Bufónica de Daniel Martucci (Ediciones Lamás Médula, 2011)

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La lengua del desastre

Por Mario Nosotti

Existe de mitad de los 80 a esta parte una especie de línea imaginaria que la crítica instauró para poder dar cuenta del fenómeno cambiante y multiforme de la nueva poesía argentina. Objetivismo y Neobarroco fueron las dos estéticas en donde se agruparon las tendencias más visibles, cuyas piedras basales son las obras de Joaquín Giannuzzi y de Néstor Perlongher. Si bien hoy día esta clasificación resulta casi inoperante, no lo era cuando Peste Bufónica vio la luz allá por principios de los años 90.Este singular libro vuelve a editarse ahora, como punta de lanza de la flamante Cactus Collection, de ediciones Lamás Médula. Quince años y un libro de por medio –Cámara Profana– han pasado y si bien es sencillo decir que la Peste Bufónica chapotea en el barro Neobarroco, lo que importa, más que ubicar al posible lector, es volver a advertirle del fuego cruzado, las esquirlas a las que se expone. En realidad advertencia es aquí invitación, un modo de decir que el poder sigue intacto.
Ese discurso bufo, canallesco, que echa mano a recursos diversos –lunfardo, siglo de oro español, Girondo de En la masmédula, algo de Lamborghini (Leónidas)- se amalgama y transforma en la voz de Martucci. Palabras mal escritas, horrores ortográficos del bien decir. Bendición de una lengua que provoque, que nos des-acomode, que como bien expresa Laura Klein en el prólogo, sacuda nuestra inercia de lectores, la abulia de mandar sobre el lenguaje.
Y si el lenguaje es máquina de guerra, el juego es su constante. La guerra es contra la corrección, la seriedad, la belleza ensalzada, la funcionalidad lingual que comunica formas y más formas, indigestos objetos de consumo. Ludismo de palabras cuyo tropismo imanta, las metamorfosea, saltando por encima de vallas gramáticas, sintácticas,  creando un nuevo semen, donde el sentido no viene de algún lado sino que es hecho ahí mismo, en ese contubernio de elementos alógenos fundidos por la lava de un lenguaje que avanza.
Y contra los discursos de argumento, las ideas, esas que según Bergson son una detención del pensamiento, esta especie de lengua del desastre intuye bien que “nada nos pertenece / viene del caos y se va al desenfreno / por cañerias desbocadas”.
Armar y desarmar con la lengua, aprovechar los yerros, los tropiezos, transmitir una peste que envenene la rígida, esforzada concepción del mundo. Y dejarse llevar, “oigan yirar la berva” , el amor es ahmor, el vezo berzo, generosa impudicia que permite empezar un poema diciendo, “puta madre / estoy que no sé si decido o desido”.
Y hacia al final del libro ese poema, convertido en un hit para los conocidos, en cuyo flujo mutan el nombre y los alcances de la epopeya de Antonín Artaud,  termina de algún modo condensando el espíritu del libro: “por ahora solo / nos queda desarmar / la vida muerta / despeyejar / el animal humano / y el artilujio / de enterrarlo / en la garganta gigante de la lengua”

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Daniel Martucci (Buenos Aires 1957) es autor de El alma del murgón (teatro-1987), Peste Bufónica (poesía-1991, reeditadi en 2011) y Cámara Profana (poesía-2004). Su libro inédito Fixionauta (teatro-1994) integra La Cactus Collection y será publicada en pocos meses. Fue coguionista de la película El túnel de los huesos (de Nacho Garassino), estrenada en 2011.

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El mal menor de Mónica Sifrim (Editorial Bajo La Luna)

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Un arte de nombrar

Por Mario Nosotti

Este es un libro sobre el comienzo. El comienzo de algo y su transmutación constante. Dos momentos diversos enlazados en la función poética: el instaurar primordial de la palabra y la recuperación de su sentido. Las varias alusiones a las Sagradas Escrituras se transforman en dobles de la humana experiencia de escribir; escribir a su vez más que humano, ya que la escritura nos religa a un horizonte insondable.

A través de una sintaxis limpia y cincelada, despojada de elucubraciones, Mónica Sifrim hace un trabajo artesano: coloca las palabras cual teselas arman un mosaico donde lo bello surge de lo imprescindible. Escritura con aire, con blancos abundantes, donde los versos breves evocan una hechura primordial; nombrar o plantar algo como por vez primera en la faz de la tierra. Y es Adán el que nombra, siguiendo los afanes de un Caeiro, que el río sea río, no como identificación o mimesis, sino como poiesis, la irrupción de la piedra en medio del camino.
Hay por lo tanto ese anhelo común a todo poeta: palabras que en lugar de señalar el objeto lo manifiesten, incluso sin recurrir a la metáfora, “a la encina que se llame así: / encina, encina // el ave en su avedad / la rosa, rosa”. Verbo performativo,  creador de las cosas y armador del mundo. Y luego la otra instancia: esa misma palabra ahora desgastada por el uso, convertida en apenas un rótulo, en un señalamiento de lo oculto,  busca recuperarse a través de su engaste en el poema.
Este juego de hacer, de perder y restaurar, no persigue una lógica dialéctica. Mas bien funciona como una intermitencia natural, discontinuo que fluye y despeña verso a verso. Son estos movimientos de escritura, como se dijo antes, paralelos formales al motivo del génesis y de la resurrección bíblicas. Como ese Zigurat* que encabeza y titula la parte central del libro, hay siempre un tender hacia y un origen.

Por medio del relato de distintos sucesos, los poemas inquieren sobre la naturaleza del lenguaje, sobre el puente que liga las palabras y las cosas. La búsqueda de la verdad corre en zig-zag, de tropiezo en tropiezo, y su descubrimiento es “un pigmento / que una / pincelada / sola / no podría mostrar / y otra pincelada / cubriría”.

La escritura de Sifrim tiene entonces el “don de majestad” que se ejerce nombrando, imponiendo sentidos (invocándolos), y animándose a desarrollarlos. Pero a la vez posee “don de gentes”, como en ese poema de mujeres que deshace la bruma de una espumadera.
Versos breves, a veces de tan solo una o dos palabras, que son como incisiones en las tablas de arcilla.  Muchos de los  poemas funcionan cual oráculos, dictámenes cargados de ambigüedad y de natural belleza: “Hay hadas que se duermen en cuclillas / Oteando el horizonte / Cuando haga frío / No tendrán morral / El ermitaño sabe administrarse / Cabe al oso retirarse a soñar”.
Con este cuarto libro (los anteriores son, Con menos inocencia, Novela familiar y Laguna), Mónica Sifrim consolida una obra contundente, cuya inusitada nitidez y vuelo destaca entre las más significativas de su generación.

* templo sumerio que entre otras cosas simbolizaba un puente entre el cielo y la tierra.

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Mónica Sifrim nació en Buenos Aires en 1958. Egresada de Letras de la UBA. Publicó Con menos incencia (1978); Novela Familiar (1990) y Laguna (1999). Recibió la beca del Fondo Nacional de las Artes para la creación en poesía en 1997 y la Beca Fulbright en Letras en 1999. En 2002 organizó el ciclo “Flora y Fauna” en la Casa de la Poesía de la Ciudad de Buenos Aires y fue invitada a participar del festival internacional de poesía de Troís-Riviéres, Québec, Canadá, en su edición 2005. Poemas suyos fueron traducidos al inglés, al alemán, al portugués y al francés y han sido editados en diarios, revistas y antologías del país y del extranjero.

Actualmente, coordina talleres de escritura creativa y lectura.

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Ensayo y serenata de Hilda Rais (Ediciones Del Dock, 2010)

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Lúcido veneno de incertidumbre

Por Mario Nosotti

Cultivar la renuencia, una forma posible de pararse ante el mundo, el enigma que somos, pero ante todo un modo de lidiar con el lenguaje, de trabajarlo. Ante lo inabordable de lo real y la evidencia de eso que, nos queda grande, descubrir otra fuerza, otra forma de tránsito. Como dice la cita de Clarice Lispector, “su hazaña es, sin conocerse, entretanto, proseguir”.

Por medio de un lenguaje despojado, hecho de imágenes enjutas y oscilaciones leves, Hilda Rais construye un pensamiento. Si hay ideas, conceptos (y vaya si los hay), será sólo a partir de aquéllas menudencias. Ensayos, serenatas, repiques de una voz que exhibe sin pudor ni corrección: “me canso de escuchar como estás / quiero que sepas cómo estoy”.
Los poemas avanzan a través de tensiones (cultivar la renuencia / clavarse los puñales), que siempre se resuelven torciendo hacia un lugar inesperado. Ese tembladeral arranca una sospecha primordial: el lenguaje es precario, la comunicación está expuesta a los vientos del equívoco, la malinterpretación, el tono (“qué malicia descompone lo que hablamos”).
Pero la vida sigue, uno se las arregla. Es este el hálito, la actitud de la voz que sobrevuela el libro. No hay queja, ni lamento. Hay altivez. Resignación a veces. Aceptación vital de ese desorden.
En el mismo sentido corre el sutil despecho ante un psicologismo que cree en comprender y mejorarse. Hay un conocimiento subterráneo en cambio. La fuerza de otro orden, intuitivo y vital. Así podría leerse el daimón de este libro: algo funciona sólo y sabe lo que hace más allá de nosotros, de nuestras intenciones. No es fácil entregarse. Tampoco hay garantía de reposo o de felicidad. Pero una procesividad oculta deja de obstruirse, cierta naturaleza puede circular.
A prudente distancia del lirismo, la actitud estoica y el desapego meditador, Hilda Rais se entrega cotidiana, un poco descreída a lo que ha de venir. Temas como la vejez y el deterioro físico, recurrentes a lo largo del libro, se tratan sin trascendentalismo, con un toque de humor compasivo, sin que esto impida (al contrario), enfrentarse a los hechos, padecerlos: “no quise envejecer, era mejor morir / pero ahora no tengo ganas”. Apuesta a lo presente. Salir de las funestas  proyecciones haciendo de las tripas corazón: “mientras el cuerpo aguante el agua entre las manos / sostengo los deslices de lo que tal vez caerá”, “¿la furia se anuncia con tanta calma?”.
Finalmente la poeta deja en claro su ansiedad de desvío ante aquello que fija identidad o genealogía. Contra la “santuarización”del género, la herencia y el origen, poner constantemente en duda una  certeza ciega: “creer que descender arraiga”.

Como en sus dos anteriores libros de poesía (Indicios, ed. De La Campana 1984; Belvedere, Tierra Firme 1990), Hilda Rais vuelve a pensarse y a pensar mirando de soslayo,  riendo de lo mismo como forma de amor, de aceptación. Zancada tan cabal al drama le dan a esta poesía vitalidad y don de juego, ese su “acribillar la madurez”, en la extraña conciencia de que “nadie está sólo bajo lo que nos irá cayendo”.

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Hilda Rais Nació en Buenos Aires en 1951. Ha publicado: Diario Colectivo, con María Inés Aldaburu, Inés Cano y Nené Reynoso (ed. La campana, 1982). Indicios, poemas (Ed. La Campana 1984). Belvedere, poemas (Libros de Tierra Firme, 1990; reeditado en 1996). Salirse de madre, narrativa, con otras autoras (Croquiñol Ediciones, 1990). Locas por la cocina, prosa satírica, con otras autoras (Editorial Biblos, 1998). Obtuvo el 2º Premio Iniciación de la Secretaria de Cultura de la Nación (1983) y la Faja de Honor en Poesía de la SADE. Cofundadora de Sudestada –Asociación de Escritoras de Buenos Aires- (1999-2004) que organizó el Encuentro Nacional de Escritoras “con esta boca en este mundo”, Buenos Aires, 2000. Participó en congresos, mesas redondas, lecturas de poesía, fue jurado de concursos literarios y coordinó talleres de escritura. Publicó trabajos sobre feminismo, mujeres y literatura, poemas y artículos en diversas publicaciones nacionales y del exterior.

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