EL PODER DEL DESEO

sobre Oscuras flores de duelo, Patricio Foglia (Editorial Conejos, 2021)

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Todas las mañanas, un muchacho sube la persiana del local de su familia, una santería en Liniers, cerca de San Cayetano. Allí, entre santos, sahumerios y velas de colores se va hilando una historia donde los hechos mágicos y las revelaciones se entrelazan con la cotidianeidad más terrenal. La poesía será a partir de entonces como un acto de fe, un arte que permite amalgamar los mundos, las varias dimensiones paralelas que conforman la realidad aumentada.

Chicos en moto, con gorrita y el torso desnudo, una madre por momentos presente, por momentos recordada, personas que entran y salen con sus energías, con sus auras, y la suave y creciente conexión con un poder más grande, encarnado casi siempre en lo cercano, seres comunes (un perro siberiano, una laucha, incluso hasta  una mancha de humedad) señales que nos hablan, nos ayudan a tomar decisiones, a saber dónde ir.

Estructurado como breves entradas de un diario, Oscuras flores de duelo de Patricio Foglia, muestra la forma de hacer una novela de poesía, con simples pinceladas, o mejor dicho, con la materia llana de las voces, personajes y ambientes, que hacen surgir una coloración, una temperatura, un tipo verosímil de belleza.

El poder del deseo (“hay que tener cuidado con lo que se desea porque se puede cumplir”), la rotura intermitente del dique entre el presente y lo que sobrevendrá, la búsqueda del camino propio más allá de los dictados y voces distractoras, son motores que impulsan el relato, cuya plasticidad reside en no ocultar los raptos de inocencia, esperanza y humor.

Nuestro joven santero -en cuyo panteón conviven Buda, la difunta Correa, el gauchito Gil, incluso hasta Totoro, «mi casa es así, nacional y espiritual”, o ángeles que manejan un auto importado y ajustician a alguien con varios disparos- poco a poco se convierte en una especie de médium, una antena que percibe tragedias casi al mismo momento que suceden. El lector reconoce los hitos del pasado reciente -el atentado a una mutual judía, la muerte del hijo de un presidente en un accidente en helicóptero, un estallido político y social, o el fuego que devora la vidas de decenas de jóvenes en un local de Once-. Todo eso se entrama con la historia de Furia, el gitano cuyas dudas y búsqueda son también las del protagonista, que entonces pide ayuda a sus aliados. Cuando ser ese tránsito de energía fulgurante se hace insoportable, el muchacho cierra todo y se va de viaje. Se trata al fin y al cabo de eso, del viaje a la respuesta siempre postergada, al poder cuya fuerza nos puede convertir en un león o en un perro apaleado.  

El periplo hacia esa redención largamente anhelada, aquélla que se intuye más allá de cualquier explicación, se escribe con pasajes contundentes como este: “Cuando el sol empieza a ponerse, cierro el local y encaro para el tren. Mientras toda la gente vuelve, yo voy. A la noche, tardísimo, vuelvo con luz violeta en el colectivo, contento como una rama de viento en primavera. Veo mi rostro fijado en el vidrio y tengo un resplandor parecido a la felicidad. Viajar en el 86 es como flotar y un semáforo verde continuo me indica que estoy en la senda correcta”.

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Mario Nosotti 19/07/2022