TEORÍA DEL ORIGEN

Sobre Primeras luces, Carlos Battilana (Ampersand, Colección Lectores, 2024)

*

¿Para qué sirve leer? La pregunta, aplicada a la literatura, tiene como respuesta distintos argumentos. Battilana desconfía de los discursos institucionales del tipo “los beneficios de la lectura en la sociedad”. Leer sucede sin para qué. La lectura es un refugio y un espacio de liberación en una sociedad atada a la rutina y los acosos del capital.

Para el niño que creció en una ciudad fronteriza del litoral, lugar de confluencias en donde las imágenes de la naturaleza y de la cultura conviven, las letras eran más bien “pájaros raros, plantas exóticas, insectos desconocidos”, fisonomías curiosas más que elementos capaces de articular sentido. Paso de Los libres (“esa especie de ínsula al borde del río Uruguay”) fue la caja de resonancias de otras lenguas y el lugar de un rito profano, el carnaval, que como la lectura era capaz de suspender el tiempo.  

Un día el niño tiene su primera alucinación auditiva, “veía versos y los escuchaba”, estaban en el libro de lectura de la escuela, Primeras luces, y eran de Baldomero Fernández Moreno. Sin saberlo, podía experimentar la música como acto comunicativo, y décadas después supo que detrás de esa aparente simpleza había un artificio, un acto constructivo.

Primeras luces narra con maestría las escenas fundantes que alumbraron la infancia y adolescencia de un lector. Las revistas deportivas, las crónicas de relatores fútbol y boxeo, las series de televisión, “un saber soberano, juzgado como improductivo”, fueron el sustrato que nutrió el frondoso prontuario de lector: “Imaginar un origen no es algo pernicioso ni irreal. Puede darle sentido a un destino”.

Durante un veraneo en la costa argentina la lectura de un libro de Julio Verne, Dos años de vacaciones, le abre un universo, “una inmensa posibilidad”. Aislado de los otros, se sumerge en el impulso del viaje, en el descubrimiento y la posibilidad de evasión. Muchos consideran a Verne una lectura “de juventud” de cuyos libros podrían saltearse páginas enteras. Battilana hace constar la crítica brillante y  demoledora que le hace César Aira: “no hay muchos lectores serios que lean a Julio Verne. En general, a Verne no se lo lee sino que se lo ha leído”. De todos modos y hasta el día de hoy, Battilana vuelve cada verano a Verne. Sin querer justificarse ni rebatir las críticas, reivindica su propio fervor. Verne excede para él el tópico del autor cuya imaginación técnica se adelantó a su época, es más, su anacronismo le resulta placentero, “No me sorprende tanto lo que imaginó en pos del futuro sino lo que el futuro hizo con su imaginación”.

Battilana repasa su lenta y singular asimilación literaria, la mudanza a Buenos Aires, el primer taller al que asiste durante la dictadura, el descubrimiento de la constelación de poetas que conformarán su genealogía.  

El encuentro con el autor crucial sucede en una pieza de hospital, poco antes de una operación ligada a las dificultades respiratorias. En la sala vacía, mientras oscurece, saca del bolso un libro, la poesía reunida de César Vallejo. Lee el poema “Ágape” de Los heraldos negros, y el efecto esel equivalente a una percepción magnética, un acto de transfiguración. “En el interior del idioma castellano, había un idioma inexplorado”, dice Battilana, “una lengua extranjera trabajosamente extraída de la lengua materna”, como un excavador, un minero que “explora lo desechos lingüísticos”.

En un poema propio, perteneciente a Un western del frío (2015), recuerda ese “relámpago” a los 18 años: “feliz en mi cama / en la soledad del hospital, / al día siguiente me pondrían anestesia general, / pero yo ya había leído a Vallejo / por si acaso.”

Battilana alcanza en este breve tratado –que dialoga con su poesía y su ensayo El empleo del tiempo– una destreza narrativa que enlaza el pensamiento y la intuición, pero que es sobre todo la reivindicación de un fervor, el placer liso y llano de leer. “No existe la muerte mientras leemos: somos niños, adolescentes en estado de éxtasis. Buscamos el tiempo pleno.”

Mario Nosotti (revista Ñ 9/03/2024)

TABLERO AL MAR

La joven promesa, Agustín Alzari (Bajo La Luna, 2023)

*

Comienzos de la década del 50. El arquitecto Severo Colautti, cuyo trabajo en la reconstrucción de la Italia de posguerra le ha otorgado renombre internacional, es contratado por el gobierno argentino para una misión secreta. Viajará en barco hacia el destino exótico que es también una oportunidad de renovarse, dejar atrás los golpes de la guerra y los traumas que lo acosan. Hace tiempo que trabaja en proyectos estatales de gran envergadura (escuelas, hospitales, barrios para trabajadores), y su audacia y visión en diseños de altura le han granjeado el apodo de “mago de las montañas”.

Aislado en su camarote, concentrado en el nuevo proyecto, vive su propia aventura que se mide en escalas milimétricas, en cálculos de suelos y oscilaciones térmicas, regímenes de lluvias, vientos, el “diálogo matérico” que ejecuta en el plano matemático y también de la intuición. Un océano, un cubículo, un encargo del que solo posee la información imprescindible, lo separan de los avatares del mundo exterior.  Pero dentro del navío, entre los  pasajeros de la primera clase a los que trata infructuosamente de evitar, encontrará otro núcleo del disturbio.

La idea de la novela de barco, casi de gabinete que impulsa este nuevo libro de Agustín Alzari, abreva en una tradición exótica  y a la vez en un imaginario familiar, una suerte de paisaje de cultura. Colautti viaja a un lugar idealizado, que le despierta curiosidad y lo desafía, y es ese corrimiento lo que vuelve a esta novela rara y familiar al mismo tiempo.

Aunque salga lo menos posible del camarote su fama lo precede: en un almuerzo compartido en el elegante salón comedor una mujer lo reconoce. Pronto se enteran otros e incluso al capitán, que pasará a hostigarlo para que le diseñe la casa donde sueña retirarse una vez jubilado. Colautti deberá echar mano de todos sus recursos y carácter para sortear los conflictos que le presenta esa pequeña sociabilidad.

El barco es una cápsula que le permite a Alzari abordar esta historia alrededor del proceso creativo, un oasis vinculado a la quietud y el aislamiento, a la febril, gozosa y absorbente actividad imaginativa. ¿Cómo piensa un arquitecto genial? ¿Cómo evoluciona en él una idea?  El ritual creativo, sus manías, sus ritmos, sus avances y titubeos, las raíces profundas en que se hunden los pasos del proceso. Pero también, y quizás aquí radica la tensión y el divertimento, cómo eso altera o es alterado por la vida cotidiana.

Mientras tanto aparecen ramalazos de una vida anterior (la historia familiar, la infancia, el amor trunco, las pérdidas) que demuestran que nunca estamos solos, que tanto los recuerdos como la vida diaria infiltran, compiten y transforman el trabajo intelectual. Colautti se pregunta en un momento dado qué se entenderá por aventura dentro de algunas décadas, y eso cifra de algún modo todo el relato.

Cuando el lector cree ya firmemente estar leyendo una novela de ultramar, y que Severo nunca pondrá un pie en tierra, entramos en la segunda parte del relato. Nuestro protagonista desembarca en una Buenos Aires que atisba apenas desde la ventana del hotel, como la escala previa al destino secreto al que pronto será conducido. Una vez allí, el viento, las piedras, el suelo y los cursos de agua resignifican el contrapunto entre la idea y su concreción, revelan la potencia transformadora de lo tangible. La multiplicación de inconvenientes, el manejo de los tiempos, la relación con los trabajadores, transforman a Colautti incluso físicamente, mostrando hasta qué punto una práctica y un entorno nos convierten en otros.

La escritura ligera, inteligente, fluida de Agustín Alzari –que ya había demostrado su destreza en una novela de tono muy distinto, La solución, publicada en 2014-  adopta el movimiento del barco y las ideas de Severo; con momentos jocosos y duros a la vez, su espíritu se cierne en lo que en un momento expresa uno de los personajes: “Todo lo humano era finalmente trabajoso, arduo, problemático, y allí residía su poder y su límite”.

Mario Nosotti (Revista Ñ 10/02/2024)

UN TEATRO DE SOMBRAS

Liliana Lukin

***

sobre El Museo de la Infancia, Liliana Lukin (Espacio Hudson, 2023)

.

“Pues este es mi proyecto: filmar una mano con mi otra mano: entrar en el horror. Me parece extraordinario, me da la impresión de ser un animal. Peor aún: soy un animal que no conozco.” Algo de esta cita de Agnés Varda que abre una de las secciones del nuevo libro de Liliana Lukin, algo de ese movimiento, podría leerse como un símil de lo que hace la autora: mirarse a sí misma como si fuese algo extraño, un animal, como una mano mira a la otra. Escudriñar no con los ojos, sino con la memoria de una mente portátil; trabajo de edición, de compaginación de imágenes, de palabras que surgen de un espacio sin fondo: “con la mano, es como pelar un durazno / con la mano: la piel se rompe, húmeda,  / jirones que voy sacando y amontono / unos sobre otros…”

En esa observación donde la identidad se anega  nos asomamos a algo que nos aterroriza, pero a la vez se nos devuelve algo de lo propio, una fruta exquisita, llena de surcos, “el corazón de mi desdicha”. Somos lo que se ve cuando el acercamiento es tal que permite el desenfoque, entonces lo mimético se extraña,  para que surja  otra trama, alguna trama, una trama descubriendo una historia, hilándola en nuestro presente.

Volátil, inestable, como esos sedimentos que maceran en un agua sacudida de pronto por los pies y las risas, la memoria retiene en su cedazo algo de lo que hubo, como un eco doblado, transformado: “hubo felicidades de cuerpos ajenos, hubo crimen y silencios para flotar en la transparencia”.

Alguien insiste en mirar el  olvido, “lugar para excavar”, tierra en la que la poeta ausculta sedimentos, detritus, retazos de una historia: padres, madres, “la cinta sin fin del amor / y del no amor”. Y sin embargo, “aunque mire más hondo aún, no lograré ver ni la mitad de lo vivido”. Consiente del desafío, de que “La pérdida siempre está hambrienta” (otra cita, en este caso de Pascal Quignard) la memoria de Lukin es también una danza de contrarios: no uno u otro, sino uno y otro, algo que nunca es puro.  Custodiada en pequeños cuadernos, dibujos infantiles,  fotos, palabras recordadas, es como un yacimiento de hallazgos esparcidos en la infinita negrura, la claridad infinita: “Destapo la caja de fotos como si fuera Pandora, con deseo y con miedo / miro superpuesta la vida que tuve”, “Un largo collar de pequeñas penas y dificultades”.

Hay en la obra de Lukin una voz vulnerable que es capaz de auscultar las fuerzas negativas, las pérdidas, lo efímero, los mandatos ocultos. En su poesía el daño y la belleza suelen  estar cerca, también la soledad y la aparición, ética de la flor que crece al borde del barranco (Montale), en ese filo heroico subsiste como una llamarada: “proliferar en mí misma, y en el pequeño / universo que hace lugar a mi insistencia”.

Invocar un pasado, recrearlo en lo escrito, nos permite también el ajuste de cuentas, por ejemplo con la madre, (“A cierta edad, casi todas las poetas / tienen una madre que escriben”): “… me arranco / si puedo el veneno/ de su flechas/ de su fingida inocencia”

Hace falta regodearse en la ausencia, en la desolación, sostener el fantasma con altura, dialogar mano a mano con él hasta que “ya es suficiente”.  En Lukin siempre está el impulso de regeneración, de enhebrar un discurso en que la vida sea propicia; ese es el camino en espiral que sus poemas transitan: “Algo susurra, soy mejor / que mis propios recuerdos de mí”.

Este libro, que aún en un registro diferente dialoga con otros de la autora, incluye sus dibujos escolares que actúan como espejos invertidos de una figuración. Si hay en la vasta obra de Lukin un sentido creado en la descomposición del lenguaje, cierta prosodia hirusta en este poemario se suaviza, se hace más llana sin perder su vigor.

El museo de la infancia, la infancia como teatro de sombras, como esas vocecitas que murmuran desde lejanos paisajes pintados en cartón. En el hilo capaz de resistir a la disolución esta voz nos propone encarnar  la “presencia de lo ausente”, aquello que vivimos y que supimos cierto como cuerpo, como un tono de voz.

Mario Nosotti, Revista Ñ (15/07/2023)

Destacado

Un tábano y una gota de sangre

Alejandro Crotto

***

sobre Quiero, Alejandro Crotto (Audisea, 2023)

*

¿Cómo comienza una historia? El pasado y el futuro se pliegan, algo viejo y nuevísimo acontecen. “Algo se abrió, primero. / Entonces acá estoy, mi cara muda, / como el que va empapándose / de una lluvia invisible.” Todo comienza con un mínimo gesto, algo más que un esfuerzo producto de la voluntad, un verbo y un deseo brotando desde adentro: Quiero. Entonces el mundo visible e invisible se despliegan, la realidad se agrega a medida que avanzamos, como capas que suman dimensiones, como páginas de un libro, miramos ese río, esas hormigas, los álamos, las piedras, las estrellas, y somos algo más entre las cosas, “el corazón que nace si me quito”.

En los poemas de Alejandro Crotto los hechos son situados, todo pasa a la vez frente al que habla y frente al lector, en el mismo momento y con igual nitidez: “Vi un tábano. Fue así: / había mucho sol y yo estaba en la orilla”. Versos que se revelan como puro presente, como una flor se abre en la elocuencia de palabras desnudas, sin ropajes. “Una gota de sangre cae en un vaso de agua / y mientras va de a poco abriéndose / caen una, dos, tres gotas más.” Las cosas son mientras duran, mientras suenan, mientras se hace la pregunta que produce el asombro. Mediante escenas simples, inmediatas, que tienen sin embrago la profundidad de una constante apertura, el sujeto poético se habla a sí mismo como si fuese su propia criatura, como el propio Creador que lo agitara: “recorrélo caminando”, “llenáte de sol”. Poemas como haikus, torrecitas de piedras apiladas en un raro equilibrio; al llegar al cima algo cruje y esplende, se acelera y eleva como una ofrenda al cielo.

El trabajo de Crotto con ciertas formas fijas, el juego con la métrica, con las rimas y el ritmo, son parte de una experimentación ligada a lo intuitivo donde la normativa se desestabiliza. El poema se abre paso como el agua de un arroyo que rebota en las piedras, es esa musicalidad y ese repiqueteo el que crea el sentido, que mezcla sensación e imagen en una conmoción apenas contenida. Consciente de ser solo un medio, como una caña que permite escuchar el esplendor del viento, esa mirada humilde y conmovida se labra en la sintaxis despojada, la variación de pocos elementos.

Plegarias, ceremonias tan íntimas como elementales, rituales seculares: “armamos una pila con ramitas y hojas / y pusimos al sapo muerto encima // Mientras crecía el fuego / cantamos para él una canción”. Los juegos fónicos y las repeticiones, la atención a lo dado, obran la sensación de cosas afirmándose en su ser. Todo esto se traduce en la renuncia al control, a una voluntad de intelección que busque traducir y acaparar lo que acontece: “Quiero escuchar sin entender mil veces”.

Muchos de los poemas de este quinto libro de Crotto (los anteriores son, Abejas, 2009, Chesterton, 2013, Once personas, 2015, Francisco –un monólogo dramático-, 2017) se abren a zonas nuevas o poco exploradas en su poética anterior: gérmenes narrativos donde la libertad imaginativa echa mano a la fábula, lo fantástico, (por ejemplo en “Cuatro visiones frías”), a un enrarecimiento que lo aparta de lo referencial. A su vez, varios poemas se presentan como micro relatos que reavivan ciertos tópicos de la tradición mística: el ser hablado, el quemarse en el amor al Creador, el saber que Él me habita “como un tesoro que crece si lo gasto”. Como un animal que avanza agazapado en la maleza, hay un llamado ciego que crece con su entorno, que no puede narrarse de otra forma, como hace imaginar el título de otro de los poemas: “UN JAGUAR EN LAS RIMAS DE VARIACIÓN VOCÁLICA”.

En la poesía de Crotto siempre se pone en juego la dialéctica entre lo que muere y la regeneración, el poder ser lavado, redimido a través del contacto con los seres y las cosas que son una expresión, un atributo de algo que los trasciende: “Ahora el agua me lava todo el cansancio.  // A todo mi cansancio se lo lleva la corriente”.

Mario Nosotti, revista Ñ (1/07/2023)

Una imaginación documental

Sergio Delgado

***

sobre EL PARAÍSO (La sobrina, El paraíso, La estela), Sergio Delgado (EDUNER, 2023)

Como aquéllos retablos medievales compuestos por paneles que aun separados mantienen para el espectador una unidad, este nuevo libro de Sergio Delgado urde a lo largo de casi quinientas páginas tres historias que tienen en común la reconstrucción de un pasado más o menos remoto. La memoria es una urdimbre que a través de recuerdos personales, historias escuchadas, fotografías, objetos y lecturas enlaza la imaginación. Como si la materia narrativa fuese una de esas plantas que trepan las paredes asentándose en pequeñas tomas que un paciente jardinero les procura. La trama que se eleva y ramifica compone a la distancia un tapiz singular, único entre la infinidad de variantes posibles, que oculta o apenas deja ver aquél espacio en blanco que pervive al menos como anhelo, como fuera de campo en donde se vislumbra otro real. Trabajando elementos biográficos o afines a la crónica, la historiografía e incluso la especulación filosófica, Delgado narra morosamente tres historias que confunden lo personal y lo público, lo histórico y lo imaginativo, gesto con el que nos lleva a preguntarnos si no son, después de todo, componentes de una misma materia.

La vida de los distintos narradores está atada a la historia de sus zonas geográficas y sentimentales (Santa Fe, la Bretaña francesa, la inmigración europea, la vida y la cultura en los pueblos de provincia, la historia del progreso y la devastación); Sergio propone algo así como una imaginación documental, capaz de deleitarse en extensos meandros narrados con lucidez y precisión, no aptos para ansiosos ni para los que buscan la mera peripecia (que las hay, sí, y en abundancia), sino para quienes son capaces de esperar esa brisa que exhala la memoria, poesía de un recuerdo que la letra es capaz de reavivar.

Las historias se encuentran en papeles guardados, anotaciones sueltas y cuadernos, y pueden responder a distintos impulsos,  “cumplir con un deber familiar”, así como “tratar de darle forma a mi propio desconcierto”.

En el primer relato (La sobrina) se reconstruye la historia de un anodino crítico teatral que se dispone a cubrir una representación de Tío Vania en un encuentro provincial de teatro, y de una señorial casona objeto de transformaciones que reflejan también las de una ciudad.

El Paraíso anuda la trayectoria vital del narrador a la historia de su padre ordenada en “motivos”, como los de una obra musical: el trabajo, la enfermedad y el ocio. A su vez un paraíso centenario es el eje alrededor del cual se organizan relaciones personales y sucesos olvidados.  

En La estela se traman los recuerdos del paso por un colegio jesuita y una profesora que supo despertar la vocación del futuro escritor, con la leyenda del indio Mariano. A su vez la floración de los cerezos a un lado y otro del océano, (en septiembre en el Barrio Guadalupe, en Santa Fe, en marzo en el Parque de Siam, en Bretaña) que enmarcan el conmovedor aprendizaje escolar de un niño argentino en Francia, en un juego de espejos y de desemejanzas, ese ir y venir que el relato comprime en un puro presente: “anacrónico y sorprendente, como el florecimiento de los cerezos, vuelve el pasado”.

Con conciencia del tiempo en que vivimos, donde “todo se escribe, nada se lee; todo se conserva, nada se recuerda”, atravesado por las ya no tan “nuevas tecnologías” (fotos satelitales, webcam, internet ) que determinan nuestra percepción, el flujo narrativo pivotea en un constante diálogo entre el “aquí” y “allá”, del presente al pasado y viceversa, pero también de un hemisferio a otro: la tarde en Santa Fe y la noche en Bretaña, la mañana “allá, en Rincón y Colastiné” y “acá casi las doce”.  

Hacia el final, una AntiAutobiografía que concibe el relato de la propia vida como aquello que crece con nosotros y vamos a la vez reformulando, la búsqueda de eso que el tío crítico de La sobrina vislumbra en la obra de Chéjov: “Algo impreciso, que escapaba a una época y a una geografía determinada, que cada versión en todo caso rehacía, en variaciones incesantes”.

Mario Nosotti Revista Ñ 29/04/2023

VERSOS INCLEMENTES Y PARAÍSOS DE ARENA

sobre LAS COSAS QUE DIGO SON CIERTAS. Poesía Completa 1949-2000, Blanca Varela (Gog & Magog / Caleta Olivia)

*

“Una desesperación auténtica no se consigue de la noche a la mañana. Hay quienes necesitan toda una vida para obtenerla”, dice Blanca Varela en El orden de las cosas, uno de los poemas de su segundo libro. Voraz, agazapada, visceral, a veces melancólica y  oscura, la inclemencia de sus versos extraen de la cantera del lenguaje la sensorialidad de lo real, “la carne convertida en paisaje” de una voz que se abre en vertientes subterráneas, paraísos de arena.

Integrante de la llamada “Generación del 50″ junto con poetas como Javier Sologuren, Jorge E. Eielson y Sebastián Salazar Bondy, Blanca Varela es una de las voces más significativas de la poesía peruana del siglo XX, con puntos de contacto con cierta tradición surrealista como la de César Moro y Emilio Adolfo Westphalen.

Nacida en Lima en 1926, estudió en la Universidad de San Marcos, en donde conoció a quien sería su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo. Bajo la guía de Octavio Paz -que la pone en contacto con el circuito artístico y literario del momento- llega a París en 1949 donde traba amistad con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. En su larga residencia en la capital francesa conocerá al poeta Henri Michaux, y a los artistas Giacometti, Léger, Tamayo y Carlos Martínez Rivas, entre otros. Luego de un viaje a Florencia y algunos años de estadía en Washington – donde vive de hacer traducciones y eventuales trabajos periodísticos- regresa a Lima en 1962.

Su primer libro, «Ese puerto existe», que suma a resonancias vallejianas a una matriz enteramente personal aparece en 1959 con un prólogo de Octavio Paz. Poesía del contraste y el vértigo, de la luz y la sombra, los poemas de Varela guardan algo escondido que un momento dado se expulsa como un resorte oscuro; un amargor solar donde lo exuberante y lo carnal se expresan con extraña exactitud. Desde el comienzo hay una voz potente, casi sin rostro, planeando por las calles de Lima, la infancia en Puerto Supe, por los acantilados y las tiendas, una voz que no es del corazón sino de la garganta. La poesía de Blanca Varela nos convoca, de lo inhóspito hace una especie de refugio, de lugar donde la soledad vive y se enciende. Nubes, insectos, piedras, asomos a la profunda noche o al desbarrancadero de la claridad. Si hay algo así como la precisión imaginativa, si esto no es un oxímoron, si en el encuentro de sustancias ajenas hay una imantación que trasciende cualquier arbitrariedad, eso consigue la poesía profunda y recortada, desesperada y breve de Varela. Todo se crea en un abrir y cerrar de ojos que deja en el lector un rastro contundente, como una frase escrita en la arena mojada, que puede ser borrada al instante siguiente porque esta poesía huye ante el menor atisbo de eternidad.  

Las cosas que digo son ciertas reúne por primera vez en nuestro país sus libros de poesía, escritos  entre 1949 y el 2000 entre los que se encuentran Luz de día, Canto villano, Del orden de las cosas y Concierto animal. Traducida a varias lenguas, ganadora  de los premios García Lorca y Reina Sofía entre otros, Blanca Varela no acostumbraba a dar entrevistas y sus apariciones en público fueron más bien escasas y discretas. “Para mí la poesía es respiración y silencio. Esto último es muy importante porque en ese silencio debe haber cosas que tienen que quedar en el alma del lector”, dice en una entrevista. En 1996 su hijo fallece en un accidente aéreo cerca de Arequipa. Blanca Varela muere en Lima en 2009 a la edad de 82 años.

“El dolor es una maravillosa cerradura”, “convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo” dice el poema Ejercicios materiales; ese tono de afirmación sin altisonancias, de manifiesto sin réplicas ni exigencias que María Negroni advierte en uno de sus versos, da cuenta de la profunda búsqueda, la oscuridad vital que impulsa esta poesía: “Puedes contarme cualquier cosa / creer no es importante/ lo que importa es que el aire mueva tus labios”.

***

Mario Nosotti. Revista Ñ (22/04/2023)

Todo tiene un final

Anahí Mallol

sobre Historias de amor no, Anahí Mallol (Bajo la luna, 2022)

*

“Te amo”, dice Lacan, “pero, inexplicablemente y debido a que amo algo más de ti, entonces te mutilo”.  Con esto alude a que la relación amorosa se juega entre lo que la otra persona es y lo que deseamos que sea, lo que creemos nos completaría. Si el amor es a menudo querer ser amado y el objeto de amor es lo que inventa mi deseo, las historias de amor son finalmente «historias de amor no».

Los estadios del vínculo afectivo son tan impredecibles y variables como historias se cuenten: un amor que florece al perderse, o que funciona solo a la distancia, o por admiración profesional, por diferencia, amores clandestinos que se sostienen solo a condición de tales, amores que se gestan en la adolescencia, se pierden por el resto de la vida,  y florecen de nuevo casi al borde de su desaparición.

Articulado como si fuese una especie de álbum de amores destinados al fracaso o el olvido, los poemas de este libro de Anahí Mallol son pequeñas biografías del corazón que anda o se detiene, que brota en un momento y llega hasta la muerte del amor, pasando por proyectos, ilusiones, fiestas, viajes, engaños, apatías, terminando a menudo en la disgregación de lo que fue una vez la cifra de lo intenso. Las ataduras son a veces por aburrimiento, por traslación de otros vínculos, y son en su mayoría mujeres las que dejan, las que anticipan en algún detalle lo que viene, las que menos escrúpulos tienen a la hora de elegir su libertad.  

El amor como ilusión pasajera, o brillo de oro falso, en todo caso opuesto a una esencia inmutable; como esa relación de años que termina en Infierno y luego en la pregunta “¿cómo pude, alguna vez, estar con este extraño?”. Algo resulta claro, el amor de estas historias no resiste el paso del tiempo.

Mediante sintagmas breves, contundentes, que pueden condensar años o momentos de quiebre, estas suertes de inventarios de vidas que entran en relación describen una curva que va desde el despunte del deseo a su disolución. La voz enunciativa es una sola; como una Scheherezade desgrana las historias que mira muchas veces desde el punto de vista de su consumación. Y los finales son de todo tipo, desde el lento desgaste, hasta lo inexplicable, los finales abruptos: alguien desaparece sin más, deja de responder, se va, nunca más da señales de vida.

El tono de estas prosas poéticas es siempre taxativo, desapegado; el amor no es un tópico sobre el cual reflexionar; se lo trata con ojo de entomólogo a través sus hitos, “matrimonios, trabajos, enfermedades, hijos, persecuciones políticas, muertes”,  un catálogo de historias habituales de las que se enumeran los puntos de inflexión, y no de cualquier modo, con potencia y belleza, encontrando poesía no allí donde el amor comienza a hacerse eterno, sino donde la redención ya no compensa nada.

No hay moralejas pero si intuiciones, tendencias que condensan estos lazos: lo que se llama amor es muchas veces algo ciego, ilusorio, sobre todo desparejo, siempre hay uno más fuerte que otro, y el más enamorado suele ser el más vulnerable. Cuando una de las partes quiere controlar o retener, la otra escapa. El amor no es esa condición que nos recibe con los brazos abiertos sino un campo minado, un hueco que nos deja a la intemperie. Historias de amor no, puede leerse como una suerte de spoon river, pequeños epitafios que cantan con crudeza e ironía la muerte de lo que alguna vez fue, y sobre todo, de lo que alguna vez pareció posible. 

El amor como horizonte y como límite después del cual la vida es una deriva desconocida. O quizás sea posible leer estas historias de otra forma: el amor puede decirse y erigirse desde la contundencia de su límite, de su final. Es su carácter mortal y su apuesta imposible lo que le da su brillo momentáneo, su intensidad irrepetible. Que el amor termine, o que ya no haga mella, incluso que sea materia de aborrecimiento y olvido, que se revele como ilusión o autoengaño, no hace más que afirmar su potencia de símbolo, de manifestación significante.

Mario Nosotti, Revista Ñ (18/06/2022)

Escribir, pensar, intervenir

sobre Prosas fugaces, Mercedes Roffé (Las furias editora)

***

Hay una larga tradición de poetas que paralelamente a su trabajo han ido desarrollando un pensamiento reflexivo sobre su práctica, la de sus colegas, sobre el arte en general y, muchas veces, sobre las formas en las que ese quehacer hace mella en la cotidianeidad. No hablo acá de ensayistas consumados, ni de extensos tratados sobre un tema particular, sino más bien de ese género breve, vital, agitado por cierta coyuntura: me refiero a las “notas”, ese registro ágil, intuitivo, que retoma el vislumbre sobre un determinado tema, o vuelve sobre ciertos tópicos sin necesidad de estructurarlos en un sistema cerrado, que ilumina cuestiones momentáneas a las que no se vuelve – aunque nunca se sabe, porque si algo tienen estas prosas fugaces es su capacidad de ir hacia adelante, de alimentar el futuro-.

En este nuevo libro articulado en entradas de diversa extensión, la poeta Mercedes Roffé (editora, autora de diez libros de poesía traducidos a diversas lenguas)  continúa la apasionada indagación iniciada en Glosa continua, preguntándose sobre su propia práctica, dialogando con una constelación artistas (escritores, músicos, artistas visuales) con los que construyó su propia perspectiva, y avanzando con avidez sobre temas que la desvelan.

Una voz reivindicativa, que asume no sin cierto malestar un estado de cosas (el exceso de “productividad”, la ansiedad por publicar y ser reconocido), se sucede con otra reflexiva y serena, donde suele irrumpir un humor lúcido, que no elude observaciones sobre cierta coyuntura poética, (“aun los editores de poetas exitosos agradecen un tiempo prudencial entre libro y libro”), tratando de pensar honestamente dónde estamos parados, sin la condescendencia que muchas veces no hace más que dejar todo en el mismo lugar.

Lo que pulsa en el fondo de estas disquisiciones es una sed vital: si la poesía, si el arte en general no nos pone en contacto con algo que nos interpele, nos despierte, nos haga disfrutar o nos cuestione ¿qué sentido tiene? Encontrar cada uno ese hilo que lo lleve a dialogar con determinados nombres y miradas es el único antídoto ante la avalancha de información, catálogos, publicaciones, la muralla que hoy constituyen los libros. Y aunque Roffé regrese una y otra vez a su panteón, a sus insoslayables, hay en ella una constante apertura hacia lo nuevo, o hacia una nueva forma de leer el pasado.  

El rescate del valioso trabajo de muchas artistas mujeres, así como el de otros colectivos históricamente silenciados, son cuestiones centrales a las que Roffé vuelve, lo que incluye por ejemplo leer a contrapelo a nombres consagrados (C.G. Jung, T. S. Eliot) iluminando su sustrato hegemónico y su borramiento de otredades.

Reflexiones sobre el propio proceso de escribir, sobre la formación de una voz, sobre la inscripción dentro de una determinada genealogía, o sobre la segunda vocación de muchos artistas (en el caso de Roffé, el dibujo y la fotografía): ¿qué determina que alguien se aboque a una u otra forma de expresión? ¿Dónde encontrar poesía? O binarismos a partir de los cuales pensar: poesía y realidad, autonomía textual y mundo, intuición y disciplina.

Pesquisas que en un tono delicado expresan con belleza una especie de voluntad nietzscheana, como la reivindicación de la intuición, o la imaginación como capacidad de percibir lo material en su interconexión, sus múltiples correspondencias. Descubrir artistas nuevos en internet, caminar hasta una muestra de Rothko en pleno invierno neoyorquino y volver sobre los pasos al leer en la puerta un texto de curaduría donde se estupidiza y ofende a las mujeres. Estas Prosas fugaces de Mercedes Roffé demuestran que es posible anudar intervención, deleite y pensamiento, y que la escritura salga airosa.

*

Mario Nosotti (Revista Ñ 28/05/2022)

EL FACTOR SAER

sobre Saer en la literatura argentina, Martín Prieto (Ediciones UNL, 2021)
Martín Prieto da cuenta de la sociabilidad en la que se gestó la obra de Saer y de cómo su presencia reconfigura el mapa de la literatura argentina.

____________

Desde la aparición de su primer libro de relatos,  En la zona, en 1960,la incipiente propuesta saeriana empezó a probar suerte en un grupo de críticos y estudiantes cercanos a la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe.  Prieto cuenta cómo Saer llega a Rosario atraído por la bohemia de intelectuales y artistas que orbitaban alrededor de la Facultad de Filosofía y Letras y la zona de bares aledaños en donde se mezclaban nombres como David Viñas, Adolfo Prieto, Ramón Alcalde, estudiantes en ascenso como María Teresa Gramuglio, Josefina Ludmer, Nicolás Rosa con amigos cercanos como Juan Pablo Renzi y Aldo Oliva.  Saer recuerda esa primera temporada en Rosario como uno de los mejores momentos de su vida. Allí conoce a Bibí Castellaro, una estudiante de Letras con la que se casará en 1962, el año en el que a instancias de su amigo Hugo Gola entra como profesor en el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral.

Muchos años después, en 1980, un joven Martín Prieto lee un libro recién publicado de Saer – Nadie nada nunca– y desde entonces pasa a convertirse, como él dice, “en un lector con Saer”,  plantando sin saberlo la semilla del que sería (junto con la historia de la literatura argentina) su más persistente objeto de estudio. Se podría decir que este libro es la crónica de la constitución de un escritor y paralelamente de la formación de un crítico, inseparables ambos de una zona insular y a la vez decisiva de nuestra literatura.

¿Cómo hace un escritor para constituirse en factor determinante dentro de una literatura nacional? Es ese el recorrido que descubre y pone de relieve este libro, las distintas instancias que hicieron que Saer se convierta en quien es, al decir de Beatriz Sarlo, el que encabeza el canon de la literatura argentina pos Borges.


Durante muchos años los libros de Saer no pasaron el círculo de los lectores especializados y no fue hasta la aparición de El entenado y luego Glosa que su obra alcanzó a un público más amplio. Prieto muestra como las instituciones y la crítica – el curso sobre la obra de Saer que dio María Teresa Gramuglio en la Universidad de Buenos Aires en 1984, por ejemplo- operan la conformación de un sistema literario y como la influencia de una obra es también consecuencia de ese vasto entramado del que se nutre el campo cultural: reseñas, seminarios, lecturas convergentes, viajes, charlas de las que surgen proyectos editoriales.

¿Cómo cambia una literatura nacional cuando entra un autor?  ¿Y qué le pasaría a la narrativa  argentina si le sacamos a Saer? Prieto dice que la obra de Saer – a partir de su temprana irrupción en la década del 60- establece un factor determinante a la hora de trazar ese mapa, alterando la serie de la perspectiva histórica trazada hasta ese momento a partir del par opositivo Borges – Arlt (este último levantado por el grupo de Contorno a mediados de la década del 50). Asimismo la presencia de Saer alienta la circulación de obras como las de José Pedroni y Juan L Ortiz, a su vez precursores de su trabajo. 

En la veta biográfica, el libro sigue los pasos de Saer, desde la casa natal, un almacén de Ramos Generales que sus padres tenían en Serodino, al sur de Santa Fe, a la casa que alquila estando ya casado en Colastiné Norte, o su partida a Francia en 1968, donde fue por seis meses a partir de una beca y residió hasta su muerte en 2005.

Martín Prieto


Como dice premonitoriamente un personaje de uno de los primeros libros, se trata de contar la historia de una ciudad o “a lo sumo” una región, a través de personajes recurrentes (Carlos Tomatis, Pichón Garay y su hermano mellizo el Gato Garay,  Ángel Leto, Washington Noriega, Horacio Barco o Adelina Flores), “sobre el mapa de una ciudad que es y no es, a la vez, la ciudad de referencia.”  A partir de la lectura de todos sus libros, charlas de sobremesa, apuntes, testimonios, en un diálogo vivo con la constelación de actores en la que se gestó,  Prieto da cuenta del  alcance de la obra desmesurada, exigente y renovadora de uno de nuestros principales escritores.

Mario Nosotti (Revista Ñ 15/01/22)

Frases que se cortan con cuchillo

María Negroni

sobre El corazón del daño, María Negroni (Random House, 2021)

***

Hay muchas formas de escribir la propia vida. Una de ellas es a través de lo que queda al margen de los hitos, o tomando partido por determinadas series, inasibles y a la vez modeladoras como un fuego.  Podríamos decir que a María Negroni se le imponen en este libro dos líneas que dialogan (o luchan), que pivotean una sobre otra: la de la madre (“el amor de mi vida”, omnipresente y provocadora en todo el libro) y la de la literatura.

Como ríos que corren paralelos pero cuyas ramificaciones a menudo convergen, la relación con la madre es la relación con la lengua. Es una relación que se escribe. “No había libros en la casa de la infancia”. “Sí había!”, le retruca la madre. Se trata entonces de indagar, de volver a preguntarse y preguntar, de emerger sin morir de un diálogo enloquecedor. “Voy a crear lo que me sucedió”, dice la cita de Clarice Lispector que abre el libro.

Hacer surgir la voz de la madre es escribir la biografía de la propia lengua, de la voz personal, exhumando lo que hay en los pliegues de la historia heredada, “soy, acaso, esta larga y lenta mirada de la niña que fui, sobre el centro radiante de la incomprensión”.

Examinar la relación fundante, auscultar  el corazón del daño, es escribir. Y escribir es también volver a preguntarse una y otra vez sobre la práctica, sobre ese no saber. Recordar, inventar, revisitar,  leer, sobre todo esculpir cada frase con una autoconciencia aterradoramente lúcida, más allá de la trama, en la propia intemperie del lenguaje.

Desde la infancia de la narradora hasta la decadencia y muerte de su madre, pasando por la adolescencia, la militancia, las lectura, los viajes, las mudanzas y las separaciones, la maternidad, El corazón del daño es casi un testimonio literario, autoficción cosida con el hilo de la literatura, y sobre todo el largo e intrincado recorrido de formación de una escritora.  Negroni revisita uno a uno sus libros; son sus publicaciones las que pautan la cronología de esos días, su forma de diferenciarse, de ajustar cuentas, de crearse a sí misma.

Hay un momento central, después de una separación, en el exilio interior neoyorquino, y es justamente de esa tierra arrasada donde empieza a sonar el rumor de la poesía.

Contundencia, rabia musical, una exclusión que alumbra, lenguaje que desborda la frontera entre prosa y poesía, saber del ritmo. Desde el momento en que la niña empieza a leer y ya no para, la lectura se convierte en la forma de aprehender el mundo. Leer  la propia historia a través de los autores que llegan como estrellas fulgurantes, que son los que inoculan la pasión de escribir. El libro es un compendio de citas de escritores amados: Djuna Barnes, Edmond Jabés,  Emily Dickinson, Juan Gelman, Marina Tsvietáieva y la lista sigue. Una lengua que inventa sus términos, o pone en primer plano expresiones familiares, frases hechas, esas con las que la madre -cuyas frases “se cortan con cuchillo”- la machaca.

“Tu cuerpo fue siempre una espera, madre. Ahora mismo, en este enmedio de todo, te estoy haciendo una pregunta inmensa: este libro. Y no contestás.”

*

Mario Nosotti (Revista Ñ 11/09/21)