VERSOS INCLEMENTES Y PARAÍSOS DE ARENA

sobre LAS COSAS QUE DIGO SON CIERTAS. Poesía Completa 1949-2000, Blanca Varela (Gog & Magog / Caleta Olivia)

*

“Una desesperación auténtica no se consigue de la noche a la mañana. Hay quienes necesitan toda una vida para obtenerla”, dice Blanca Varela en El orden de las cosas, uno de los poemas de su segundo libro. Voraz, agazapada, visceral, a veces melancólica y  oscura, la inclemencia de sus versos extraen de la cantera del lenguaje la sensorialidad de lo real, “la carne convertida en paisaje” de una voz que se abre en vertientes subterráneas, paraísos de arena.

Integrante de la llamada “Generación del 50″ junto con poetas como Javier Sologuren, Jorge E. Eielson y Sebastián Salazar Bondy, Blanca Varela es una de las voces más significativas de la poesía peruana del siglo XX, con puntos de contacto con cierta tradición surrealista como la de César Moro y Emilio Adolfo Westphalen.

Nacida en Lima en 1926, estudió en la Universidad de San Marcos, en donde conoció a quien sería su esposo, el pintor Fernando de Szyszlo. Bajo la guía de Octavio Paz -que la pone en contacto con el circuito artístico y literario del momento- llega a París en 1949 donde traba amistad con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. En su larga residencia en la capital francesa conocerá al poeta Henri Michaux, y a los artistas Giacometti, Léger, Tamayo y Carlos Martínez Rivas, entre otros. Luego de un viaje a Florencia y algunos años de estadía en Washington – donde vive de hacer traducciones y eventuales trabajos periodísticos- regresa a Lima en 1962.

Su primer libro, «Ese puerto existe», que suma a resonancias vallejianas a una matriz enteramente personal aparece en 1959 con un prólogo de Octavio Paz. Poesía del contraste y el vértigo, de la luz y la sombra, los poemas de Varela guardan algo escondido que un momento dado se expulsa como un resorte oscuro; un amargor solar donde lo exuberante y lo carnal se expresan con extraña exactitud. Desde el comienzo hay una voz potente, casi sin rostro, planeando por las calles de Lima, la infancia en Puerto Supe, por los acantilados y las tiendas, una voz que no es del corazón sino de la garganta. La poesía de Blanca Varela nos convoca, de lo inhóspito hace una especie de refugio, de lugar donde la soledad vive y se enciende. Nubes, insectos, piedras, asomos a la profunda noche o al desbarrancadero de la claridad. Si hay algo así como la precisión imaginativa, si esto no es un oxímoron, si en el encuentro de sustancias ajenas hay una imantación que trasciende cualquier arbitrariedad, eso consigue la poesía profunda y recortada, desesperada y breve de Varela. Todo se crea en un abrir y cerrar de ojos que deja en el lector un rastro contundente, como una frase escrita en la arena mojada, que puede ser borrada al instante siguiente porque esta poesía huye ante el menor atisbo de eternidad.  

Las cosas que digo son ciertas reúne por primera vez en nuestro país sus libros de poesía, escritos  entre 1949 y el 2000 entre los que se encuentran Luz de día, Canto villano, Del orden de las cosas y Concierto animal. Traducida a varias lenguas, ganadora  de los premios García Lorca y Reina Sofía entre otros, Blanca Varela no acostumbraba a dar entrevistas y sus apariciones en público fueron más bien escasas y discretas. “Para mí la poesía es respiración y silencio. Esto último es muy importante porque en ese silencio debe haber cosas que tienen que quedar en el alma del lector”, dice en una entrevista. En 1996 su hijo fallece en un accidente aéreo cerca de Arequipa. Blanca Varela muere en Lima en 2009 a la edad de 82 años.

“El dolor es una maravillosa cerradura”, “convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo” dice el poema Ejercicios materiales; ese tono de afirmación sin altisonancias, de manifiesto sin réplicas ni exigencias que María Negroni advierte en uno de sus versos, da cuenta de la profunda búsqueda, la oscuridad vital que impulsa esta poesía: “Puedes contarme cualquier cosa / creer no es importante/ lo que importa es que el aire mueva tus labios”.

***

Mario Nosotti. Revista Ñ (22/04/2023)

Nadie duerme de verdad aquí

Verónica Pérez Arango

*

Me acerco para darte un beso. Tu barba es un nido que
recibe mis labios como las ramas secas hacen con los
gorriones. El beso no hace ruido, es parecido a un secreto
que se guarda para siempre.

*

Te acompaño mientras esperamos al cirujano. En la
habitación hay un olor dulce y los rayos del sol atraviesan
los vidrios de las ventanas. Afuera es de día otra vez. En
la clínica nadie ventila los cuartos, o al menos no vi que
lo hicieran desde que llegamos. El aire circula por tubos
adentro de las paredes y sale por rejillas incrustadas en
el cielorraso. Te miro tapado con una frazada de polar
azul. La sonda con escamas de sangre sobre la piel seca
la mano izquierda, la barba canosa y muy suave, los
párpados aceitados por lagañas. Llevás un monstruo
en el estómago que saltará en cualquier momento a tu
garganta. No vas a gritar porque siempre fuiste un niño
sumiso. También reconozco que sos un lugar común, un
padre serio, un padre rígido. Te destapo. Algo se desarma
debajo del polar azul. Músculos, piel, huesos. Veo las
hilachas de flacidez. Vomitás de nuevo, escupís sopa de
anoche, flemas. La dentadura postiza cae, irreversible, en
la palangana.

*

En el cuerpo crecen raíces, algas, flores. “Vegetaciones”,
dijo el especialista. De a poco, van cubriendo tu interior
como sábanas sobre muebles en una casa vieja. La circu-
lación de los líquidos ya no es tan rápida pero quedan los
pasillos, los pequeños cajones, los recovecos y las esca-
leras en tu cuerpo de musgo. El cirujano, pálido entre la
espuma de la anestesia, te abre y te da vuelta. Entonces
podés comprobar de qué estás hecho.

*

Sueño que el Renault 12 que manejás se interna entre los
árboles del verano, sucio por la arena de Gesell. Más tarde,
un bosque en llamas. Tu traje gris oscuro de contador
público por fin arde en la fogata. Las hojas chamuscadas
de los árboles se oyen como una sinfonía.

*

Tu forma de afecto: un brevísimo llamado telefónico
para invitarme a comer asado. «Te compré tira». Pero yo
oigo «conozco tus gustos», «me gustaría verte el domingo»,
«te quiero, hija».

*

poemas pertenecientes al libro Nadie duerme de verdad aquí, Verónica Pérez Arango (Caleta Olivia, 2021)

La buena suerte

Silvio Mattoni

Padre e hija

Te espero en un café de paredes de vidrio

que transmiten el frío de una noche

demasiado invernal. No es cierto que lo hermoso

tenga que morir, a veces sólo crece

y se desenvuelve. Todavía no llegaste

a la cumbre orgullosa de tu cara

y a manejar la gracia de tu cuerpo.

Ahora estarás arriba ya explorando

las maneras de hablar que llevarás

de a poco hasta la forma femenina

que quieras ser. ¿En qué, hijita,

el tiempo te ha de convertir,

por cuántos días más, aquí y ahora,

seguirás callando los descubrimientos

de no ser nadie más, sólo vos,

tu fantasía del imperio del sol

y tu sensación de haber nacido

en el lugar, el cuerpo equivocados?

No es hora de cambiar, hablá en secreto

con el oído rentado de una mujer grande

que tiene la forma típica de nuestra raza:

inmigrantes que aspiran a todo, inclusive

idiomas, títulos, lujos imaginarios.

Calmate, como dice la canción,

tranquilizate. Tu único error está

en la extensión de la rampa que lleva

de la juventud a otra parte, que sube

y también baja. Hay muchas cosas

que tengo que saber: ¿cómo expresarte

mi afición a tu presencia, mi alegría

por tu existencia altiva? Y vos acaso

tengas que saber más, mucho más,

para eso están mis libros, el lado amable

del áspero intratable que parece ignorarte

o retarte en exceso. Encontrá a alguien,

aunque no ahora mismo, tal vez

cerca de los dieciocho, si querés, algún día

podés casarte. El cantante es un gato

y habla un idioma que conocés bien,

en el que llora tu voz y estremece el silencio

de mi cuerpo que tiembla al escucharte.

Mirame, soy un viejo, pero estoy

contento. Me vas a decir que querés

irte lejos, muy lejos, a las antípodas.

Yo también exploté, me vi llevado

a tu edad a las palabras, al exilio

de ser sólo yo. Pero quedate un poco

más, una década más, tus hermanas

mayores y tu hermanito, tus mascotas,

sobre todo tu madre no podrían estar

en calma sin vos. Y yo, mi vida

no tendría sentido sin tus ojos de gris

terciopelo y acero, sin tu marquita

de varicela en el nacimiento de la nariz

más perfecta posible. No creo que puedas

leer este poema hasta que llegue

también tu hora de decir: “Mirame,

soy grande, estoy contenta”. Y está bueno

el tema, se repite, mejora cuando habla

el chico que quiere irse. Vos dirías:

“todas las veces que lloré, guardé

las cosas que empezaba a saber, palabras

que no se pueden olvidar, que duelen

pero más duele ignorarlas. Si ustedes

tienen razón, me daría cuenta, son ellos

y ustedes así, no me conocen, nunca

antes les hablé, ahora tengo la opción:

sé que me tengo que ir”. Está bien, te diría,

andate alguna vez, pero no este año, no

en esta estación fría. Sentate un poco

a tocar en el piano una canción de chicas

que sufren al expresarse aunque suenen

con la agudeza de la vida futura.

***

Un amigo que escribe

Hace treinta años hablamos una tarde

en la universidad, pero se pierde

ese recuerdo, justo, ya encubierto

por docenas de siestas similares

y de noches hablando de literatura.

Él tenía una biblioteca de poesía

y prosa del presente, del país:

en su pueblo interior había tenido

una vida de libros y un par de años

antes había desertado del estudio

de la filosofía. En cada clase

ahogábamos la risa al escuchar

las tonterías de los profesores

y a la noche tomábamos cerveza

para discutir cada renglón, cada título

encontrado en revistas imposibles

o ediciones porteñas que un milagro

nos había traído. Los dos escribíamos

sobre todo poemas o fragmentos

de futuras novelas sin futuro

y pensábamos que al menos acá,

en la provincia absurda que nos toca,

cambiaríamos algo. Él tenía

más claro su objetivo, estructuraba

los versos en un estilo mental

y no trataba de contar anécdotas.

Un día entramos al diario local

para escribir reseñas y sufrimos

la nueva disciplina, él reemplazó

su dosis semanal de fragmentos o versos

por esa obligación. Nuestras lecturas

teóricas avalaban el papel

de la llamada crítica. De a poco

yo fui escribiendo más y más poemas,

y ensayos, y una maniática carrera

de profesor me fue haciendo su presa.

Me casé y ya nos vimos algo menos:

él esperaba una visita mía

como una conexión con cierto mundo

que no le estaba destinado. Y no eran

solamente los libros, la vida no los trae

casi para nadie, sino también

el amor y los hijos que no tuvo

como los poemas que dejó de escribir.

Teníamos veinte años de amistad,

de leernos, aunque las últimas veces

en que me escapé de la semana

más habitual y nos tomamos varias

cervezas, siempre el segundo vaso

o el tercero le daban la razón

para lamentarse o reclamarme

mis ausencias y sus vacilaciones.

Y sin pensarlo mucho fui dejando

que se acumularan meses en el medio

de nuestras ya reiterativas entrevistas.

Hasta que me propuso un plan de libro

colectivo, que él recopilaría

con un farsante y que iba a contener

epitafios de autores aún vivos

y uno era yo. Le mandé entonces

un simulacro de inscripción antigua:

“Caminante o lector, decí mi nombre

porque viví una vez y traté siempre

de hacer lo mejor que podía, intenté

escribir algo todas las semanas,

y dejé hijos lindos que mejoran

la apariencia del mundo y el carácter

opaco del futuro”, o algo así.

A él no le gustó, le parecía

que no había hecho el esfuerzo necesario.

Le contesté que mucho no me atrajo

su propuesta antológica y necropolitana.

“A vos nunca te interesa lo mío”

–surgió el reclamo– y entonces me di cuenta

que ya no éramos un libro para el otro

y le respondí mal. Quizás hubiese

debido entenderlo. Después de todo

sin él no existirían mis primeros

poemas y quizás el resto: si creciste

en un barrio cualquiera, ¿quién te dice

que serás un poeta?, ¿cómo saber

si las cosas que hiciste valen algo

o nada? La duda entre nosotros, los que fuimos

alguna vez un deseo de escribir, es

nuestra mejor definición, o casi. La otra

es un viejo pecado, ahora virtud,

una sobria soberbia. Ya pasaron

como diez años más. Nos saludamos,

o al menos yo lo saludo si él me esquiva,

en algún esporádico evento, alguna

presentación de libros. Me sorprende

su rencor prolongado cuando evita

decir mi nombre en sus informes planos

de prensa. Pero vuelvo a saludarlo

con un beso y en verdad le deseo

paz y felicidad, él sigue siendo

un chico en busca de arte y en su tiempo

nada envejece y nada se recobra.

Trato de retenerlo en los encuentros

casuales, preguntarle lo que hace

pero veo en su cara la impaciencia

por irse, su anhelo de inventarse otro lugar

donde no importa la literatura

sino su afán. “¿Seguís dando talleres?”

–le pregunto y llega otro y él se da

vuelta, no dice una palabra más,

y me deja clavado con mis libros,

deriva como siempre por el lago

del resto de su vida, lleva a bordo

sus evasiones y las mías. Sólo

espero que no sufra, que las musas

protejan su inocencia sin objeto.

Poemas pertenecientes al libro La buena suerte, Silvio Mattoni (Caleta Olivia Ediciones, 2020)

Ver reseña: https://musicararablog.wordpress.com/2020/11/20/constancia-de-los-dias/

Constancia de los días

Silvio Mattoni

sobre La buena suerte, Silvio Mattoni (Caleta Olivia, Poesía, 2020)

Un libro de poemas de Silvio Mattoni es siempre un acontecimiento para aquellos lectores que siguen su trabajo de ensayista, traductor y otras gestas, todas entrelazadas de algún modo a la columna vertebral de la poesía. La buena suerte, libro que acaba de publicar Caleta Olivia, con sus poemas largos y compactos, su límpida cadencia, podría leerse como notas de un cuaderno que registra sucesos cotidianos, o que nos abre aquélla evocación que un agente fortuito desata y empieza lentamente a amplificar

El libro inicia con una especie de carta de un padre a su hija, una carta directa al corazón, temblorosa, estremecedora y a la vez serena. La voz poética de Mattoni se coloca a prudente distancia de su objeto, en una perspectiva un poco oracular, para mostrar unas líneas después una empatía que lo lleva a alojar la voz del otro, como una donación y un doblez de la propia. Una melancolía firme, no exenta de ironía, como de quien se arma para entrar al meollo del terreno sensible.

En casi todos los poemas hay una apelación directa que inevitablemente se traslada al lector, “mirá”, “escuchá”; siempre está en primer plano ese lugar de enunciación que sin embargo pronto se entrelaza a los seres y las cosas, a una realidad amada, no exenta de tensiones, de asperezas, pero consciente de que es justamente en la forma de nombrar en donde se modela esa materia incierta, caprichosa y ajena.  El modo de decir es un performativo: es la buena noticia, y en ese don radica la fortuna.

Esa actitud austera, para nada afectada, incluye una mirada compasiva para con lo existente, para sus criaturas, como la de la gatita abandonada y adoptada en cuyas pupilas es posible leer una llamada  “sí, hay lugar en el mundo para la piedad inevitable”. Los poemas de Mattoni se escanden como una letanía musical, derivan como el agua que desborda cultivos en terrazas, como encabalgamientos que conforman secuencias narrativas, en donde muchas veces la historia es sobre todo una forma de ascesis, como una resonancia del sentido. “Entonces puedo formular mi deseo de buena suerte:/ todo lo que ha nacido es necesario / y es bueno el clima para que sigan /naciendo niños, gatos, florcitas y proyectos /de poesía.”

Los temas son contados, recurrentes, cincelados en un tono levemente anacrónico que acentúa su vitalidad: la casa, la pareja, los hijos, la lectura, la universidad, los viajes, los encuentros. El trabajo de escribir, de articular del modo lo más pleno posible la expresión, aún en medio de los avatares cotidianos, como en ese poema en el que Galileo, 8 años, interrumpe el trabajo del padre –una traducción-  con la lluvia sonora de dibujos “demasiado animados”: “Escribir no es la meta / sino el registro de querer seguir /mientras los chicos crecen y se gasta el cuerpo.”

En la parte titulada, OCASIONES, se habla de la amistad. Amigos de la infancia que perduran a través de los años, y otros que van vienen entre equívocos, egos heridos que a veces se subsanan y otras no; y ahí están los amigos de la literatura, los que la literatura trajo o se llevó, como lo expresa el extenso y emotivo poema titulado “Un amigo que escribe”.

Otra de las secciones, CORNUCOPIA, recorre los eventos familiares, la visita al dentista del hijo de un nueve años, y el padre que “quisiera reemplazarlo” en el momento del dolor; la muerte de la mascota que su joven dueña llora, o el cumpleaños del abuelo padre, entre arias italianas y conciencia de la propia finitud.

No exenta de mordacidad como tampoco de autocrítica, el sujeto que habita estos poemas vuelve a reconciliarse con todo lo vivido, y lo hace de la forma que mejor conoce: “Dejaste atrás el miedo, el asco, / la incómoda presencia de mi resignación.// Soy otro, mirá, salto en versos no medidos / y espero la llegada de tu fe.”

Mario Nosotti, Revista Ñ (21/11/2020)

Ver poemas https://musicararablog.wordpress.com/2020/11/20/la-buena-suerte/

Como las experiencias que tensan la voluntad

Diego Di Vincenzo

   Fairlane

que las aguas están estancadas y todo tiene sabor a viejo

Pier Paolo Pasolini

Le pedí a Pablo, mi vecino,
que corriéramos el Fairlane de la puerta de mi casa.
Lo tiene abandonado, juntando mugre y
a la intemperie de estos días apestados de humedad,
presa del óxido y de las hojas
del tilo y del jacarandá.
Lo corrí unos metros.
Correrlo fue como si lo hubiéramos pasado
de nicho a tierra: el auto sigue ahí
muerto, tumbado.
A veces los poetas se parecen a estas masas del pasado
quietas, casi muertas.


Sueño

Una vez
soñé que me quedaba pegado al asiento del auto
y no podía hacer nada. No podía incorporarme
ni alcanzar el volante.
Respiraba fatigosamente. Con la mano
intentaba alcanzar la sábana.

Respiraba como los balbuceantes,
como los profetas del desierto,
a los tumbos,
bajo el calor del verano
con la opresión en el pecho.

Respiro en el sueño
como respiro en el poema.
Como si el asma o el fuego
algo del orden del vendaval
viniera a postrarse a mis pies
y me dejara ciego.


Algunas preguntas

¿Qué le pedíamos a la vida, es decir,
a nosotros mismos cuando estábamos frente a frente
en la carpa de Capilla, durmiendo?
¿Que no nos manchara el tedio,
la liviandad de cogernos,
los celos de la víspera,
las marionetas de la noche?

A tu modo: como una madre,
o un hermano
o un compañero de banco
me dabas ese cuerpo
de felino retorcido sobre su propia cola
con el sol en la cara
hermoso por donde se mire.
Yo lo tomaba, lo reconocía en el halo de tus apariciones
repentinas.

Lo tomaba en mi desesperación de amor
girando como un haz de luz
mendigante de tus encantos;
un viajero en el desierto.


Leí la carta de Víctor Shklovski a su nieto

Leí la carta de Víctor Shklovski a su nieto
mientras el ficus que da a mi ventana
se mecía con el viento.

Levanté la vista
y sobre la pared
caía la planta vecina.
También se movía.

Hace frío sobre un fondo gris de plomo,
en este cielo de otoño.
Yo estoy por salir.
Tengo café y ganas de dar clase.

Me acordé de Julieta.
Tuvo aplazo en la prueba.
Charlamos el miércoles, salió a llorar.
Volví a verla el lunes. Estaba despejada
con una cara nueva.

V.S. le escribe a su nieto:

«Los cerezos pierden la flor. Las flores son rosadas y azules.Tu bisabuelo decía esto cuando enseñaba matemática: Lo más importante es no forzar. La vida es simple como la hierba, como el pan, como la mirada. Como la respiración».

Diego Di Vincenzo: nació en Buenos Aires, es Profesor en Letras y vive en Olivos. Fue editor de libros para la enseñanza y hoy da clase en el instituto del Profesorado Joaquín V. Gonzalez y en la Universidad de General Sarmiento. El latido de este mundo (Caleta Olivia, 2019) del cual se extractaron los poemas aquí presentados, es su primer libro de poemas.

En la estepa polaca

mario foto arteca

sobre Los poemas de Arno Wolica, Mario Arteca (Caleta Olivia, 2018)

Arno Wolica nació en 1957 en la ciudad polaca de Koszalin, cerca del Mar Báltico. Perteneciente a una familia de judíos ortodoxos abandona sus estudios de ingeniería para dedicarse a escribir.  Publica varios libros de poesía, teatro para niños y dos ensayos. Su poema “Después de Beckett” le trae problemas con las autoridades comunistas de turno que leen en el mismo cuestiones antirrevolucionarias. Otra de las cuestiones que marcan su vida son las sospechas de licantropía que pesan sobre varias generaciones de miembros de su familia, las cuales confinaron al ostracismo a varios de sus parientes. Es por esto que siendo ya un escritor reconocido se entrega a la tarea de componer un libro colosal.                                                                                                                 En marzo del 2000 publica El juego de la luna llena. Tratado de licantropía. Por esa época, una crisis personal y amorosa  lo hace caer en la bebida y auto-internarse en una clínica para adicciones de Varsovia. Todo esto nos lo informa en el prólogo del libro el escritor Horacio Fiebelkorn. Entre otros documentos, cita la opinión de Wilhelm Schwertzmann, titular de la cátedra de Literatura Judía Centroeuropea de la Niederösterreich-Lutherische Universität Berlin, quién refiriéndose al texto licantrópico de Wolica, explica que trabaja dos géneros contrapuestos, el lírico y el ensayístico, y remata  “una apuesta por la insuficiencia del sentido poético, sin perder tiempo en rodeos preliminares”. ¿Significa esto una nueva programática o nada más escritura polaca pura? se pregunta Fiebelkorn. No podríamos responderlo. Pero sí podemos arriesgar que esta caracterización bien podría cuadrarle a un poeta argentino oriundo de la ciudad de La Plata.

Pero vayamos por partes. En esta selección de textos que el mismo Wolica realizó (no se menciona al traductor) muchos de los poemas están hechos con las incrustaciones de un cuerpo que nos ha sido sustraído. Nos quedan los fragmentos una historia cuyo contexto o es ambiguo e intercambiable, o nunca se repone. El poeta  propone una combinatoria, un juego de sintagmas, donde el que lee deberá construir el sentido. La indiferencia (o la confianza, podría interpretarse de ambas formas) en el lector es radical. Wolica se desprende de la instrumentalidad comunicativa, sabiendo que el sentido no es potestad del mensaje o la forma, sino que es construido por la subjetividad del receptor. Ir por la senda no hollada, el paisaje sin marco, desistir al control. Lo que hay son apuntes narrativos, escenas iluminadas, teatrillos de historias que de a poco se van entrelazando. Y al pasar, los poemas se leen como la biografía de un sujeto pensante, dubitativo, desgraciado, con momentos de felicidad y de decisión. Es como ver las fotos de viaje de un desconocido. Lo que de intimidad, de familiaridad tienen las fotos, es lo que a nuestros ojos tienen de ignorancia y extrañeza. El poema “Preterintencional” (Zbrodnia) dice así: “En efecto el hombre arrancó / el arma la hizo girar en el aire / y cuando estaba a punto / de hundirla en el pecho / soltó un exabrupto / y todo quedó en la nada”. La ironía, el humor y en varios casos la arbitrariedad cercana a las formas de nonsense, no impiden que Wolica sea eminentemente un poeta conceptual, solo que sus ideas son golpes sintagmáticos, imágenes rítmicas, avanzando por cortes o por reversibilidad “La dificultad del agua / en aplacar las raíces / cuya desgracia inicial / es darle todo el poder / a la absorción”.                                                                                                                        Digámoslo de una vez: Wolica es un invento de Arteca, Wolica no existe (aunque ya puede leérselo en el monumental sitio Poetas Siglo XXI), o mejor dicho, Arteca juega el juego de Pessoa con sus heterónimos. Demos gracias a Arno Wolica entonces, por permitirnos asistir a esta nueva dimensión de  Mario Arteca.

Mario Nosotti

Revista Ñ 25.08.2018

Arteca Arno Wolicka

Flechas de vientre amarillo

Schierloh Eric foto

poemas de Eric Schierloh

 

Flechas de vientre amarillo

 

50 metros después del aromo

el agua se calma            aquieta

sin corriente

los benteveos sobrevuelan

en dirección del bosque

como flechas de vientre amarillo

la orilla de la margen izquierda es alta

algo menos la derecha

hay otro aromo de hojas carnosas

mitad seco el follaje     grueso el tronco

todo el árbol recostado sobre el espejo de agua

el agua que sigue calma

salta una lisa    otra lisa

otros cincuenta metros de agua tranquila

juncos en la margen izquierda

las cortaderas rodean un Sandí muy pequeño

y al final otro sarandí

sarandíes blancos (phyllanthus sellowianus?

emerge o crece una corriente                el agua

se vuelve profunda

un árbol seco      pequeño           margen izquierda

muy alta               casi 2 metros

los cangrejos asoman                    otean

por los agujeros de sus madrigueras

un benteveo dormido    no dormido        adormilado

la margen derecha debe medir 1 metro

el benteveo me mira

gira muy lento la cabeza

u-ú        digo yo             el benteveo no se mueve

todavía me mira

después del aromo a 50 metros la corriente

se vuelve ligera              serpentea

curva a la izquierda

 

 

 

Las gaviotas lo saben

 

la rompiente

donde el agua

se enturbia

y bosqueja los planes

de la topografía futura

de la costa

 

las gaviotas lo saben

mejor que nadie

y un día

mientras se alimentan

o simplemente mientras miran más allá

con esos ojos de parcas

como sólo ellas saben hacerlo

levantan vuelo al unísono

todas juntas

todas

convencidas      todas       de que una vez

que vuelvan

el lugar

todo el lugar

habrá cambiado          para siempre

la rompiente

es silenciosa en su efectividad

por debajo del estruendo

de las tumultuosas olas

espectaculares

 

 

 

El fantasma mínimo

 

el pájaro

es tan delicado

como para ser

soportado

por el largo brazo

medio verde

medio tostado

de una cortadera

-el peso

de la estrategia

de la pequeñez

 

negro y blanco

y muy pequeño

casi imperceptible

para el ojo desatento

como el fantasma

mínimo

de algún antiguo guerrero

mientras el sol se pone

y él contempla

él observa

-la cabeza un poco ladeada

al más pequeño todavía

cangrejo de agua dulce

justo debajo

 

 

Eric Schierloh (La Plata, 1981) publicó los libros Formas de humo (Beatriz Viterbo, 2006), Kilgore (Bajo la luna, 2010), Costamarina (Barba de Abejas, 2012), Los cueros (La Bola editora, 2014), Frío en la regiones equinocciales (Barba de Abejas, 2014), El mamut (Bajo la luna, 2015), El maguey (Club Hem, 2016), Troglodytes (El sueño del Panda, 2017), La mera tierra (Bajo la luna, 2017), Variaciones sobre cerrar los ojos (EMR, 2017), Por el camino de tierra (2017), China ya no los quiere (Extra/2, Bajo la luna, 2018). Ha traducido a R.W. Emerson, N. Hawthorne, D. Meltzer  entre muchos otros. Vive en City Bell, desde donde dirige la editorial artesanal Barba de Abejas. Los poemas aquí presentados pertenecen a Cuaderno de ornitología (Caleta Olivia Ediciones, 2018)

Schierloh Eric tapa libro

 

 

nombre de guerra

fernanda nicolini foto

fernanda nicolini

 

 

Marcela

I

Cómo se construye una vida

no es una pregunta

es un estado de vigilia

una ansiedad convertida en círculos

aunque ella no piense en círculos

sino en dibujos sin hacer

en números que se unen por líneas

que en este caso

desconocen la ley de la secuencia

el dos no sigue al uno

y no hay modo de que lo haga

están los espacios vacíos,

la incógnita, el tono de una voz perdida

nadie la grabó y, ¿sabés qué?

las voces no quedan en la memoria

como el olor de una tarde de diciembre

el zumbido del tiro que te parte la columna

el grito que congela tu nombre de guerra

en un barrio que huele a mierda

¿Reconocés su voz? ¿Podés escucharla?

Ninguno puede: ellos también quemaron fotos

y guardaron imágenes en calles de tierra

para compartir con nadie

y no la oyen.

Cómo se construye una vida no es una pregunta

es un estado en el que las dimensiones

se comprimen y el tiempo no es más

que un modo de ordenar la distorsión.

 

II

Ella también la ve.

A decir verdad la vio

esa vez que prendió la ducha

y el agua vino con olor a mierda

la ve gritando el nombre de un hijo

en el momento en el que la bala

le descose las vértebras

 

pero no la oye

el hijo tampoco

 

por ahora solo juega con la sopa:

su cuchara da vueltas

como un avión sobre el agua.

 

III

Cómo se escribe una vida no es pregunta

es un instante fijado en el mapa mental del testigo

la imagen que nunca existió

y se vuelve cada vez más nítida

como ese color que estalla

cuando cerrás los ojos y te imaginás

la historia personal sin derrotas

la de los muertos.

Una vez quemó un colectivo:

los hizo formar en el descampado

y les dio las razones del fuego

si los patrones no pagan la chapa arderá.

El chofer dijo que la mujer cargaba un arma

y que era hermosa.

El diario dijo que la mujer cargaba una bomba

y que era hermosa.

El testigo recuerda su pelo

no era claro, no era oscuro

no era largo, no era corto.

Lo recuerda como algo que arde y es hermoso.

 

Fernanda Nicolini (1979) Periodista y escritora. Publicó el libro de poemas Ruta 2  (Gog y Magog) y las plaquetas  Rubia (Zorra poesía) y Once (Color Pastel). Autora junto a Alicia Beltrami de la biografía Los Oesterheld (Sudamericana). Dirige la revista Brando. Los poemas aquí presentados pertenecen al libro El cuerpo en la batalla (Caleta Olivia, 2018).