Una imaginación documental

Sergio Delgado

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sobre EL PARAÍSO (La sobrina, El paraíso, La estela), Sergio Delgado (EDUNER, 2023)

Como aquéllos retablos medievales compuestos por paneles que aun separados mantienen para el espectador una unidad, este nuevo libro de Sergio Delgado urde a lo largo de casi quinientas páginas tres historias que tienen en común la reconstrucción de un pasado más o menos remoto. La memoria es una urdimbre que a través de recuerdos personales, historias escuchadas, fotografías, objetos y lecturas enlaza la imaginación. Como si la materia narrativa fuese una de esas plantas que trepan las paredes asentándose en pequeñas tomas que un paciente jardinero les procura. La trama que se eleva y ramifica compone a la distancia un tapiz singular, único entre la infinidad de variantes posibles, que oculta o apenas deja ver aquél espacio en blanco que pervive al menos como anhelo, como fuera de campo en donde se vislumbra otro real. Trabajando elementos biográficos o afines a la crónica, la historiografía e incluso la especulación filosófica, Delgado narra morosamente tres historias que confunden lo personal y lo público, lo histórico y lo imaginativo, gesto con el que nos lleva a preguntarnos si no son, después de todo, componentes de una misma materia.

La vida de los distintos narradores está atada a la historia de sus zonas geográficas y sentimentales (Santa Fe, la Bretaña francesa, la inmigración europea, la vida y la cultura en los pueblos de provincia, la historia del progreso y la devastación); Sergio propone algo así como una imaginación documental, capaz de deleitarse en extensos meandros narrados con lucidez y precisión, no aptos para ansiosos ni para los que buscan la mera peripecia (que las hay, sí, y en abundancia), sino para quienes son capaces de esperar esa brisa que exhala la memoria, poesía de un recuerdo que la letra es capaz de reavivar.

Las historias se encuentran en papeles guardados, anotaciones sueltas y cuadernos, y pueden responder a distintos impulsos,  “cumplir con un deber familiar”, así como “tratar de darle forma a mi propio desconcierto”.

En el primer relato (La sobrina) se reconstruye la historia de un anodino crítico teatral que se dispone a cubrir una representación de Tío Vania en un encuentro provincial de teatro, y de una señorial casona objeto de transformaciones que reflejan también las de una ciudad.

El Paraíso anuda la trayectoria vital del narrador a la historia de su padre ordenada en “motivos”, como los de una obra musical: el trabajo, la enfermedad y el ocio. A su vez un paraíso centenario es el eje alrededor del cual se organizan relaciones personales y sucesos olvidados.  

En La estela se traman los recuerdos del paso por un colegio jesuita y una profesora que supo despertar la vocación del futuro escritor, con la leyenda del indio Mariano. A su vez la floración de los cerezos a un lado y otro del océano, (en septiembre en el Barrio Guadalupe, en Santa Fe, en marzo en el Parque de Siam, en Bretaña) que enmarcan el conmovedor aprendizaje escolar de un niño argentino en Francia, en un juego de espejos y de desemejanzas, ese ir y venir que el relato comprime en un puro presente: “anacrónico y sorprendente, como el florecimiento de los cerezos, vuelve el pasado”.

Con conciencia del tiempo en que vivimos, donde “todo se escribe, nada se lee; todo se conserva, nada se recuerda”, atravesado por las ya no tan “nuevas tecnologías” (fotos satelitales, webcam, internet ) que determinan nuestra percepción, el flujo narrativo pivotea en un constante diálogo entre el “aquí” y “allá”, del presente al pasado y viceversa, pero también de un hemisferio a otro: la tarde en Santa Fe y la noche en Bretaña, la mañana “allá, en Rincón y Colastiné” y “acá casi las doce”.  

Hacia el final, una AntiAutobiografía que concibe el relato de la propia vida como aquello que crece con nosotros y vamos a la vez reformulando, la búsqueda de eso que el tío crítico de La sobrina vislumbra en la obra de Chéjov: “Algo impreciso, que escapaba a una época y a una geografía determinada, que cada versión en todo caso rehacía, en variaciones incesantes”.

Mario Nosotti Revista Ñ 29/04/2023

Parques

Sergio Delgado

sobre Parques, Sergio Delgado (Ediciones UNL, 2021)

Sergio Delgado, escritor, profesor y ensayista que reparte su vida entre París y Santa Fe, construye en este libro una especie de autobiografía a través del singular abordaje de tres espacios vividos. Profusamente documentado, se lee sin embargo con la frugalidad de una anécdota y la fascinación de una aventura.

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Hay tantas formas de textualizar un espacio como individuos se den esa tarea que amalgama vivencia y escritura. Y si se trata de un parque, lugar anfibio donde coexisten naturaleza y cultura, memoria personal y colectiva, quizás sea conveniente tomar cierta distancia, tener  una mirada de algún modo extranjera.  El caso particular del autor de este libro (oriundo de Santa Fe que desde 1999 reside en Francia), hace que la perspectiva sea la de alguien que no es nunca ni totalmente extraño ni totalmente local, que siempre tiene un poco un pie en cada lado. Una suerte de fisiología de la impertenencia (así lo nombra el libro) que lo empuja a horadar ese misterio.

Parques reúne tres ensayos sobre tres espacios  (un parque, una plaza y un square),  organizados en una progresión cronológica y geográfica: Parque del Sur (Santa Fe), Parc Du Venzu (Bretaña) y Square Le Gall (París).  Llevados consecutivamente de la mano de CRONISTA, NOVELISTA y POETA (las tres caras de un espíritu que avanza y se pregunta, reconoce y anota)  nos vamos adentrando en una dimensión no solamente espacial sino también histórica, biográfica, donde lo que interesa no es la descripción objetiva sino el significado que tiene para el protagonista ese presente, que es también la memoria emotiva del que anda “repasando esos caminos conocidos como quien vuelve a recorrer un libro leído y olvidado”.

A través de recuerdos, anotaciones de viejas libretas, fotografías, documentos y citas literarias, estos textos que exceden en mucho el tema de los parques, son un viaje antropológico e íntimo, erudito y sensible, que arranca con la llegada de Cronista a su ciudad natal en 2009, buscando vivenciar (como lo hace cada vez que regresa) lo que queda o lo que pueda renovarse de un vínculo. Luego del avión transoceánico y ya en el Flecha Bus Buenos Aires-Santa Fe, nuestro protagonista va arribando al parque “General Manuel Belgrano” conocido como “del Sur”, cercano al casco histórico, en las últimas luces de una tarde invernal que se adentra también en la infancia.  

Portando anotador y cámara de fotos, el cronista da cuenta de ese espacio al que iba diariamente con su padre siendo niño, intentando auscultar sus secretos, o rearmar una frágil memoria. Visita por ejemplo los edificios públicos e históricos de los alrededores, como el Convento de San Francisco, o el Museo Etnográfico, al que sabe aburrido y repleto de trastos inútiles pero donde aquél chico había descubierto un objeto de fascinación: la mirada brillante, el gran ojo de vidrio de un enorme caballo embalsamado en la pequeña sala dedicada a la vida gauchesca.  

Luego se internará hacia el sur del parque a través de senderos, fragmentos de barranca y vegetación autóctona, orillando ese lago surgido por el cierre de un brazo del río, y que ahora luce inmóvil, prisionero, como quien “desfallece de tristeza.”

Tanto en el parque Sur, como luego en Parc du Venzu en Francia (en donde el arroyito que un siglo atrás corría cantarín desciende ahora penando, a veces entubado o reducido a un zanjón), muchas veces los ríos, las frondas y los lagos recuperan a la vista del que narra su estatuto de seres que sufren degradados por la urbanización, la contaminación y el utilitarismo. 

Parc Du Venzu, es el siguiente ensayo que, a través de leyendas, historias y testimonios da cuenta de cómo fue surgiendo este parque de la Bretaña francesa, proceso al cual el escritor asistió en calidad de vecino y cuya evocación se trama con digresiones varias, como la demolición de un enorme edificio cercano, la muerte de un librero, o el canto misterioso de un pájaro en invierno.

En el 2014 el autor se muda a París y en el Square Le Gall (fase final del recorrido) encontrará el refugio que lo ayude a adentrarse en la gran urbe. Allí regresará a menudo en el intento de recuperar unas palabras, reconstruir un diálogo invaluable mantenido con una amiga bajo las ramas de un ginkgo (ese “fósil viviente” que estalla en amarillo cada año) en un fin de semana en que ambos recorren la ciudad tras los pasos de un poeta amado.

A menudo, recorrer estos “parques” implica ver lo que hay pero también lo que hubo, mirada que descubre marcas y va exhumando capas de las transformaciones de un espacio, carácter inestable que revela que “no todo lo que desaparece deja de existir”.  Esto también se liga al esfuerzo, al trabajo arqueológico por recuperar vivencias, conversaciones, imágenes, retazos de un pasado propio que se vale tanto de la intuición como de la parafernalia de cuadernos, archivos, notas, recortes y fotografías, algo aparentemente improductivo o insensato, pero en lo que en un momento dado se revela “una suerte de principio de termodinámica personal”.

Parques puede leerse como el relato de una búsqueda sensible, un viaje de descubrimientos íntimos a través de los años, una narración viva con momentos de humor y de melancolía, que se lee con fruición y despierta el deseo de salir a caminar, de perderse en la continuidad de las palabras. 

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Mario Nosotti (Revista Ñ 31/07/21)

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Sergio Delgado nació en Santa Fe en 1961 y desde 1999 vive en Francia. Publicó los libros de relatos La selva de Marte (1994) y La laguna (2001); y las novelas El alejamiento (1996), Al fin (2005), Estela en el monte (2006), El corazón de la manzana (2009), Al alba (2011) y La sobrina (2019). Esta última inicia el tríptico El paraíso. En 2008 publicó la crónica Parque del Sur. Enseñó en la Universidad Nacional del Litoral, Argentina, y en la Universidad de Bretaña-Sur, Francia. Actualmente es profesor de la Universidad de París Est-Créteil.  Como crítico publicó numerosos ensayos sobre literatura hispanoamericana y tuvo a su cargo ediciones de obras de Juan Manuel Inchauspe, Mateo Booz, Juan José Manauta, Juan L. Ortiz, José Pedroni, Juan José Saer y Amaro Villanueva. Dirige la colección El País del Sauce (Ediciones UNL y EDUNER).

Crónicas del paisaje sensible

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sobre En la naturaleza. Marie Colmont.Traducción Juan L. Ortiz. EDUNER , Universidad Nacional de Entre Ríos (128 páginas). Edición al cuidado de Sergio Delgado

 

Cuando en 1942 Juan L Ortiz se instala definitivamente en Paraná, comienza a colaborar asiduamente en diversos medios gráficos, entre ellos, y a instancias de su amigo el poeta Amaro Villanueva, con  El Diario, de dicha ciudad. Allí aparecen a lo largo del año 1945, en una columna titulada En la naturaleza, los textos de Marie Colmont, escritora francesa prácticamente desconocida que Ortiz traduce especialmente bajo el seudónimo de Alfredo Díaz*. Como indica Sergio Delgado –prologuista y compilador del libro- Ortiz seguía de cerca las publicaciones de la  izquierda francesa, preocupado ante el avance del nazismo y el fascismo en Europa, y leía estos artículos cuando aún vivía en Gualeguay. Los textos de Colmont se habían publicado en Vendredi, semanario de izquierda próximo al Front Populaire entre 1936 y 1938. Ese último año coincide además con la aparición de El ángel inclinado, tercer libro de Ortiz, donde en el poema «Un palacio de cristal» la referencia a Colmont se hace explícita, lo que supone el inicio de un extenso diálogo.

“Poner en valor la experiencia recogida en el contacto íntimo con las cosas y los aspectos más celosos de la tierra y de los cielos”: lo que Ortiz dice sobre el trabajo de Colmont en una nota introductoria bien podría aplicarse a su poesía.

Esta especie de alma gemela que encuentra al otro lado del océano también alienta una íntima y tenaz cruzada, una intención política en sintonía con el momento histórico que le toca vivir; “ayudar a sentir y observar la naturaleza con mayor delicadeza y atención” es un deseo que, en este caso, tiene alcances impensados.

La floresta, los pantanos, los bosques y sus criaturas, excursiones al río, noches en que se olvida la tienda para dormir bajo las estrellas, el día derivando en la canoa: crónicas del intercambio entre una individualidad socializada y un mundo vasto y sutil, que se abre solo al precio de una atención paciente, de una entrega sostenida. Desde la panorámica de los paisajes de la  Auvernia o la Isla de Francia a la microscopía de los granos, los tallos retorcidos, o las telas de araña en las concavidades de los muros.

Pero esta comunión gozosa con los seres y las cosas de la tierra muy pronto es perturbada por la conciencia de la orfandad y la miseria en que viven las clases postergadas. Si bien en esa época se consolidan en Francia políticas de leyes laborales como la reducción del tiempo de trabajo, el descanso dominical y las vacaciones pagas,  la injusticia social y la amenaza imparable de la guerra se cuelan en casi todos los textos del libro.  Las crónicas arengan a dejar las ciudades y a aprender de la naturaleza como parte esencial de la formación de las personas si se pretende una sociedad capaz de desafiar a la degradación que avanza a gran escala. La escritora se mete con cuestiones que en semejante marco pueden parecer nimias: normativas municipales acerca de la desnudez total o parcial en los bosques y florestas de Francia, los amores “naturales” y sus consecuencias, el problema del turismo masivo y sus costos ecológicos, o la tensión entre el derecho a estar solos y el compromiso social.

El estilo de Colmont es de una ductilidad asombrosa; lo sutil y lo lírico se mezclan en su prosa ágil, llena de vivacidad y un fino humor no exento de malicia. Feminismo, ecologismo, asociaciones civiles, educación de los jóvenes, todo aparece urdido en un ardiente deseo de resistir y orientar: “hay un aprendizaje de la libertad por hacer si se quiere usarla”.

* Las traducciones pertenecen al período de escritura de  El álamo y el viento, publicado en 1947.

 

Marie Colmont nació en París en 1895 y su verdadero nombre era Germaine Moréal de Brévans. Huérfana a los 10 años, militante socialista, prácticamente desconocida, incluso en su país, a no ser por sus trabajos para niños. Murió de tuberculosis a los 43 años de edad, el 6 de diciembre de 1938, cuando estaba escribiendo estos artículos.

 

Ver también De la granja al hospicio. Marie Colmont.

 

Marie Colmont

campesina imagen

 

De la granja al hospicio

 

Cuando se veía a esta vieja andar con su paso corto y ligero en su casa embaldosada, nadie pensaba que su lugar estuviera en el hospicio. Todo era limpio a su alrededor: la vieja estufa irregular de Flandes lucía en todas sus abolladuras; bajo la campana de la chimenea el volante de encaje permanecía tan fresco como las cortinas de las ventanas. Mientras que sus dos mozos labraban la tierra, a los ochenta años ella hacía de granjera como lo había hecho toda su vida: la sopa, la comida para las aves, los quesillos de cuajada, los grandes cubos de agua a la ligera sobre la baldosa roja, los remiendos, las zurciduras, las coladas y todo lo demás que no se puede decir uno detrás de otro.

En esa granja Pais-de-Calais había entrado a los treinta años; más de un medio siglo después era el alma de la granja. Un medio siglo de fatiga bajo todos los soles y todos los cierzos, con todo lo que hay de vida y de muerte, de alegría y de desgracia en cincuenta años humanos, ¿no es bastante para ligaros a los muros poblados de recuerdos y de presencias desvanecidas?

Algunas veces la anciana debía de ir a la ventana y mirar directamente a la gran llanura ahogada de agua escurridiza con aquí y allá un fantasma agitando sus brazos negros en la bruma. Mucha gente hubiera dicho que ese no era un lindo paisaje; ¿pero qué queréis?, ella lo amaba: era SU paisaje, familiar a sus viejos ojos, familiar como su soledad, como el rechinamiento de la cadena del pozo, como la fatiga de sus riñones. Con todo eso, y a pesar de los recuerdos y las presencias desvanecidas, se construye una especie de dicha a la medida de un corazón de ochenta años.

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Se ha ido a destruir esa dicha con quince gendarmes armados de tercerolas, con bota y casco. Ella no estaba en su casa en esa granja; esta tenía un propietario y una propietaria y había un proceso. Después de cincuenta años de uso, por algunos francos de alquiler, sin duda, se había disputado; y de fallos apelados y de debates demorados se llegaba a esta solución, última: el ujier, la expulsión LEGAL.

Antes, cerca de La Fléche, por una historia parecida, una historia de cien francos y tanto, una granja ardió y tres seres rodaron en la muerte. Pero los mozos del Nord tienen la sangre más tranquila. Cuando el ujier fuerza la puerta con una barra de hierro recogida en el patio encuentra a los tres infelices sentados detrás, las manos caídas, muy pálidos. En su desesperación, sin embargo, la vieja tuvo un sobresalto: – Toma tu fusil –le grita a uno de los hijos- y mátalos.

No ocurrió nada. No se oyó más que sollozos, más que protestas desesperadas. Con gestos torpes, que no traicionaban ningún orgullo por lo que hacían los gendarmes, sacaron los muebles, los acomodaron en largos carros de ruedas bajas que transportaron tantas cosechas y que partieron esta vez bajo la lluvia -¿a dónde?- con un hombre de pie en cada uno de ellos, un hombre taciturno, el látigo en el puño, el rostro excavado por esas arrugas y esos gestos que son los llantos de los campesinos…

 

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A la vieja se la pone en un carruaje y se la lleva al hospicio. Entró allí con los ojos desconfiados y huraños de las urracas cuando se las encierra en una jaula. Las otras viejecitas, acostumbradas a su vida de reclusas, no miraron con amabilidad al extraño personaje, ese pájaro caído en su bandada parlera, que se mordía los labios seguramente al recuerdo del gran silencio de sus campos, del libre viento de las llanuras que todavía ayer sacudía sus faldas. Ella, que encontraba los días demasiado cortos para tanto trabajo, deberá aprender a no hacer nada a lo largo de los días, a no ser esas pequeñas faenas serviles en que se apresura para captarse la amistad de las hermanas. De sopa espesa de legumbres y de crema que ella sabía hacer tan bien para llenar el estómago de los dos mocetones molidos de trabajo, pasará al flaco caldo de los hospitales que sabe a pan agrio y a agua grasienta. Se le atormentará; las viejecitas se vuelven malas; le roban la azúcar y escupen en su sopa. Tendrá cóleras, rápidamente ahogadas en lágrimas: a los ochenta años, ¿cómo sublevarse en verdad?

Se habituará…o bien morirá…a esta edad, me diréis, un poco más temprano, un poco más tarde…Pero entre morir en paz y morir en la desesperación hay una lúgubre diferencia.

 

Marie Colmont, 27 de mayo de 1938

Traducción Juan L. Ortiz

Perteneciente a En la naturaleza. Marie Colmont. (EDUNER, 2015)

Ver también Crónicas del paisaje sensible (sobre Marie Colmont)