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Registros de una belleza insondable

sobre, La lengua de la llanura, Carlos Battilana (Caleta Olivia, 2021)

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La lengua de la llanura es el primer libro que publica Carlos Battilana luego de su celebrado Ramitas, la poesía reunida que editó Caleta Olivia.Hay por lo tanto en este libro una pregunta implícita sobre cómo, o mejor dicho, con qué seguir. Y lo que hace el poeta es continuar indagando, abriendo variaciones de sus temas y espacios recurrentes, acentuando matices, modulando, y avanzando también sobre otros territorios. Podemos encontrar en estos versos la misma levedad, la atención al detalle que su obra viene tejiendo, pero aquella mirada de afecto o compasión se adensa, toma cierta distancia, para posicionarse en  algunos poemas al borde de lo extraño.  

Hay un yo que registra, que ausculta, que posa su mirada y a continuación pregunta, conjetura. Casi siempre aparece filtrando esa mirada un ínfimo dolor, por lo que ya no está, por lo que huye, por lo que inevitablemente perecerá, y es justamente en ese trance íntimo cuando despunta la belleza. Hace falta ese paisaje pobre, de pocos elementos, de restos secos, para que algo pueda arder. Como la estepa, como el polvo o el viento, las pequeñas señales o los cambios del día, lo que importa es todo eso que “parece insignificante / pero es llamativa / su voluntad”.

Carlos Battilana

Hay algo del origen y de lo primitivo, algo de los albores de la historia cuyas resonancias llegan para quién pueda oírlas, para quién se disponga a leer en los signos, como esas huellas de perdidas culturas propias de la llanura bonaerense que subsisten en la orilla del mar. A partir de rastrojos, cortezas, restos de lo que alguna vez fue plenitud, de la desolación de ese paisaje, de sus tenues presencias y sus muertos, surge algo parecido a la fe.

En este nuevo libro de Carlos aparece el mar; el desierto, la llanura, encuentran ahí su límite y su extensión. Y también otra lengua, otro espacio que los diga y en el cual reflejarse. Aunque se hable de otras cosas, aunque apenas se lo nombre, aunque todo suceda sobre tierra, la presencia del mar, su rumor, es un fuera de campo, es una invocación que como las fogatas de la costa imprime en las escenas un vivo, fantasmal resplandor.

La poesía de Carlos Battilana insiste en indagar ese espacio vacío, esas tenues presencias más o menos cercas que aún así (o por eso mismo) cuesta reconocer, y no se sabe cómo pronunciar. Esa incerteza, esa vacilación, el tanteo de una materialidad abismada están en la escansión de su palabra, pero son además -y sobre todo- la música de fondo, el registro de una belleza insondable.

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Mario Nosotti (revista Ñ, 8/01/22)

Polillas, pantanos, preguntas

Mary Oliver

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sobre El trabajo del sueño, Mary Oliver (Caleta Olivia, 2021) traducción Patricio Foglia y Natalia Leiderman)

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Las largas caminatas por el bosque, los lagos, el deshielo, los ojos asomando entre la fronda, las polillas que arden, el árbol del pantano, las raíces profundas penetrando en el sueño, todo eso hay en la poesía de Mary Oliver. Se trata de ese largo y paciente camino de aprender“poco a poco a amar / el único mundo que tenemos”. 

La naturaleza como espejo, como metáfora de los propios deseos y temores, como oportunidad de agradecer la abrumadora sensación de estar vivo. Y la sorpresa, el asombro que nos liga con los animales, ese instante de atención y de puro presente que a los pocos segundos nos devuelve una humana sensación de belleza.

Mary Oliver, nacida en Ohio en 1935 y muerta  en 2019 a la edad de 83 años, escapa siendo adolescente de un padre abusador y se aloja en la casa de la poeta Edna St. Vincent Millay (la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer) en las afueras de Nueva York, a poco de fallecer esta. El trabajo del sueño, publicado a sus cincuenta y un años, vino tres años después de  American Primitive (1983) por el cual también ella había ganado el Pulitzer y había comenzado a hacerse cada vez más conocida.

En este libro, la luminosidad de Oliver está frecuentemente interferida por recuerdos dolorosos (el poema “Furia”, por ejemplo, sobre el abuso paterno, o “Un visitante”, una especie de escena  auto reparadora), por un proceso de búsqueda interior y de liberación. “Aquel invierno mi mente había dado un vuelco (…) Ya estaba lista, pero tenía miedo”, “Más tarde / en el hospicio / empecé a distinguir, entre las aguas rojas / de la confusión; /descosí / las profundas puntadas / de mis pesadillas”.

Las preguntas abiertas, la sombra de la muerte, se alternan con la dicha y la celebración  -que su mirada encuentra casi siempre fuera del cuadro humano- descubriendo que “el tiempo de la plenitud / está enterrado bajo años de paciencia”

Los traductores, Patricio Foglia y Natalia Leiderman (que ya habían volcado a nuestra lengua Pájaro Rojo,  un libro cronológicamente posterior en la producción de Oliver), han logrado transmitir el pulso y la vitalidad de su poesía: “Traducir quizás sea como contar un sueño, traerlo a la fragilidad de este mundo –dicen en el prólogo- “tener un cuerpo vivo entre las manos, y trasladarlo de una orilla a otra del lenguaje”.

De aliento por momentos whitmaniano (“¡Soy tantas! / ¿Cuál es mi nombre?”) los poemas de Oliver nos regalan imágenes traslúcidas. Pero para lograr esta apariencia de naturalidad hay un trabajo profundo, con el lenguaje y consigo misma. La experiencia de una materia más densa, más opaca, de un espesor sanguíneo que asimila  el reflujo del mundo natural a procesos internos, en una aspiración a que se desenvuelvan sin intervenir, como el bosque en el tiempo de nevadas profundas, el río que deshiela , las olas que suavizan poco a poco la aspereza de las rocas. Verse a uno con ese mismo asombro, esa distancia y ese agradecimiento por poder ser parte del  viaje. Como aquella tortuga que “…colmada / de un antiguo y ciego deseo” realiza lo que debe sin pensar, sin siquiera poder distinguirse del mundo.

Especie de apertura, o de despojamiento personal cada vez más cercano al de la piedra (capaz de absorber y reflejar el calor que le llega), más allá de la esperanza o el deseo. Pero a la vez se sabe, “esas vidas refulgentes, sin conciencia” son parte de algo a lo que nunca podremos pertenecer del todo. El trabajo del sueño entonces, se parece más bien al que se narra en el poema “El viaje”: “un día por fin supiste /lo que tenías que hacer, y empezaste / a pesar de las voces / y los malos consejos / a tu alrededor (….) Y el camino estaba lleno de ramas /caídas, y de piedras. / Pero de a poco / mientras dejabas atrás las voces / las estrellas empezaron a arder”.

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Mario Nosotti (Revista Ñ. 30/04/21)

La mitad de las cosas del mundo

Nurit foto

nurit kasztelan

 

 

Una red invisible

 

Hay una red invisible de gente

que sostiene las cosas

que hace algo para que vos

no te caigas

te quedes en tus cinco años.

Estás afuera en el jardín

con tu frasco de vidrio

atrapando las hormigas

las juntás con las manos

con cuidado de que no se mueran

que se acomoden de forma precisa

en la hoja que para vos es un colchón.

Todavía entendés

solo la mitad de las cosas del mundo

y la que ahora quiere el frasco de vidrio

soy yo

para apresar este momento donde el presente

está más allá de vos y de mí.

 

 

Intento inútilmente congelar recuerdos

 

Como quien mira por la ventanilla un paisaje

cuyo desvío es tan lento

que pareciera que no sucede,

así pasan mis días.

Cambiaría tanto

por tan poco:

que se arregle el calefón

seguir el orden natural de las cosas

congelar los recuerdos.

Descalza en una alfombra vieja

miro con insistencia el reloj de la cocina.

El esmalte de uñas ya está seco.

Pleno verano y yo

con medias de nylon color verde.

¿Existe humillación más plástica?

Sí, la que pasé la noche en que tuvimos

una discusión teórica.

El me enseñó

que la palabra pezón, en alemán

es una mala palabra.

Hoy la mañana se estanca en el pudor

de un camisón demasiado escotado.

Y lo que tengo para decir

pareciera escribirse en un lenguaje en desuso.

 

Nurit Kasztelan (BsAs. 1982) publicó: Movimientos incorpóreos (Huesos de Jibia, 2007), Teoremas (La propia cartonera, 2010), Lógica de los accidentes (Vox, 2013), O amor era um jogo inestável (Nosotros, San Pablo, 2018) y Después (Caleta Olivia, 2018), al cual pertenecen los poemas presentados. Codirige la editorial Excursiones y gestiona la librería Mi Casa.

 

Liebres muertas debajo de la nieve

Vero foto

verónica pérez arango

 

Mi nombre es Alan Estauce y nací para viajar
más rápido que el sonido. Cuando era chico
solía jugar en el patio trasero de la casa. Tenía
herramientas de distintas formas y materiales.
En invierno escondía liebres muertas debajo de la nieve.
Muchas veces creí que la luz que salía del hielo al derretirse
era El Señor con un mensaje, me susurraba al oído
mientras el agua helada de las plantas iba cayendo en gotas
sobre el piso de hierba. Desde entonces creo
que voy a fundirme con el aire. El viento va a descomponerme
en moléculas. Mis brazos, mis piernas, la barba y
el corazón, las costillas y el hígado, mi estómago
y el pene, disueltos entre el olor de las estaciones: el invierno
de chocolate; la vejez monocroma del otoño; el sexo
en primavera; el derroche del ocio en verano.
Nadie podrá ver al hombre si desaparezco. Ahora mismo
corre por el patio de atrás una pequeña liebre dorada.

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La mañana del sábado el diario local triplicó su tirada.
La noticia despertó muy temprano a los habitantes
de Nuevo México, que no volvieron a acostarse
tan grandes e insomnes tuvieron los ojos durante el día.
Ayer viernes, nuestro vecino Alan Eustace
de 57 años de edad, saltó desde un globo
a 41.419 kilómetros de altura y alcanzó
una velocidad máxima de 1.323 km/h.
Unos 90 segundos después de iniciar el descenso
superó la barrera del sonido. Pudimos oír
un pequeño estampido sónico. Nuestro hombre
continuó descendiendo hasta desplegar
su paracaídas. Como un pájaro
que no puede dejar su nido aterrizó
cerca del punto de despegue en el aeropuerto de Roswell
Nuevo México. En total, el viaje de regreso
desde la estratósfera sólo duró un cuarto de hora.
El traje espacial que se puso era hermoso y brillaba.
Cuando llegó a la Tierra otra vez, dijo “Soy feliz.
Pude sentir la oscuridad del espacio
y las capas de la atmósfera, que no había visto nunca.”

 

Verónica Perez Arango, Buenos Aires 1976, publicó la plaqueta La desdentada, y los libros Camping (Vox, 2010), Un dibujo del mundo (Ojo de Mármol 2014), La vida en los techos (Colectivo Semilla, 2016) y Hielo Incandescente (Caleta Olivia, 2017), al cual pertenecen los poemas presentados.